George Santayana - Recently Discovered Letters of George Santayana

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The concerted efforts of three respected Santayana scholars have coalesced in this book that includes the transcription of the philosopher's letters to Charles A. Loeser and to Albert von Westenholz. Daniel Pinkas discovered and analyzed them only recently and they are published here for the first time, in English and Spanish, translated by Daniel Moreno and presented by José Beltrán. The volume comprises the letters Santayana sent to his two friends over five long decades, spanning the nineteenth and twentieth century.This collection of epistolary writings constitutes a surprising mosaic-like jewel made up of a constellation of life episodes that pulsate in each and every letter and resonate suggestively in the echo-chamber of Santayana's body of work.Pictures and books, persons and places, landscapes and voyages. So many comings and goings, so many departures and arrivals, crossing countries on trains and oceans on ships, staying in hotels and university residences, stopping off at memorable cafés, giving lectures here and there, reading and writing incessantly. By partaking, under the philosopher's guidance, in the experience these pages offer, we will somehow make our own Santayana's words at the end of these letters: 'I saw things I shall never forget'. Este volumen recoge la transcripción de las cartas del filósofo George Santayana a dos de sus numerosos amigos, Charles A. Loeser y Albert von Westenholz, recién descubiertas y analizadas por Daniel Pinkas, traducidas al castellano por Daniel Moreno y presentadas por José Beltrán, tres reconocidos estudiosos del autor. La correspondencia intercambiada durante cinco largas décadas entre el siglo XIX y el XX constituye una suerte de sorprendente mosaico, un microcosmos de piezas de vida con sus latidos en cada mensaje, en cada palabra, con ecos muy sugerentes que resuenan en el resto de su obra. Cuadros y libros, personas y lugares, paisajes y pasajes. Tantas idas y venidas, tantas partidas y llegadas, atravesando países en trenes y cruzando océanos en barco, alojándose en hoteles y residencias universitarias, con paradas en cafés memorables, pronunciando conferencias aquí y allá, leyendo y escribiendo sin cesar. De alguna manera, al participar de la experiencia que ofrecen estas páginas, guiados de la mano del filósofo, también podremos hacer nuestras sus propias palabras: «Vi cosas que nunca olvidaré».

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Santayana habla sobre Westenholz (en adelante, suprimiré el «von», siguiendo la costumbre de Santayana) en el capítulo primero de la segunda parte de Personas y lugares , titulado «Alemania». Entre 1886 y 1888, Santayana pasó dos semestres estudiando en Berlín. Después, visitó varias veces Alemania en vacaciones; la última de ellas la llamó

peregrinación goethiana porque fui expresamente a Francfort y a Weimar a visitar el ambiente natural de la infancia y la vejez de Goethe. Estaba preparando entonces mis conferencias sobre Tres poetas filósofos , de los que uno iba a ser Goethe. Sin embargo, ni siquiera eso me hubiera inducido probablemente a visitar de nuevo Alemania si entre tanto no hubiera entablado una verdadera amistad con un joven alemán, el barón Albert von Westenholz 59.

El barón, nacido en 1879 en Hamburgo, era hijo de un banquero («tal vez de origen judío») y de la hija de un Bürgermeister (alcalde) de esa ciudad («de tradiciones luteranas hanseáticas muy pronunciadas») 60. Westenholz se formó en la sección londinense del banco donde su padre era socio, de modo que aprendió a hablar inglés «perfectamente», según Santayana. Sin embargo, él nunca consiguió el nombramiento porque, como el lector de las cartas de Santayana pronto percibe, la salud mental de Westenholz «dejaba bastante que desear; padecía de diversos tipos de trastornos mentales o semimentales, de insomnio y de obsesiones» 61.

Alrededor de 1900, Westenholz fue a Harvard. Santayana recuerda el comienzo de su amistad así:

Vivía yo entonces, entre 1900 y 1905, en el número 60 de Brattle Street y tenía las paredes cubiertas con grabados de Arundel 62. Estos fueron el punto de partida de nuestras primeras y animadas conversaciones. Enseguida noté que era enormemente culto y entusiasta, y a la vez la inocencia personificada. En mí encontró suficiente sensibilidad ante sus apasionados puntos de vista sobre la historia, la poesía, la religión y la política. Era muy respetuoso, dadas mi edad y mi condición de profesor, y siempre siguió llamándome lieber Professor o Professorchen ; pero él habría resultado mucho mejor profesor que yo, siendo mucho más asiduo en el repaso de toda clase de materias y en la consulta de autoridades 63.

Se desconoce cuánto tiempo estuvo Westenholz en Harvard ni siquiera si logró graduarse. Pero, después de que él se fuera de Cambridge, Santayana lo visitó tres veces en Hamburgo, donde conoció a su madre inválida y a su hermana mayor, Mathilde; ambos amigos se vieron también en Londres, Ámsterdam y Bruselas, pero nunca en Italia, a pesar de los numerosos intentos de Santayana por atraer a Westenholz a un país 64.

