Ali fabricava-se o grande chão do aeroporto (…). E como haviam cortado lá o mato? –a Tia perguntou. Mostraram-lhe a derrubadora (…) Queria ver? Indicou-se uma árvore: simples, sem nem notável aspecto, à orla da área matagal. O homenzinho tratorista tinha um toco de cigarro na boca. A coisa pôs-se em movimento. Reta, até que devagar. A árvore, de poucos galhos no alto, fresca de casca clara… e foi só o chofre: ruh… sobre o instante ela para lá se caiu, toda, toda. Trapeara tão bela. Sem nem se poder apanhar como os olhos o acertamento –o inaudito choque– o pulos da pancada. O menino fez ascas. Olhou o céu – atônito de azul. Ele tremia. A árvore, que morrera tanto (p. 10)35.
El niño asiste al espectáculo del cual se espera que sienta admiración, pero –en cambio– siente asco, una sensación digestiva y un tanto desajustada para la pena que se puede sentir al ver un árbol que se está derribando: la muerte del pavo y la destrucción del árbol/construcción de la ciudad se enlazan en un mismo sentimiento. Sin embargo, el cuento no acaba en el infierno –no ofrece un reverso metafísico de todo o nada– sino que hay una quinta y última parte cuando vuelve a la casa del tío y, al salir al jardín, algo sucede. El niño se encuentra nuevamente con un pavo y, a pesar de que por un instante lo confunde con el anterior, enseguida entiende que se trata de otro, menos lindo y espectacular que el primero. El momento de éxtasis ya no sucede como la primera vez y lo que en el cuento hasta ahora se presentaba como una oposición maniquea entre la maldad del mundo civilizado y tecnológico (o mundo maquinal) y el mundo natural, adquiere otra complejidad. El niño encuentra al nuevo pavo picoteando la cabeza del pavo muerto y descubre en su picotear una intención que deja de ser instintiva y, por lo tanto, puramente animal: el pavo actuaba movido por “un odio” –una pasión humana– que al niño lo confunde y que complica la distinción misma entre lo humano y lo animal. La naturaleza también esconde sus perversiones humanas. De igual modo, el escenario de los árboles que están por detrás ya no muestran sus colores brillantes, sino que se oscurecen: “A mata, as mais negras árvores, eram um montão demais; o mundo [énfasis agregado]” (p. 11)36.
Es decir, la naturaleza deja de ser ese sitio romántico y prístino de salvación y pasa a ser otra cosa, un sitio oscuro en el que el animal adquiere una pasión humana y que deja de ser selva para convertirse en “el mundo”, un sitio poroso entre lo humano y lo natural. Es allí que el cuento termina con un surgimiento inesperado, una nueva posibilidad dada por un margen de luz que no anula aquella oscuridad pero que tampoco es el blanco absoluto de la pura promesa utópica. Es algo que surge como un resto o como un margen de alegría: una luciérnaga.
Voaba, porém, a luzinha verde, vindo mesmo da mata, o primeiro vaga-lume. Sim, o vaga-lume, sim, era lindo! –tão pequenino, no ar, um instante só, alto, distante, indo-se. Era outra vez em quando, a Alegria. (p. 12)37.
Desde el avión y el vuelo utópico del comienzo, el cuento se dirige primero al no vuelo, a su revés: al horizonte plano, a la construcción del aeropuerto/destrucción de los árboles y muerte del pavo. Pero entre estas dos opciones de utopía y apocalipsis o de civilización versus naturaleza, el final del cuento implica una apertura a un mundo poroso de intersección y de transbordar los límites que definen la división entre lo natural y lo humano. Un mundo en el que existe un vuelo alternativo, más bajo e intermitente: el vuelo de una luciérnaga. Un vuelo que emula al vuelo del avión pero que en lugar de planear desde lo alto y en lugar de ser uno, vuela cerca de la tierra, casi en contacto con el suelo, de un modo intermitente y múltiple.
