Pablo Melicchio - El mundo sin mamá

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"El narrador protagonista, de prosa limpia y certera, se pregunta si llamar a un muerto en sueños significa comenzar a morir.
¿Quién es la enorme yaciente manipulada por la medicina y los afectos? ¿A dónde encontrar a la que daba de tomar la leche y antes de salir al colegio te despedía con un beso? ¿Qué decir y hacer con el pronto viudo que aguarda la sortija que le facilite otra vuelta a su compañera de siempre? Esposa, hijos, hermanos, compañía de soledades agazapadas dentro de la cabeza de quien relata aquello que no debe ser olvidado.
Los padres nunca mueren del todo cuando se los recuerda, cavila Melicchio en la bella y particular elegía que homenajea a su madre y tal vez, al inmortal Luigi Pirandello. Sabe que en el después escuchará muletillas acerca de la ley de la vida mientras, rebelde, dormita o medita en el vigilante sillón de un cuarto de hospital en el que solo el silencio halla un verdadero eco entre esas paredes. Sabe también que cuando toda esperanza baje la cortina, el orden de su familia se verá inevitablemente dañado. Y sabe que lo reparará dando testimonio de la imprescindible ceremonia del adiós. Ya que sin despedida, la orfandad es doblemente cruel. Y no hay palabras para expresarla" (Silvia Plager).

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La terapia intensiva guarda sus secretos, inaccesibles para los que estamos afuera. Dentro está mamá, desde hace tres días. Su estabilidad es “por ahora”, dice el parte médico, dejando la pausa de lo imprevisible, los límites de la ciencia. Dentro está mamá, ajena a las intervenciones que le practican. Ya sin el control de su vida. Y afuera estamos nosotros, expectantes, asomados a la ventana de lo incierto.

Escribo esta suerte de diario del desamparo. Pienso en mamá. Pienso en su vida. Inhalo y pienso. Retengo memoria. Exhalo frases huérfanas de sentidos.

Escribir sobre la enfermedad es quitarle poder.

El día se pone gris, cerrado, otoñal, triste; como si se proyectara mi estado interior. La belleza de estos días se burlaba de mi malestar. Son las dos de la tarde del viernes. Todo el fin de semana estará, según informa el servicio meteorológico, lluvioso y frío. Y está bien, tiene que ser así. Cuando una madre está internada, la pachamama tiene que estar desolada.

Escuela del dolor: No existe la unidad ni la armonía total, somos seres divididos, castrados, contradictorios. Solo en los momentos de felicidad hay un rayo de luz que lo ilumina todo, y en esa ráfaga lumínica, en ese instante de claridad, se accede a la belleza, se tiene la sensación de plenitud. Pero cuando llega algún dolor, propio o ajeno, se quiebra la alegría de existir, se esfuma la estabilidad, y todo se oscurece. Vivir, en definitiva, es transitar lo claroscuro, es comprender el ying y yang de la vida, es saber que en toda experiencia de luz hay un punto de oscuridad y en toda vivencia oscura hay un punto de luz, una ventanita de esperanza.

8

Mamá permanece estable, una leve mejoría, dice el parte médico. Intentarán quitarle el respirador. Entonces en la oscuridad del día se abre una ventanita a la esperanza. Me enchufo los auriculares. Activo la música. Y salgo a correr. A 20 kilómetros de casa está mamá dormida químicamente, y yo corro, como si quisiera llegar hasta ella para sacarla de la internación y traerla a la vida de los abrazos y de los besos, del asado, del vino tinto, del truco, las facturas, los mates y las risas.

Una semana de internación, y contra todo pronóstico, mamá mejora. Nunca está dicha la última palabra. La salud, del mismo modo que la enfermedad, son estados transitorios; solo la muerte se mantiene siempre estable. Es tan extraño lo que hace que uno enferme como lo que determina la sanación. La ciencia efectiva y el personal de salud, Dios y la fuerza de la oración, o la magia y todo aquello a lo que uno apela cuando aparece la enfermedad, sean tal vez la energía para que el ser amado se recupere. No lo sé. La lenta recuperación de mamá es una lucecita lejana mientras camino temeroso por un campo oscuro y minado.

Llega la noche. Antes de la cena hago una videollamada con papá. Se ponen a mi lado Marcela y mis hijos; somos un cuadro vivo del amor y de la resistencia familiar frente al dolor que nos dividió. “Te amamos, viejo”, le digo. “Nosotros también”, responde papá. Cuando se percata de su fallido, de su nosotros, se emociona, nos emocionamos. El fantasma de mamá sobrevuela nuestro presente. Papá está solo, sin mamá, pero con mamá. Como para mí son papáymamá, para él es nosotros; como si ella estuviera a su lado; quizá esté, quién lo sabe.

Mañana estamos autorizados a visitarla. Me siento confundido; mis sensaciones son colores mezclados en una paleta. Ya no reconozco de qué color es lo que siento.