Santayana consideraba que Westenholz era uno de sus tres amigos mejor formados que había conocido 65; y ninguno, como destaca Santayana, había ido nunca a un colegio. El mejor modo de describirlo es como un Privatgelehrter (sabio autodidacta) que escribía y traducía poesía (especialmente los sonetos de Santayana) y que, como Loeser, era un ávido coleccionista 66. La admiración y el afecto que Santayana manifiesta quedan completamente corroborados por las cartas recientemente encontradas, que confirman a las claras la sentencia con la que Santayana comienza la sección dedicada a su relación: «Westenholz fue uno de mis amigos más verdaderos. El afecto personal y las simpatías intelectuales estaban más equilibradas y fusionadas entre nosotros que en mi relación con cualquier otra persona» 67. Las cartas, por cierto, suponen una clara refutación de la sensación de Bertrand Russell según la cual Santayana era un «frío como un pez » 68. El tono de las cartas de Santayana es homogéneamente afectuoso, a veces, de confesión, con frecuentes y deliciosos toques de humor. La preocupación de Santayana con la salud mental del barón es un tema recurrente, que él trata con profunda empatía y tacto admirable. Los temas se mueven libremente entre lo personal, lo íntimo a veces, y profundas discusiones, siempre muy vivas, sobre filosofía, religión, cultura, política y literatura. Este es uno de esos casos en los que es inevitable lamentar no disponer de las cartas que componen la otra mitad de la correspondencia.

No hay mejor modo, creo, de acercarse a los sufrimientos de Westenholz y a su talante personal que leer los dos últimos párrafos dedicados a él en Personas y lugares , titulados respectivamente «Sus obsesiones» y «Su despejada inteligencia»:

En cuanto a él, se le fueron acumulando las dificultades. El temor al ruido no le dejaba dormir por miedo a que alguno le despertara; y en su equipaje llevaba unas gruesas cortinas grandes para colgarlas en las ventanas y en las puertas de sus cuartos de hotel. En Volksdorf, su refugio campestre, los suelos estaban todos cubiertos de alfombra de goma para amortiguar las pisadas de los posibles invitados; y solía bajar corriendo más de una vez, después de estar metido en la cama, para cerciorarse de que había cerrado el piano, ¡porque de lo contrario, podía entrar un ladrón y despertarlo al sentarse a tocarlo! Cuando le sugerí que podría superar esa idea absurda simplemente contraviniéndola y repitiéndose lo absolutamente absurda que era, reconoció que quizá lograra superarla, pero que entonces desarrollaría alguna otra obsesión en su lugar. No tenía remedio, y ni toda su inteligencia ni todos los médicos y psiquiatras fueron capaces de curarlo. En sus últimos días, según me dijo Reichhart, la gran obsesión se refería a la ropa de la cama: se pasaba media noche colocando una y otra vez los colchones, almohadas, mantas y sábanas, por miedo a no poder dormir cómodamente. Y si alguna vez olvidaba ese terrible problema, su mente enseguida giraba hacia las dificultades, más reales y no menos obsesionantes, que tenían que ver con cuestiones de dinero. La maldición no era que le faltara, sino que lo tenía, y debía rendir cuentas de ello ante el gobierno y ante Dios. Y las complicaciones eran infinitas porque él legalmente era ciudadano suizo, y tenía fondos en Suiza, en parte declarados y en parte secretos, sobre los que pagar impuestos tanto en Suiza como en Alemania; y durante años soportó la carga de la casa y el parque de Hamburgo, poco a poco expropiados por el gobierno municipal, hasta que finalmente se deshizo de ellos y se fue a vivir más al norte, a Holstein, pensando quizá en emigrar a Dinamarca. Un cúmulo de dificultades, una multitud de problemas insolubles que hacían horrible la vida, sin contar el roedor gusano de la incertidumbre religiosa y la confusión científica.

El prodigio fue que con todas esas preocupaciones enfermizas ocupando sus días y sus noches retuviera Westenholz hasta el final su libertad especulativa. Todo le interesaba, podía ser justo y hasta entusiasta en las cosas impersonales. Yo me beneficié de esta supervivencia de claridad mental: él se recreaba con mi filosofía, aunque no fuera capaz de asimilarla o vivir de acuerdo a ella; pero la mera idea de semejante síntesis le deleitaba; mi Reino de la verdad en particular suscitó su entusiasmo intelectual. En su confusión, atisbó la posibilidad de claridad y, como dijo su amigo Reichhardt, quedó magnéticamente hell begeistert , lleno de inspirada luz. 69

Al final de una carta enviada desde Cortina d’Ampezzo el 20 de julio de 1931, Santayana se despide de Westenholz así: «Quisiera poder transmitirte la calma, física y moral, de la que disfruto; pero solo puedo enviarte mis impotentes buenos deseos». Y, ocho años más tarde, anuncia su muerte a sus amigos con este comentario:

Hans Reichhardt me ha dado tardía noticia de que mi amigo Westenholz se suicidó el 5 de agosto […]. Vivimos en una época trágica pasada de moda. Westenholz fue una persona inteligente y extraordinariamente bien formada, era omnívoro e incansable tras cualquier interés intelectual, pero toda su vida fue un neurasténico sin remedio y con problemas psicológicos, que se han convertido finalmente en una prolongada pesadilla. A mi edad, la muerte de los amigos no me impresiona mucho, hace tiempo que todos estaban muertos, socialmente, respecto a las cosas importantes; pero cerrar la vida es (como enseña Heidegger) redondearla, completarla; en cierto sentido, coloca la figura entera de un amigo más perfectamente ante uno de lo que su vida estuvo nunca cuando aún estaba sujeta a cambios 70.

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