Pablo Melicchio - El mundo sin mamá

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"El narrador protagonista, de prosa limpia y certera, se pregunta si llamar a un muerto en sueños significa comenzar a morir.
¿Quién es la enorme yaciente manipulada por la medicina y los afectos? ¿A dónde encontrar a la que daba de tomar la leche y antes de salir al colegio te despedía con un beso? ¿Qué decir y hacer con el pronto viudo que aguarda la sortija que le facilite otra vuelta a su compañera de siempre? Esposa, hijos, hermanos, compañía de soledades agazapadas dentro de la cabeza de quien relata aquello que no debe ser olvidado.
Los padres nunca mueren del todo cuando se los recuerda, cavila Melicchio en la bella y particular elegía que homenajea a su madre y tal vez, al inmortal Luigi Pirandello. Sabe que en el después escuchará muletillas acerca de la ley de la vida mientras, rebelde, dormita o medita en el vigilante sillón de un cuarto de hospital en el que solo el silencio halla un verdadero eco entre esas paredes. Sabe también que cuando toda esperanza baje la cortina, el orden de su familia se verá inevitablemente dañado. Y sabe que lo reparará dando testimonio de la imprescindible ceremonia del adiós. Ya que sin despedida, la orfandad es doblemente cruel. Y no hay palabras para expresarla" (Silvia Plager).

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Mientras maniobro torpemente entre dos autos, para estacionar, se van yendo los últimos acordes de “La ruta del tentempié”. Paso por el kiosco y compro una barrita de cereal y unas pastillas de miel y menta. Asciendo por la explanada que da a la guardia. Al costado del camino, un parquecito con el césped recién cortado desentona con el demacrado gris del edificio que se erige delante como el monumento al desasosiego. Almas no ascendidas, disfrazadas de gatos, recorren el jardín, maúllan, esperan su nuevo destino. En la entrada del sanatorio una cola de personas dolientes y la maldita burocracia. “Buen día”, me dice la empleada de seguridad. “Serán para usted, no para mí. No hay un buen día cuando una madre está internada”, pienso. Me toma la temperatura. Me riega las manos con alcohol. “¿A dónde se dirige?”. “Vengo a cuidar a mi madre, Mirtha Ventiere, está en la habitación 502”. Corrobora en un listado. Rezo para que su dedo índice nunca se detenga, pero enseguida se estaciona sobre el nombre de mi mamá y una vez más no puedo huir de la contundente realidad. Deja mi documento en un fichero, me entrega la credencial de cuidador, y me dice “adelante”. Adelante es mañana, futuro, pase, suba, cuide de su madre. Adelante es incertidumbre, espejismos, temor, esperanza agujereada.

Atravieso la guardia y el hall central. Tomo el ascensor. Subo. Subo al cielo del dolor. 5to piso. Camino por el largo pasillo gris. De un lado grandes ventanales con vista al cielo, a la calle, a la vida; del otro, las puertas de las habitaciones que dan al infierno de la enfermedad. Se escuchan llantos, quejas, voces, gritos, ruidos de máquinas y monitores. Llego a la habitación con el cartel 502. Empujo la pesada puerta, o la puerta que da a la existencia que más me pesa. Ingreso, despacio. Mamá mira hacia el cielo raso. “Hola, vieja”. “Hola, vieja”, repito, por si no me escuchó. Pero mi voz es un suspiro imperceptible. No sé qué hacer. Me quedo a su lado. La contemplo y lloro.

“Mamá”, la vuelvo a llamar. De pronto me mira y no. No es la mirada de mi mamá. Sus ojos están cubiertos de una neblina siniestra. Flota en el mar químico de quetiapina y gases intoxicantes. Habla en un dialecto olvidado. Suelta frases encriptadas. Balbuceos. Ronquidos. Quince días internada desordenaron los papeles de la realidad. La habitación se puebla de fantasmas, de muertos que la visitan, de cajas con faroles, de sombras, de cáncer, bacalao y murmullos descuidados. Habla sola. Habla con alguien. Me acerco. Le vuelvo a hablar. Pero mis palabras no tienen efecto, son el aliento de un insecto. Quizá yo sea un intruso en su pesadilla, un espíritu que la visita. Me siento en el sillón y escribo en mi celular. El tiempo se desprende de mi existir. Todo se vuelve grave, profundo, oscuro. Me desdoblo. Fluyo por la atemporalidad del malestar. Dudo también de la realidad. ¿Estaré despierto o aún en mi cama soñando que estoy al lado de mamá?

“¿Vos sos Pablo?”. “Sí”. “Anoche tu mamá pedía por vos”, me dice la enfermera mientras le repone el suero y le pasa la medicación. Se mueve con ligereza, sabe cómo manipular a su paciente. “En un rato regreso y la cambio”. La cambio, sí, cámbiela por la madre que tuve, por favor.

