Martha Wandemberg I. - As de corazones rotos

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Las cuatro estaciones en la vida de una mujer; un recorrido alegre y melancólico que transita palmo a palmo por el sendero difícil y sufrido de una mujer de este y cualquier tiempo, dispuesta arriesgarlo todo a favor de lo que ama.
As de corazones rotos puede definirse como un libro que pone frente a frente aquellas cadenas que se rompen sin quebrarse; emociones tácitas, de filosofía armoniosa y simple; frases que traslucen mil sonidos y letras que invitan a ser cautelosos al meditar: ¿Quién no inundó de lágrimas la risa, al despedirse de lo que tanto amó, y en ademán de ninguna prisa, decir adiós sin guardar rencor?

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¿Corazón? ¿Para qué? Si desde lo profundo de esta gran nostalgia, ahí donde a hurtadillas se filtran los sonidos y se pierde el eco de una voz, resalta mi pesar, se ahondan mis ojeras, figuras fantasmales salen a escena abriendo un escenario donde aparezco huérfana de besos, desertora de auroras y de aquel cariño que naufragó en la mar; qué importa el final si las ansias dormidas no me habrán de desvelar; controvertida historia de desengaño, amor y hastío, pero piel rozagante y tersa de mujer de ese tiempo y este instante, que sostiene un puñal roto entre las manos, como breve primavera que se esfuma, dispuesta a colorear la última estepa, perpleja en la armonía de mi rostro ungido de invaluable fe, me queda todavía camino por recorrer.

No quise detenerme. Fue preciso seguir sin que importara la verdad desnuda que arrastra a millones de mujeres como yo. «¿Por qué?», me preguntaba en voz alta. Tenemos que castrar desde el más mínimo deseo, hasta descender lastimadas al infierno de los convencionalismos estériles y absurdos, jueces de corbatín que nos incitan a sortear la suerte y no atinar un as. Sugerencias sutiles de ser mujeres perfectas que no encierren dudas, ni un rojo deseo que vaya más allá del título honorífico que nos regalaron el día gris, aquel que en el abandono y por descuido se les escapara la única presea que nos deparó algún alivio al rescatar nuestro propio nombre, aquel que heredamos del orgullo de nuestro papá. ¡Qué inocentes, ¿verdad?!

En cambio, ¿por qué no sentirnos felices hasta sacar a pulso de la garganta dormida un sonoro grito de dignidad? Rompimiento dicen unos y fracaso claman otros. Los más entendidos sin pila ni agua sacramental lo bautizaron divorcio, término investido torpemente con el signo aparente de buena voluntad, sin que puedan reconocer que este pasaje de la vida tristemente es fresca rosa arrancada de su tallo por alguien que al azar e inoportuno deshojó sus pétalos sin mirar atrás, sembrando en el jardín solo silencios de esquivas palabras no vertidas, que van rasgando el alba y en vez de redimir la confianza, la ponen en gran riesgo sin cuidado, nos regalan en un chasquear de dedos demasiados años. Sería más simple renunciar y no sentir la piel dispuesta y pura, sumirnos en el eclipse del deseo y quizás morir en libertad.

Desvirtuando nuestra imagen al mirarnos en el espejo, pregunto: ¿quién sabría regalar una fuerza superior, que se torne miope a los errores y nos despierte a los aciertos, desaparecer al ayer mágicamente a semejanza inédita de bruma, que se pierde tras el brillo de la aurora, sin que vuelva insistente y seductora en nuevo amanecer, nos aproxime al fuego en coqueteo fino y nos invite a buscar lo ya perdido? «Vamos, vamos», repetía el eco de mi voz. «Despierta, la lucha ya se inicia y tus días habrán de tornarse transparentes, pues tres grandes amores ya te aguardan de pie, recorriendo las cortinas para mirar inocentes a través del cristal, esperando un agitar de manos y un extender de brazos cariñosos y maternos, sugerencia perfecta de aquella cita a la cual sin falta acudiré. Campana que repicas y elevas a sonido el anuncio del encuentro espiritual, me traes de tan lejos y en tu cuerpo de bronce, forjado a fuego lento, me despiertas en consigna ante aquellos que amo de verdad».

Despejé, por fin, de la expresión cansada las dudas que enmarcaron en gotas de lloro mis pestañas, para hablar casi en magistral susurro: «Inventaré un cerco de azucenas de paciencia y alegrías. Habré de regalarles día a día el secreto infranqueable del amor inmenso. Seré, sí que seré», repitió mi voz profunda, «su más confiable fortaleza». Por ellos pondré en los labios sonrisas y en las palabras los versos; en el jardín de sus almas una siembra de flores talladas en colores discretos, vestidas de fragancia a semejanza de sus rostros infantiles y bellos.

