También le merecen elogios el ímpetu del desarrollo demográfico de la joven ciudad y su factor humano. Jesús Martínez viene de una Valencia con un censo que rondaba en 1951 el medio millón de habitantes; pero Barranquilla, con apenas cien años de existencia en la misma fecha, ya tiene 300.000. La mayor parte de la población, volcada en la actividad económica proveniente del tráfico marítimo y fluvial caribeño, le parece de un «pacifismo natural» favorecido por el factor del mestizaje. 150Admira la gran urbanidad de los colombianos y su tolerante «comprensión por los credos e ideas de los demás aunque sean distintos del nuestro, pues en España siempre hemos sido en esto gente dura e inflexible. Todos con un poco de Torquemadas». 151Y, aunque no acaba de asimilar –herencia del legado de ética austera del anarquismo– la cierta relajación de sus costumbres (un hecho que subraya significativamente en alguna carta a su padre), testimonia un contexto favorable a la plena integración de quienes, como ellos, han emigrado en busca de mejor fortuna. Se jacta de vestir como los autóctonos «con su camisa bien limpia» y «mi sombrero de paja» y, como fervoroso filólogo, se deleita con el idioma de la gente, «una cosa preciosa por la suavidad y por tener expresiones típicas de gran fuerza expresiva, aparte de voces del castellano antiguo aquí conservadas». 152En efecto, Barranquilla era en ese momento la expresión de un espíritu cosmopolita provocado por las oleadas de inmigración que el comercio había posibilitado. Era también un puerto de paso hacia el interior del país que mostraba la movilidad social de grupos como los estadounidenses, asiáticos, sirio-libaneses, alemanes, italianos y españoles; si bien la colonia española era relativamente reducida, en torno a 400 personas. 153Con razón escribe a su hermano José que «esto es completamente aluviónico y hay gentes de todas las razas, de todos los colores y de todas las confesiones». 154
Bajo estas condiciones, Barranquilla, la próspera «Puerta de Oro» de Colombia que, con su movimiento portuario y trasiego incesante de gentes, iba a mantener su pujanza hasta la década de los setenta del siglo XX, parecía, en efecto, el lugar idóneo para que el todavía joven, tenaz y ambicioso trabajador Jesús Martínez lograra labrarse un sólido porvenir. Contaba con una experimentada capacitación, una gran facilidad de adaptación al mundo de los negocios y una voluntad férrea. A diferencia de las restricciones que ha vivido en España, capta de inmediato la facilidad de importación de mercancías y la amplitud de los márgenes comerciales, elementos en los que habría de basarse su futuro progreso en la ciudad. Y ello pese a que han llegado precisamente en el momento en el que el cenit del auge económico derivado de la Segunda Guerra Mundial comienza a declinar por la recuperación de los países europeos. Jesús Martínez percibe –y así lo comunica a algunos conocidos en sus cartas– que su llegada ha coincidido con cierta tensión política, con un alza de los precios y una bajada de las ventas. Pero viniendo de donde viene –la España deprimida del final de los años cuarenta– es un ambiente que, afirma, «me parece gloria». Y añade: «Todo el mundo espera que sople la brisa de nuevo, como dicen por aquí, y entonces parece que sopla para todos». 155
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