Martha Wandemberg I. - As de corazones rotos

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Las cuatro estaciones en la vida de una mujer; un recorrido alegre y melancólico que transita palmo a palmo por el sendero difícil y sufrido de una mujer de este y cualquier tiempo, dispuesta arriesgarlo todo a favor de lo que ama.
As de corazones rotos puede definirse como un libro que pone frente a frente aquellas cadenas que se rompen sin quebrarse; emociones tácitas, de filosofía armoniosa y simple; frases que traslucen mil sonidos y letras que invitan a ser cautelosos al meditar: ¿Quién no inundó de lágrimas la risa, al despedirse de lo que tanto amó, y en ademán de ninguna prisa, decir adiós sin guardar rencor?

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I. El adiós

Verano del ochenta y dos. La prisa se escondía como un pajarillo en el invierno. No había mucho en qué pensar, el aire traía olor a miedo. Apenas me encontraba sola y sin rumbo, como quien pierde el camino ya trazado; había caído la noche y un algo indefinido giró en mi interior sombrío, lo cautivo en el alma dolía intensamente. Atrás quedaron los pasos grabados en la calle misma del olvido y desamor, austera avenida de lo desconocido y gris, como licor que embriaga creyendo darle paso a la confianza, paliativo pasajero, que no logra rescatarnos, pues tan solo entorpece los sentidos.

Retomar el pulso y asumir que esperaban tres vidas pequeñas sin su papá demandó algo más que aliento al respirar, pues hundirse en un sollozo no era justo, apenas vibraban los recuerdos de mil momentos que pasamos juntos construyendo sueños. Su ausencia apenas comenzaba, y al mirar el rincón vacío, sentí un terror que me caló los huesos. Así desfiló la madrugada eterna y asfixiante, para darle paso al día, y qué lenta vino la tarde y qué interminable se tornó la nueva noche. Deseaba dormitar sin llegar a fundirme en la oscura somnolencia de aquello que pasó a ser tan cierto: soledad. ¡Cuánto abandono y soledad!

Busqué en el calendario una fecha que hablara de un abril mágico y puro; recogí la nostalgia en mi pañuelo y eché a andar, decidida a vencer al demonio que apretaba mi garganta, frustración inmersa en la careta de la propia vida, de esta que estaba lastimada por la burda sorpresa. Y aun al quebrar entre mis manos el cristal de ese sabor amargo a hiel y miedo, no logré dejar de sentir cómo la sangre tibia, al alojarse en mi epidermis, me impulsaba a vivir y a entender. Había mil razones para volver a empezar.

El aparente dominio paseaba su temor alrededor de la astuta cobardía. ¡Juventud!, espacio inédito donde todo debe comenzar y, a pesar de ello, se cerraba el telón ante una audiencia que simula aplaudir en frenesí inexistente, de mascarada elegante, concebida y repasada; vestida como solemne auditorio de luces fulgurantes y pisos de charol, donde todos se levantan del sillón, aprobando con su aplauso lo que era lastimero, pues no hay público en el mundo que no se deleite con ojos húmedos, cuando observa de cerca y expectante al más grande actor que es el dolor.

Absorta y siendo parte de la dura realidad, caí sin remedio en la trama del profundo sortilegio de recuerdos, de fugaces instantes que quedaron estáticos, a la par que un llamado leve me apartó suavemente de ese ayer y aquel instante, deshojando en el sonido de voces cantarinas la palabra «mamá». Me estremezco y suspiro. Eran tan pequeños e indefensos como mi propio yo en tempestad, pues celosa guardaba la sensación de ser niña y refugiarme en los juguetes; crear en fantasía uno y mil cuentos de varitas mágicas y hadas buenas, sin tener que convocar a la débil voluntad; solo dejarme llevar de la mano camino dentro de la febril fábula y sonreír; jugar a que perdía sin ganar, o que gané al perder sin darme cuenta, debiendo asestar un duro golpe a la tristeza; inventar algo que les devolviera el valor; mostrarme convincente ante sus miradas limpias y expectantes; detener con hábil rumbo de manos maternales su inquietud latente y la pregunta que temí verla llegar: ¿dónde está papá?

La claridad de sus pupilas dibujaba los rasgos inconfundibles de aquellos ojos que amé. La expresión de sus rostros sintetiza lo vivido, se atreve a perpetuar aquellos gestos, los mismos que me llevaron en torrente sanguíneo hasta un nombre y un destino; inocentes párvulos, no sabían lo que cuesta sentir en carne viva lo lejano, palpando en torpe asilo el claro vértice de la burda traición y del olvido.