Mamá sigue a la enfermera con la mirada y cuando se encuentra con mi rostro sonríe. “Hola, hijo, ¿hace mucho que estás?”, dice y de pronto se rearma el mundo destrozado. Aprovecho el instante de lucidez para intentar el milagro de multiplicar los panes y los peces de los recuerdos. Navegamos por la historia que me precede y que nos une. Y me vuelve a contar de su alumnito del que sacó mi nombre: Pablito Cabulli, un pellirrojo que la volvía loca. Y de su trabajo en el Hospital Rivadavia, y la bomba de cobalto, y la pérdida del embarazo de mis hermanos mellizos. Un aborto espontáneo; y el otro, un raspaje. Estaba de 4 meses. Allí se divide su vida y la vida familiar. Luego de ese dolor llegarán mis tres hermanos menores, Hernán, Luis y Martín. Mamá recorre el pasado pero le cuesta regresar al presente. Intenta avanzar por una autopista atascada. La lucidez hace fuerzas, lucha contra las garras de la locura. Y me pide perdón por lo mal que se portó ayer. “No pasa nada, vieja. Tranquila”. ¿Pero de qué ayer me habla? ¿Qué debo perdonar?

Hay un presente superpoblado de incertidumbres que sigue desorientándome en la mañana sanatorial. Y mamá se angustia. Y llora. Y me angustio yo. Y me trago el llanto. La acaricio y se va calmando. Le hago masajes en las plantas de los pies. Pies que tanto anduvieron, que tanto recorrieron y que ahora están suspendidos, en pausa, jubilados del oficio de andar.

A nuestro alrededor, un mundo paralelo hecho de jeringas, suero y medicaciones, un laboratorio de emociones maltrechas, un aeropuerto de la vida y de la muerte. Aquí, como en un velatorio, el mundo, o mejor dicho mi mundo cobra nuevas significaciones. Sé que estoy vivo pero que puedo morir. Entonces me prometo cosas que no sé si cumpliré. Sobreviva o muera mamá, regresaré al afuera para encontrar mi equilibrio en la vorágine de los días, para disfrutar de la vida y no morir sin haber vivido lo mejor posible.

Escuela del dolor: Para alcanzar un poco de sabiduría no necesitamos enfermar, necesitamos saber que podemos enfermar.

11

Sumo otra noche sin poder dormir profundamente. En cuanto me acuesto la imagen de mamá recostada en la cama ortopédica comienza a flotar por la habitación. Cierro los ojos y sigue flotando dentro de mi cabeza. Y si duermo, flota en mis sueños y me despierta, como si pidiera ayuda, como si hubiera una forma de bajarla de esa atmosfera donde levita recostada en la cama ortopédica. Navega en el aire pero sin suficiente aire. Y yo no sé cómo hacer para bajarla de ese limbo enfermo y ayudarla a respirar.

Antes de salir elijo un CD. Silvio Rodríguez es una buena compañía. Enciendo el motor, pongo el disco y salgo. Avanzo por las calles de Castelar. Cruzo la avenida Vergara y tomo la autopista del Oeste. Mientras el poeta cubano canta, yo navego por el mar revuelto. Un camión me encierra. Un recuerdo me toca. Un auto me hace luces. La imagen de mamá me pasa, se pone delante, me guía. El cielo está tan poblado de nubes como el asfalto de automóviles; pero las nubes no luchan, conviven, juegan, se asocian, arman su rompecabezas. Paso el peaje de la autopista 25 de Mayo y a la altura de La medalla milagrosa el tráfico se pone más lento. Es una señal. ¿Estaré volviéndome loco? Aprovecho para hacerme la señal de la cruz. Levanto la cabeza. Miro a la virgen. Le pido por mamá. “Dios te salve María, llena eres de gracia…”, pero suspendo mi rezo cuando el tránsito arranca con su trastorno de ansiedad. Bajo en avenida La Plata. El disco sigue girando. Vuelvo a poner el tema “Cita con ángeles”. Estaciono sobre la avenida Avellaneda. Me pongo el barbijo. Tomo la matera. Me bajo del auto y camino en dirección al sanatorio mientras Silvio sigue sonando dentro de mi cabeza:

Pobres los ángeles urgentes

que nunca llegan a salvarnos

¿Será que son incompetentes

o que no hay forma de ayudarnos?

Me anuncio en la guardia. Una mujer carente de simpatía me toma la temperatura: “36 grados”, dice al aire. “¿A dónde se dirige?”, me pregunta. A cuidar a mi mamá, como antes ella cuidó de mí. Ahora es mi turno. Me autoriza. Cargo con el cartelito de cuidador. Y subo, una vez más. Mamá sigue en la habitación 502, en la cama A. Desde hace varios días, ese es, según ella, su nuevo planeta por donde desfilan extrañas figuras, alienígenas con guardapolvos, guantes, barbijos y anteojos, que le hablan y la examinan. Sobre el campo de su cuerpo suceden cosas que ella no comprende: Pinchazos, detonaciones, rayos, caricias, invasiones, mientras su mente se bambolea entre el ser y la nada, entre la cordura y el delirio. Por la noche llama a su padre y me llama a mí, me cuenta la enfermera. “Te quiero”. “¿Vos me querés?”. “Los quiero a todos, pero vos me das seguridad”, me dice. Es una niña encerrada en un cuerpo enorme y dañado. Va y viene del sueño a la vigilia, del ayer al hoy. Va y viene de la realidad a la ficción.

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