Maria Albert Rodrigo - La cultura como trinchera

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A partir de la sociología cualitativa, esta obra aborda las políticas culturales del País Valenciano entre 1975 y 2013, analizando sus etapas históricas y la interacción entre los diversos niveles de la administración (autonómica, provincial, local), y entre estas y sus interlocutores sociales (tercer sector asociativo, industria cultural y ciudadanía en general). Tras trazar las coordenadas sociohistóricas de la política cultural valenciana, se estudian sus elementos estructurales básicos y se plantea la relevancia del conflicto identitario valenciano y su relación con la política lingüística. Así mismo, se analizan las relaciones entre las diversas administraciones, las líneas de fractura detectadas en la política cultural y la planificación es-tratégica y finalmente, se investiga el funcionamiento del tercer sector cultural (asociaciones, demandas ciudadanas y obra social).

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En un contexto en el que se produce la progresiva incorporación de la «cuestión cultural» a la agenda política, lo que significa que la cultura puede ser vista como una estrategia adecuada para promover el desarrollo de una comunidad, la política cultural deja de ser entendida como una simple intervención ornamental de la acción gubernamental o como respuesta para satisfacer requerimientos específicos de determinados grupos de creadores o demandantes de cultura, para convertirse en un elemento sustancial de la política pública. Ello implica la demanda de una planificación conjunta en diversos elementos de intervención, reconociéndose, en consecuencia, la multiplicidad de agentes implicados y la necesidad de unos procesos participados y transparentes, así como la coordinación de diversos gobiernos locales que comparten un mismo territorio. Concretamente, entre los objetivos últimos de la política cultural se destacan el fomento de la diversidad, el incremento de los bienes y servicios culturales, el fomento de la creación y la innovación creativa y la democratización del acceso a través de la ampliación de audiencia y participación. A estas cuestiones se uniría el reconocimiento de los bienes culturales y de la política cultural para promover riqueza y ocupación, generando a su vez mecanismos de evaluación del impacto cultural para considerar los cambios significativos que se produzcan en los territorios. Especialmente cuando, como hoy en día, la política cultural debe ser enmarcada dentro de un proceso globalizador que intensifica la desterritorialización cultural (Ortiz, 1997; García Canclini, 1999; Tomlinson, 2001), entendida como la influencia e impacto de los grandes flujos culturales transnacionales en los territorios e identidades históricamente conformados (Hernàndez, 2013).

El ámbito de la política cultural, surgido en el contexto del desarrollo maduro del Estado del Bienestar, no se remonta apenas más allá de los años sesenta. Desde su institucionalización, sin embargo, esta política pública ha experimentado en todas partes un proceso de rápida expansión: ha incrementado extraordinariamente sus presupuestos, se ha potenciado a todos los niveles territoriales, configurándose como un complejo sistema multinivel, y ha ampliado más y más sus ámbitos de intervención (de la cultura clásica a la cultura popular y a la industria cultural) y así como sus objetivos (desde la conservación y la difusión al fomento de la diversidad y a la regeneración o la promoción territorial). A lo largo de todo este proceso, la política cultural ha ido desplazando su centro de gravedad de la esfera nacional a la esfera local y regional. En este contexto, en el que su importancia se acrecienta especialmente, la política cultural adquiere al mismo tiempo una máxima complejidad, pues implica a los más diversos actores y opera conforme a las más diversas lógicas de acción. Surge en este caso una problemática de gobernanza cultural que se desarrolla en las coordenadas históricas de la modernidad avanzada.