9

Suena el despertador. Salimos de la protección de la cama para sumergimos en la insegura mañana. Desayunamos y en media hora estamos listos para salir. Mientras mi mujer saca el auto del garaje me demoro buscando un CD. ¿Qué música puede ser oportuna para acompañarnos en la ruta que nos lleve hasta mamá internada? Opto por un disco de David Gilmour, Rattle That Lock.

Dejamos el conurbano y atravesamos la capital. Entre canciones, palabras y silencios, como flechas que apuntan a mamá, llegamos al sanatorio Obsba, en Acoyte y Rivadavia. Dejamos el auto a unas cuadras. Escalamos la rampa que conduce a la guardia. En la puerta, una mujer, personal de seguridad, nos toma la temperatura y los datos. “Vengo a ver a mi mamá, Mirtha Ventiere”, le digo, y cuando pronuncio el nombre de mi madre se me hace un nudo en la garganta. Los nombres son parte del alma de las personas. Nombrarla es atraerla, es recuperar una parte de esa mamá que ahora está ahí dentro, internada. Autorizados a pasar, avanzamos entre seres dolientes a la espera de un turno, de una sanación, o de una vida mejor. Las guardias de los hospitales y los cementerios representan el aspecto más trágico de la condición humana, sitio donde somos fatalmente conscientes de nuestro destino mortal que olvidamos distrayéndonos en tareas absurdas.

Subimos por el ascensor hasta el 5to piso. Recorremos el largo pasillo gris hasta llegar casi al fondo donde está la habitación 502. Empujo la pesada puerta. Dentro de la sala está lo que quedó de mamá luego de una semana de terapia intensiva. Me acerco ansioso y colmado de temor. Le doy un beso en la frente. Mamá abre los ojos desorbitados y enseguida los cierra con fuerza. Está muy desmejorada. No lo puedo creer. ¿Qué pasó? Quiero a la anterior. Quiero que me devuelvan a mi viejita en su mejor versión. ¿Cómo se rebobina la cinta del tiempo? ¿Quién podrá sacarnos de este lugar y trasladarnos al ayer, al patio familiar, a la vida con mamá entera y feliz? Me seco las lágrimas, me levanto un segundo el barbijo y le sonrió. Mamá delira, no sostiene la mirada. Los motivos de su demencia pueden ser varios, desde leves hasta graves. La falta de oxígeno es un virus que dañó su sistema operativo. Una mamá loca, aunque sea una locura transitoria, asusta. Es una diosa drogada. Desde la cama dirige un mundo alocado: Que el bacalao en escabeche para mi cumpleaños. Que debajo hay una caja con faroles para que me los lleve a no sé dónde. Que su abuela, que su papá, que esto y que aquello…

Camino por la habitación. Voy de un lado al otro de la cama. La contemplo. Observo los cables y los aparatos que la monitorean. Quisiera hallar la fuente de su dolor, unir, como diría Miguel Abuelo, las partes rotas del gran espejo interior y sanarla. Que recupere esa luminosidad que la definía. Cada tanto centellean lucecitas de cordura, retazos de la madre que tuve ayer. Pero pronto llegan las olas del delirio y se devoran todas las huellas de la mujer que fue. Y el sanatorio es un loquero, su casa, el patio de su infancia, otro planeta. En su memoria se desató una guerra de neuronas. Las ideas salen heridas, quemadas, moribundas. Pero entre las palabras maltrechas se abre paso una frase que nos conmueve:

“Vayan, acá hay mucha enfermedad

y ustedes son mi sanación”.

Envueltos en una atmosfera surrealista, bosquejada por un artista perverso que juega con la salud de mi madre, salimos de la habitación. Bajamos las escaleras, en silencio. Otra vez la calle. Nos subimos al auto. Mi cabeza es un pelotero donde niños medicados revolean ideas. Avanzamos hacia el Oeste, rumbo a nuestro hogar, pero un cordón umbilical, elástico e irrompible, me une al sanatorio, al dolor de mamá.

10

Se reinicia el ciclo de la vida: Despertar y levantarse. Desayuno. A las 7 de la mañana estoy listo para salir. Listo, es una manera de decir, nunca se está listo para visitar a una madre enferma. Elijo un CD de Charly García. Necesito Parte de la religión. Enciendo el motor y la música. Salgo. Recorro las calles del barrio envuelto en una atmosfera extraña mientras Charly canta:

Yo necesito tu amor.

Tu amor me salva y me sirve.

Yo necesito tu amor

cada día un poca más…

Tomo la autopista del Oeste. Se me impone la imagen de mamá, tal vez atraída por la canción, o por mi deseo de que se salve, porque sabe que yo necesito de su amor, de su presencia, un poco más. Manejo. Canto. Lloro. Estoy atento al tránsito pero me embisten recuerdos que no saben manejar. Quiero detenerme, pedirle los papeles. Pero los recuerdos no tienen seguro, te chocan y se escapan en la dirección del olvido. Entonces sigo, con la carrocería del alma destrozada.

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