¿Olvidar? ¿Debo olvidar? Sí, no me perderé en la locura y la inconsciencia. Le faltaré al respeto a este fracaso, pues solo necesito recuperar el sentido en otro bendito segundo, para desdoblar mi percepción de madre y afianzar sus manos pequeñitas hasta el punto cumbre de caminar seguros en el justo espacio que nos ofrezca el razonar, que ese era el gran momento de apostar a ganar. La parodia de nuestra nueva vida comenzaba. Entonces me vestí de fiesta, como la mejor actriz, que arregla su peinado y se mira en el espejo, recoge el pliegue de su falda y adorna su cintura con éxito, serena, firme, presente. Mientras sentía el corazón partido en mil pedazos y las lágrimas inundaban mis mejillas vistiendo al sentimiento de mujer, comprendí que debía memorizar el papel más importante y difícil de representar, aunque en este, simplemente, se tratara de VIVIR.

Miré de reojo mis heridas, con malestar por verlas aún frescas, a la par que mi cuerpo frágil anunció una tormenta. Resisto todo lo que puedo, vacilo, tiemblo y caigo, pues la decisión de salir, triunfar y vivir era un espasmo pasajero de una valentía que no existe. Al mirar por el cristal de la ventana, la calle se mostraba indefensa y quieta, mendiga reclinada en la vereda soportando frío y soledad, porque ningún paso se aproximaba para regalar en ruido generoso de algún caminar desconocido, un aliento de vida donde se pudiera percibir cierta compañía.

Me alejé del ventanal empañado por la bruma, llevé las manos a mi pecho dormido en ademán protector, mas apenas decidía nada, nada era la mejor respuesta. ¿Por qué comprometer a la esperanza? Total, el mundo me esperaba a tono de cita informal. Reaccioné y empuñé el arma del valor tan invocado, miré de frente poniéndome de pie ante la angustia, le reté cuidando del mínimo detalle de mi pena, observando en magistral silencio a los niños que duermen con expresión de ángeles guardianes y risueños. Cómo ansiaba que su mundo fuera el mío, ser yo la que descanse sin temer que me despierte el viento; ser la que pedía que mi madre me acariciara el pelo, ser quien empezaba en foja cero. La realidad era distinta y ahí estaba sin hablar, jadeante en la certeza de que, frente al destino, nadie lograba escapar.

Otro amanecer distante y confuso desplegó sus alas. Mis párpados en vago ejercicio obligaban a los ojos a mantener firme la mirada ante un mundo que tomaba forma de fantasma y pesadilla, cual verdugo cortándome las venas. Los amigos comunes, qué ironía, los de la tertulia y el vino, las sonoras carcajadas y los sueños a volar ya no estaban, se habían retirado sin palabras; sacudí con rabia la impotencia, ya no me importan. Mi tarea era urgente: debía encontrar nuevas salidas al tentador laberinto de retos que imprimió la huella indeleble de ese adiós, lazo que anuda la garganta sin dejarnos respirar, para luego soltar la presión imaginaria de unas manos que olvidaron la alianza y promesa jurada ante el altar, dejándonos solas, sin siquiera pestañear.

Pared de hielo la ausencia, vacío que desconcierta, armónico conjunto que nunca desentona al ritmo de un amor trunco y estéril, rama seca que al viento nadie la va a rescatar. ¡Hoy!, ya sin nosotros, semilla que celosa cuidé con esmero y no logró germinar, pues la pisada mortal de aquel silencio la humilló hasta hacerla marchitar. ¿Qué pasó? ¿En qué extraña dimensión desconocida extravió mi huella tu camino? ¿Por qué se me negó el dulce abrigo, convirtiendo mi noche en pesadilla si deliro presa de la palabra olvido, mientras vehemente remuerdo y mancillo las palabras que no salen de mi boca? Ellas me transportan hasta la fría quimera que cruzó el umbral, pues ahí, en el filo mismo quejumbroso de un rincón, ese amor primero me golpeó las sienes, doblegó mis ansias y en el hondo abismo de mi eterna entrega laceró mi piel.

Y aunque hoy te extrañe más sin que todavía te cubra el manto del olvido, o quizás porque hace frío y el cielo ha oscurecido anunciando tempestad, al igual que mi razón, quimérica mensajera que denuncia soledad, busco ayuda en la propia lluvia que ya esgrime sus gotas de cristal, confundiéndose en mi rostro sin que pueda evitar el no tener nada más que contarle a mi tristeza. Mas no intentes retroceder el tiempo y arroja de una vez al vacío tu pretensión de hombre, que ciego no vislumbró la última brisa de septiembre donde fue inútil el anhelo de rescatar lo perdido y volver a empezar. Recuesta tu sueño en la almohada invisible del deseo y evita pronunciar mi nombre.

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