la mujer + dinero + ámbito público = prostitución
La cristiandad, en lo que a la mujer se refiere, recoge, amplía y transmite con fuerza de «verdad» lo que el Antiguo Testamento y los Libros Sagrados judíos ya habían sostenido. Las mujeres, por la palabra de Jehová, deben ser las siervas del hombre, ocupar un lugar de subordinación y ser pasibles de los castigos y usos que el hombre considere darles. Se lo estableció como dogma sin explicar los fundamentos de dicha consideración 17.
La cristiandad, continuadora legítima y heredera del judaísmo, le va a dar formas más definidas y acabadas. Es así como los prototipos de mujer que formaban parte de las nuevas enseñanzas iniciadas por Jesús y consolidadas por sus continuadores son fundamentalmente dos: virgen o prostituta.
La virgen, representada por María, es fundamentalmente madre, ser asexuado, núcleo de la familia y alejado del dinero. La prostituta, representada por Magdalena, es fundamentalmente sexuada, desarrolla una actividad en el ámbito público y se relaciona con el dinero.
María y Magdalena —virgen y prostituta— representan los dos lugares posibles para una mujer, lugares que, además, se presentan como antagónicos y a los que se les atribuye características específicas y valoraciones sociales muy definidas. Mientras el lugar de madre —con sus roles específicos— va a estar coronado con la aureola de la bondad, generosidad, altruismo y resignación, el lugar de prostituta va a soportar el estigma de un supuesto desafecto, interés, malignidad, etc. Un lugar va a ser enaltecido y el otro denigrado (a menos que se redima con el arrepentimiento que implica reconocer su «innegable» culpabilidad).
Uno va a ser el reservorio de las bondades divinas y el otro expresión de lo demoníaco.
Es así como el dinero, en relación a la mujer, está unido desde los albores de la historia a la prostitución y va a mantener, a través de los tiempos, un halo pecaminoso.
A partir de la revolución industrial, cuando la familia deja de ser una unidad de producción y se reafirma la división entre ámbito público y privado, se enfatizan también los roles y funciones masculinos y femeninos. El ámbito público aparece claramente asignado al hombre y el privado a la mujer. Según las vicisitudes económico-políticas, los distintos gobiernos usarán a las mujeres y usufructuarán de los réditos económicos de sus actividades (públicas como domésticas). Es así como en época de guerra, en que los hombres van al frente o cuando deben colonizar zonas inhóspitas y desconocidas, las mujeres son llamadas al trabajo fuera del hogar para «contribuir económicamente al desarrollo de la nación», recibiendo, a pesar de su dedicación esmerada, retribuciones menores de las que reciben los hombres en iguales circunstancias. En cambio, en épocas de recesión y crisis económica son impulsadas a volver a los hogares para «combatir la desafectivización y evitar la destrucción de la familia». En estas oportunidades se las aleja de los lugares de producción rentada para ofrecer esas vacantes a los hombres quienes, además, usufructúan los beneficios económicos del trabajo doméstico no remunerado 18.
Mientras tanto el siglo xx se caracteriza por un desarrollo tecnológico que requirió la formación especializada de gran parte de la población femenina. Al mismo tiempo, muchas mujeres, deseosas de un desarrollo personal que no se limitara a las satisfacciones hogareñas, han ganado la calle, accediendo al trabajo remunerado y al dinero.
Y volveremos al dinero, el famoso dinero; ese dinero que antes, en relación a la mujer, era solamente patrimonio de prostitutas.
Ahora las mujeres también ofrecen sus servicios en el ámbito público, servicios por los cuales reciben dinero. Son médicas, arquitectas, ingenieras, psicólogas, matemáticas, enfermeras, maestras, profesoras, comerciantes, empleadas, obreras, etc. Y a pesar de la preparación, experiencia y desempeño laboral sufren una serie de «contratiempos», difíciles de explicar, con el dinero.
