Walter Benjamin ya había notado esta porosidad de lo infantil frente a la diferenciación entre un mundo objetivo y uno subjetivo. Los niños, dice Benjamin, no se vinculan reflexivamente con el objeto sino que se limitan a ver y en este modo de mirar, quiebran la oposición entre la mirada y lo mirado. Mientras los adultos abstraen los colores de las formas de los objetos, los niños tienen la capacidad de ver los colores antes que las formas. Este modo de percepción hace que el niño no se oponga al objeto y que se sustraiga a la utilidad de la cosa para poder ver su aura y así lograr una experiencia absoluta42. El niño acepta ser mirado por las imágenes, por las cosas, por esos desechos con los que arma su juego. Frente al diagnóstico benjaminiano de la pérdida y el declive de la experiencia en la modernidad; frente a los ojos adultos que han perdido su capacidad de observar –algo que, según Didi Huberman, puede leerse en paralelo a la desaparición de las luciérnagas pasolinianas– la mirada infantil responde al rostro del mundo de los objetos:
Los niños tienden de modo muy particular a frecuentar cualquier sitio donde se trabaje a ojos vistas con las cosas. Se sienten irresistiblemente atraídos por los desechos provenientes de la construcción, jardinería, labores domésticas y de costura o carpintería. En los productos residuales reconocen que el rostro del mundo de los objetos les vuelve precisamente y solo, a ellos. Los utilizan no tanto para reproducir las obras de los adultos, como para relacionar entre sí, de manera nueva y caprichosa, materiales de muy diverso tipo, gracias a lo que con ellos elaboran en sus juegos. Los niños se construyen así su propio mundo [énfasis agregado] (Benjamin, 1987, p. 5).
El juego de los niños, en su interés por lo residual, implica un movimiento paralelo al del coleccionista –que hace montajes y produce nuevos sentidos– y al del historiador materialista –quien cepilla la historia a contrapelo para hacer hablar a los restos mudos y anónimos y dar vida a aquello que parecía ser inerte. Benjamin encuentra en esa porosidad infantil entre el mundo objetivo y el subjetivo una posibilidad para renovar el sentido del concepto de experiencia y para pensar el modo en el que los niños son constructores –arquitectos– de un mundo. Es en este sentido de renovación del sentido de la experiencia y de arquitectura de un mundo que quisiera entender el encuentro del niño del cuento con el pavo o con la luciérnaga. Una experiencia que lo transforma y que le permite salirse de sí mismo, atravesar sus propios bordes y establecer una porosidad con el afuera. Una experiencia que es entonces antropológica en el sentido en el que la toma Viveiros de Castro (2018) cuando dice que una verdadera antropología nos devuelve una imagen irreconocible de nosotros mismos y nos permite, no solo adquirir nuevos contenidos provenientes de la cultura “otra”, sino realizar una variación en la forma misma de imaginar43.
Es decir, la experiencia infantil pero también la del coleccionista –la de aquel que pone las imágenes y las palabras en otra constelación espacial y temporal para producir una nueva distribución de lo sensible– generan un cambio en la forma de imaginar que también transforma la definición de lo humano y del mundo. El pensamiento menor –el “pensamientito” del niño– contorsiona el lenguaje en un “transbordamento” de las palabras y del propio límite corporal para producir un contacto con el afuera y una imprecisión conceptual. Bascula entonces esa gran división moderna que iguala la especie humana con el hombre occidental y que deja del otro lado a toda posible alteridad: una sub-humanidad que se pierde en la selva oscura de la naturaleza en forma de árboles, indios, jaguares, pavos y luciérnagas; que se pierde allí donde la fantasía infantil va a su encuentro. Los futuros menores entonces buscan en esa selva oscura en la que las palabras y las imágenes dicen e imaginan el mundo de otra manera –con otra estructura, otra arquitectura– y en la que nos volvemos extraños para nosotros mismos. Escarban en el pozo del lenguaje cuando se vuelve un jeroglífico e ilumina su hechura material –su naturaleza impura y sobredeterminada– para cambiar la forma de imaginar. Los futuros menores, entonces, como aquello que nos permita imaginar maneras de complicar los bordes, de volver los límites difusos, de estirar los márgenes y construir otras arquitecturas del mundo.
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