Este patrón de desarrollo de la política cultural, que comporta su progresiva institucionalización, es común a todos los países occidentales desarrollados. En España, aunque con veinte años de retraso, el proceso ha seguido también la misma pauta. Lo ha hecho, eso sí, a un ritmo más acelerado que en otros países, debido al déficit del que se partía, y con una intensidad que puede calificarse de muy notable, lo que hay que achacar a la vocación culturalista del nuevo orden democrático. La nota más característica del desarrollo de la política cultural en España, no obstante, ha sido su gran diversidad , que remite a la nueva organización autonómica del Estado y a la pluralidad de desarrollos institucionales –incluso concurrentes– que ésta ha posibilitado en el ámbito cultural. Porque ocurre que el sistema de la política cultural en España tiene en el nivel autonómico su instancia de estructuración predominante, si bien los espacios de la política cultural autonómica se han configurado de manera muy dispar según los diferentes contextos y circunstancias. A resultas de todo ello, el sistema global de la política cultural en España se caracteriza por su especial complejidad y la descentralización administrativa , que ha posibilitado crecientes transferencias de competencias en materia cultural hacia las comunidades autónomas (desarrollo cultural autonómico), así como hacia las corporaciones de signo provincial y local (desarrollo cultural urbano). En todo caso, la institucionalización de la política cultural es un hecho, así como la proliferación de instancias, organismos e instituciones autodefinidas como específicamente culturales, que abarcan las más diversas vertientes de lo cultural (artes plásticas, artes escénicas, bibliotecas, archivos, patrimonio cultural, etc.). Dicha institucionalización ha implicado dotaciones presupuestarias más o menos estables, el desarrollo de plantillas laborales específicas y la puesta en marcha de organigramas culturales en cada uno de los niveles de la administración pública cultural. En relación con ello, la sociedad civil y las industrias culturales ha desarrollado estrategias para relacionarse con las instituciones públicas culturales, configurándose, así, un complejo campo que encuentra su acomodo en la denominada sociedad de la información, del conocimiento y de la creatividad (Castells, 1999).

En el contexto de la transición a la democracia en España hay que añadir otro rasgo que habría caracterizado la política cultural española, y que podemos caracterizar como la instrumentalización política de la cultura como elemento de control por parte de los partidos políticos encargados de gestionar los diversos gobiernos de la etapa democrática. Al respecto Guillem Martínez (2012) habla de la CT o «Cultura de la Transición» para referirse a los límites de la cultura española, unos límites estrechos, «en los que solo es posible escribir determinadas novelas, discursos, artículos, canciones, programas, películas, declaraciones, sin salirse de la página, o para ser interpretado con un borrón» (Martínez, 2012: 14). Según este autor, en un proceso de democratización inestable, en el que al parecer «primó como valor la estabilidad por encima de la democratización, las izquierdas aportaron su cuota de estabilidad, la desactivación de la cultura» (Martínez, 2012: 15). De este modo la cultura es puesta al servicio de la estabilidad política y la cohesión social, trabajando para el Estado. Se trataría de una «cultura vertical», desproblematizada y domesticada, plenamente funcional con la gestión de los grandes partidos en el poder durante los últimos treinta y cinco años, y con la cual se habría alineado masivamente la mayor parte de la clase intelectual y cultural de España. Ello habría producido un ambiente «culturalmente correcto», conciliador y ecuménico, bien lejos de toda actitud abiertamente crítica que potenciara el consenso y no el enfrentamiento (Echevarría, 2012). Un consenso que acabaría imponiendo los límites de lo posible, de manera que «la democracia-mercado es el único marco admisible de convivencia y organización de lo común, punto y final». De este modo se habría acabado consolidando una cultura consensual, desproblematizadora y despolitizadora, de modo que esta CT habría conseguido el monopolio «de las palabras, de los temas y de la memoria» (Fernández-Savater, 2012).

A todo ello debemos añadir la tendencia del clientelismo político , muy visible en el conjunto de la administración pública española, y muy especialmente en la cultural, consistente en el ejercicio del libre albedrío político para colocar en puestos clave a conocidos, amigos o individuos no necesariamente preparados para el cargo, promoviéndose así la docilidad política y la ausencia de críticas. Una administración clientelar que promovería la incompetencia, facilitaría la corrupción y fomentaría la mediocridad, el servilismo y la búsqueda constante del favor político, de modo que la política cultural quedaría sujeta a los vaivenes de las oscilaciones electorales, al cortoplacismo y al revanchismo de los diversos gobiernos, muy proclives a intentar borrar las huellas de la política cultural de un gobierno previo de distinto color político (Muñoz Molina, 2013).

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