La dimensión antropológica del problema
En 1941 Pasolini (1983) le escribe una carta a su amigo Franco Farolfi en la que le cuenta que el encuentro que tuvo con un enjambre de luciérnagas luego de una noche de conversaciones sobre arte y poesía con un grupo de amigos, mientras deambulaban sin rumbo por las calles de Roma. Las luces intermitentes de las luciérnagas en una noche oscura incrementan su euforia y se vuelven metáfora del sentimiento de esa noche; metáfora de ciertos momentos fugaces de amistad, felicidad y deseo sexual ligado a un deseo artístico: las luciérnagas que, como los amigos, danzan en la noche y se iluminan con un deseo de formar una comunidad vital, fuera de las normas sociales. Sin embargo, ese momento dura poco y se interrumpe abruptamente cuando dos reflectores –la presencia de la ley– apagan las luces débiles de los insectos. Pasolini y sus amigos esperan el amanecer conversando, tirados en el pasto de una colina hasta que, cuando sale el sol, Pasolini baila en honor a los brillos fugaces de las luciérnagas; baila el baile de las luciérnagas. Es una imagen de amistad y de libertad, pero también es una imagen política, y Pasolini es explícito al respecto: es una apertura a una luz menor que se opone tanto a la luz encandilante de los reflectores y del espectáculo, como a los tiempos demasiado oscuros del terror fascista.
La imagen de Pasolini es fecunda, no se detiene en esa carta. En los años setenta la retoma cuando escribe un famoso artículo en donde denuncia una continuidad entre un fascismo fascista y un fascismo democrático y centra el pasaje entre uno y el otro en el motivo de la desaparición de las luciérnagas, en donde el consumo y la polución ecológica cumplen una función clave:
En los primeros años del sesenta, a causa del envenenamiento del aire y sobre todo, en el campo, a causa del envenenamiento del agua (los ríos azules y los arroyos transparentes) comenzaron a desaparecer las luciérnagas. El fenómeno ha sido fulminante y fulgurante. Después de pocos años las luciérnagas no existían más. “Son ahora un recuerdo, bastante desgarrador, del pasado: y un hombre anciano que tenga tal recuerdo, no puede reconocer en los nuevos jóvenes a sí mismo joven, y por lo tanto no puede tener los bellos sentimientos de antes”. Aquella “cosa” que sucedió hace una decena de años la llamaré por lo tanto “desaparición de las luciérnagas” (Pasolini, 1983).
Pasolini sentencia la muerte de las luciérnagas en un sentido concreto y real debido a la polución, pero también –en relación intrínseca con este motivo y en un plano más metafórico– debido a lo que él considera una forma cultural relacionada con el triunfo del consumo capitalista y del espectáculo. Las luces encandilantes no dejan espacio para los resplandores. Ya no hay sitio para las luces menores en las que encarna el deseo, la imaginación y el arte.
En Supervivencia de las luciérnagas, Georges Didi Huberman (2012) retoma la metáfora de Pasolini para referirse al estatus de la imagen en el mundo contemporáneo38. En esta metáfora se condensan una cantidad de sentidos, pero –como aclara Didi Huberman– es ante todo una imagen estética, política e histórica: un lugar en el que la política deja de ser discursiva para encarnar “en los cuerpos, en los gestos y en los deseos de cada uno” (p. 17).
Pero Pasolini inscribe esta desaparición de las luciérnagas dentro de una crisis de lo humano que para él no es simplemente una fase, sino un cambio radical en la naturaleza misma del poder y, por lo tanto, de lo político: “No estamos más como todos saben hoy, frente “tiempos nuevos”, sino a una nueva época de la historia humana”39. La desaparición de las luciérnagas es –como nos dice Didi Huberman– una imagen “poético-ecológica” (p. 20) a través de la cual se insiste en la dimensión antropológica del proceso político en cuestión: una crisis de los valores en la que el poder del consumo lleva a la desaparición de lo humano en el corazón de la sociedad. A partir de este punto la lectura de Didi Huberman difiere de la de Pasolini, pues considera que su mirada apocalíptica, sin fisuras y sin espacio para la resistencia, es maniquea y es no dejar la posibilidad de que las luciérnagas vuelvan a aparecer:
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