Será el momento cumbre. Musitaba como un niño travieso que acaricia la dulce complicidad de un juego, mientras que el diario batallar liberaba en algo la inquietud constante, disipando en mi quebranto los deseos, sin dejar de atraparme lentamente, era el único bálsamo que frío resbalaba por mi cuerpo, como vino añejo que embriagaba al cansancio, invitándome a cerrar los ojos y en caricia clandestina que excita lo intrínseco del ser que se extravía, encontrar la señal inconfundible, cuatro letras que comprometían la vida y su propio riesgo sin siquiera parpadear, simplemente la sublime realidad de ser mamá.

Cómo no asimilar que ellos fueron y son mis mejores amigos, solidarios confidentes, si aún creo divisar en el pasado cómo corrían por las tardes tras sus juegos, sin ofrecer resistencia al milagro de la vida en su esencia. Reconocí entonces en su pureza la savia del árbol que ha de dar sus frutos, para permitirme recoger en sus cristalinas lágrimas el olor a lluvia tierna hasta volverme gigante, inquebrantable y buena, pues no habría nada ni nadie en este mundo que pudiera lastimarlos.

Apostados en mi vida los recuerdos, paladean gustosos el tiempo mágico de los hijos; travesuras en pinceladas de luz y de nostalgias, tristezas y alegrías en derroche, pues en cada uno de sus logros, recibí una medalla. Jamás imaginé la fuerza y el poder de ese amor que de ellos emanaba. Pequeños alquimistas, sabios magos infantiles, trazaron el camino sin saberlo, armaban mi valor tan solo al verlos, me volvía loca de amor al encontrarlos. Anhelante, esperaba poder recibir su dulce abrazo cuando ellos festejaban mi llegada. Oh, Dios cuánto los amé y los amo. Tú mejor que nadie lo sabías. Debía devolverles el hogar que habíamos extraviado, secreto compromiso sin palabras; retornar al viento la cometa de sus sueños, mientras juraba celosa un pacto de amor indeleble, que reinventara de pronto a una mujer dispuesta a luchar y a prender la lámpara que ilumine el sendero.

II. Retando al miedo

Quién pudiera compartir la expresión cálida de mis ojos y advertir que hojeando las páginas secretas de cada vivencia me concentro y entretengo. Embelesa al infinito horizonte su cielo quieto; extiendo las manos queriendo tocarlo, para hacerlo un poco mío, como amante de verano que deambula por la arena sin dejar de voltear su vista hacia arriba para acariciar con su mirada el azul del cielo.

Así de cautelosa estoy, mirando cómo estos recuerdos en letargo se disipan y desperezan cual del invierno la primavera, para nunca más sentir que he perdido, si fui capaz de amar y ser, si conocí la verdad o la mentira, fieles cómplices de aquella piel y de todo lo celestial que heredaron, lo asombroso y bello, profundo, intangible y misterioso, y aquel orgulloso placer de entrega que me diera la suerte y bendición de haber prestado mi entraña amiga para sacar a la luz preciados tesoros. Por ellos, no dejaré que tambalee el despegue limpio de mi nave humana, si ungida de emociones puedo ahora recurrir a esta visión tangible y transparente, fruto de amor que esboza con pincel de fino trazo la pureza en el rostro de los hijos; si en aquel irrepetible ayer compartí sus juegos y a hurtadillas de la absurda madurez que siempre reclama, decidí por fin tomar los puntos equidistantes del ser que me rodeaba, hasta rendirme en el placentero gozo de ser madre y ser mujer, rindiendo tributo a la premura, soltar mi cabello largo y negro, como manto de la noche, inédito, aproximarme en puntillas a la misma ruleta del destino, para sacar el último as bajo la manga y apostarle a la vida una nueva jugada.

Qué poco duró ese milagro, qué ráfaga de luz fue la alegría, qué inmensa ansiedad me sorprendió. Menos fuerte que ayer e indefensa, bosquejé la figura ya perdida, conquisté la idea de salir corriendo, huir de esa loca fantasía, no detener mi paso, aunque cayera, gritar en campo abierto las quimeras, invocar a los sentidos y que estos permitan sentir sobre mi cuerpo poesía y vestirme de tul con agua fresca.

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