Contratiempos de muy variado tipo (como se explicitan en detalle en el cap. III) se presentan en situaciones laborales, familiares, afectivas, sociales, comerciales, etc. Por ello vamos a intentar indagar sobre esas situaciones aparentemente inexplicables e incoherentes de muchas mujeres en relación al dinero. Y en este sentido incluimos aquí la hipótesis de la existencia de un fantasma: el fantasma de la prostitución.
Este fantasma es totalmente inconsciente. Ha sido alimentado durante siglos de discriminación, oscurantismo y terrorismo religioso. Sirve para perpetuar el poder de unos sobre otros, infiltrándose en las conciencias y en la estructura del psiquismo.
Dinero y sexo: una «transgresión fundamental» (pudor, vergüenza y culpa)
El fantasma de la prostitución está presente de manera encubierta en la vergüenza y la culpa que muchas mujeres sienten en sus prácticas con el dinero. Cuando prestamos atención al discurso de las mujeres y reflexionamos sobre lo que dicen, es sorprendente la abundancia de referencias que es posible encontrar en relación a la vergüenza que sienten cuando se descubren a sí mismas gozosas por ganar dinero y con deseos de ambición económica.
La vivencia de culpa también es harto frecuente y la encontramos preferentemente asociada con el hecho de trabajar fuera del hogar utilizando sus energías en el ámbito público en detrimento de la tarea hogareña.
Es frecuente encontrar entre las mujeres que se desempeñan en el ámbito público y que han tenido la fortuna de trabajar en algo que les gusta, la tendencia a ocultar y disimular su placer por trabajar fuera del hogar.
Los siguientes son comentarios textuales de mujeres que participaron en los grupos de reflexión:
«Yo podría trabajar medio día y sería suficiente, pero no trabajo sólo por el dinero, sino por el placer que me da trabajar… Pero me da vergüenza decirlo y entonces invento que es imprescindible mi aporte económico o genero necesidades para luego tener que cubrirlas… Eso no lo hago conscientemente, pero cuando me pongo a pensar me doy cuenta… Cuando no me da vergüenza, me da culpa, y entonces cuando vuelvo a casa me reviento haciendo cosas mientras mi marido lee el diario y los chicos juegan… Pero la verdad es que me divierto y disfruto con mi trabajo. Me excita y me mantiene en forma…»
«Yo de chica tenía una gran desvalorización del dinero. Mi padre era un bohemio que no le daba valor al dinero y las tres hijas somos no interesadas pero no nos gusta la miseria. Es difícil asumir que una quiere cosas que cuestan dinero y que gustan. Me da cierta vergüenza que esto se vea y que los demás se den cuenta».
Son casi interminables los relatos que es posible encontrar con sólo prestar atención a lo que generalmente no oímos: el discurso de las mujeres. Discurso que, previo prejuicio, es convertido en cháchara y no tomado en cuenta, o ignorado tanto por hombres como por las demás mujeres. Generalmente las palabras en boca de mujeres son consideradas como un simple ruido o como una transmisión intrascendente. El prejuicio sexista generalizado, inserto en el lenguaje y utilizado para avalar y perpetuar la discriminación, se hace presente con toda su magnitud cuando «todo el mundo» considera «obvio» que, por ejemplo, «palabra de hombre es firma de escribano» mientras que «quien prende la anguila por la cola y a la mujer por la palabra bien puede decir que no tiene nada» 19.
Y volviendo a la vergüenza por el placer que da el dinero y por el deseo de ambición económica debemos considerar que está ciertamente influenciado por una tradición cultural acerca de los roles sexuales en relación al dinero.
Decía Amelia: «En mi casa, cuando era chica, el mundo de la feminidad estaba reñido con ganar dinero.» Y Susana: «Mis padres le daban más dinero a mi hermano porque decían que era varón y debía pagarles a las chicas cuando salía. Era vergonzoso que no lo hiciera. Como lo era también que se dejara pagar por una chica.»
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