Ruinas de Quilmes. Notas personales. Aparte van los informes de trabajo. Compruebo que he alcanzado una aceptable ductilidad para reconocer la antigüedad de las piedras. No puedo ocultar mi orgullo y entusiasmo. No estaba dispuesta a reemplazar la cercanía y el roce con mis dedos para reconocer el trabajo del viento, las lluvias, la nieve o el polvo sobre su tiempo de origen. Me decidí por viajar. Muchas son las advertencias que me hicieron en Buenos Aires en las oficinas de turismo: sitios preservados, contratar con anticipación guías especializadas, que no me dejarían pasar, que tuviera cuidado, etcétera. Sobre todo, me advirtieron sobre el rechazo contra los irrespetuosos de sus tradiciones (o sea…, alguien como yo, supongo). Pero la gente de la hostería, de los comercios y de lugares para comer, los artesanos, los tejedores de tapices, las tejedoras de randas son amables, serviciales, aunque denotan un orgullo mal disimulado por la historia de los Quilmes. Así y todo, algunos, con la cabeza gacha, niegan conocer la resistencia de aquel pueblo, como si aún temieran la presencia del enemigo. Hay mucha mezcla de rasgos entre los comerciantes. Pero los descendientes de los aborígenes primitivos están por todas partes. Hay muchos niños con sus caritas risueñas y morenas y sus miradas suspicaces por las plazas y las calles. Así que me parecieron temores absurdos, sobre todo cuando he tomado la precaución de venir entre semana. Por suerte, otros que han viajado antes que yo me han advertido que los guardias viajan a los pueblos más fértiles, más abajo de las laderas, por trabajos de cultivo o tala de árboles. Algunos hasta me mostraron unas piedras grabadas, artefactos y objetos varios que han logrado llevarse. Ya he trabajado varias horas y me satisface el resultado. Han cesado los golpes rítmicos en la madera lejana. Creo percibir cierto sigilo entre las sombras de la tarde en las serranías y también ecos en idioma desconocido para mí se trasladan entre las montañas: son voces de mujeres que parecen comunicarse entre sí. Conozco algunas frases del quichua, pero no suenan igual. Estas palabras suenan armoniosas y dulces. Tal vez sean vocablos en cacan. Leí que la tonada de los tucumanos proviene de la armonía del cacan primigenio.
Disfruto estas soledades. Encuentro lo que íntimamente he deseado siempre: ser una tabla lisa donde todo debía inscribirse. Así había deseado vivir. Ningún sonido humano. Ningún sentimiento. Ninguna palabra que decir. He logrado escapar de ese tumultuoso mundo en la niñez y en la adolescencia cuando todos me requerían; y yo, siempre en falta; reprimendas, quehaceres. La soledad y el televisor, las hamburguesas y las papas fritas me habían criado durante horas en días y años inacabables. Tiempo interrumpido por la aparición diaria de quienes impartían instrucciones. Insufribles rendiciones de cuenta. Dejaban caer sobre una mesa los individuales, los cubiertos, el pan, el jugo. Bolsas de plástico dentro de otras bolsas. “Apagá ese televisor, contestá cuando te saludo.” Esas voces… altisonantes… grabadas para siempre. Ahora, al fin, me siento liberada. Rodeada de piedras silenciosas. Extraña soledad, raro el silencio. Esta inmensidad me impulsa a hablar de estas cuestiones… nunca se las confesé a nadie. Claro que este nuevo trabajo, justo cuando debiera descansar… me impide distraerme. Pero un buen informe y en el menor tiempo posible me reportará una interesante cantidad de dinero para subsistir unos meses en mi departamento de Buenos Aires o, tal vez, viajar a España. Al final, tanto buscar por mis ancestros en España los he hallado. Son buenas esas reuniones anuales. Ni en el más fantasioso de mis pensamientos imaginé encontrarme con ellos. Los descendientes… Son buenas las historias, las aventuras que se cuentan de los conquistadores. Cada uno muestra sus cartas antiguas o reliquias heredadas de aquellas épocas. Comentan que algunos de ellos coleccionan, pero muestran vestigios comprados a contrabandistas. Se ufanan como si fueran heredados. ¡Cada personaje!
En Buenos Aires transcribiré estas grabaciones, aunque nadie leerá mis notas personales. Estas solo me servirán en la vejez quizás… “Petróloga”, al fin he conseguido la especialización tan anhelada. Gracias al silencio de las bibliotecas. Y ahora, solo rocas, piedras y lajas. Escasas palabras. Para relatos prefiero las aventuras de los conquistadores contadas por los descendientes. Algunos me han invitado a sus partidos políticos. No me atrevo a tanto… reivindicar la victoria sobre estos pueblos y ufanarse de sus territorios… ya me parece demasiado.
Bajo este manto de estrellas hasta los sueños repetidos me vuelven. Supongo que habrá gente que estudia los sueños y sus cambios, así como yo las piedras. ¿Cambian nuestros sueños? ¿O es el mismo sueño que nuestra sangre transmite durante las centurias? Sueños camuflados, nuevos métodos, nuevas armas.
Un puente larguísimo. Camino sobre él. A mis espaldas, un enorme vacío del que me alejo apresurando el paso. Al frente, entre brumas, una costa de playas; más alejadas, dos torres muy altas a los lados de una entrada imponente, y a continuación de cada una de ellas, las murallas medievales; después, caminos ondulantes, y más allá, como una sombra, un bosque de pinos. Debajo, el mar como una enorme tela de bambula se mece casi sereno… y desde los ventanucos elevados de las torres, como fantasmas, surgen las palabras inscritas en cintas: negras, blancas. A veces solo letras continuadas, como trozos de abecedario. Se mecen ondulantes, como si esperaran mi llegada. El viento juega con ellas y las entrecruza. Los techos despiden un reflejo extraño, semejante al de las aguas del mar que se hace espeso, como sangre. Como si porciones del mismo mar de sangre se hubiesen trasladado a lo alto, se derraman por las paredes y humedecen las cintas de palabras. Aunque una vaga advertencia me hace retroceder, no me atrevo a girar hacia el abismo que me acecha. El sol, veloz, desaparece. Levanto la mirada y el cielo negro y lejano parece expulsarme. Cuando mi mirada encuentra el mar, ya mi cuerpo la acompaña. El golpe contra el agua me sobresalta y necesito aire con desesperación.
Este sueño, con torres y murallas, más propio de España. ¿Un revestimiento del sueño? ¿Será mío este sueño o viene con mi sangre por los siglos heredado? Son las nueve de la noche, ya grabé bastante. Hora de dormir. Amaneceré en el propio lugar de trabajo, todo un privilegio. Así, avanzaré más rápido. Este es un trabajo menor, así que mañana terminaré y regresaré a Buenos Aires. Al menos no me registré en un hospedaje con mi nombre, datos y demás. En unas semanas más, viajaré a Perú o Bolivia, donde están esas piedras enormes, los monolitos incomprensibles que otros pueblos antiguos trabajaron. A estas ruinas, igual que a La Ciudacita, el último bastión inca en suelo tucumano, ya se las ha saqueado bastante. Solo queda su historia y el orgullo latente…, pero no es lo que a mí me interesa.
Ahora que escuché su voz, sus recuerdos íntimos, sus sueños, su pensamiento, siento como si la conociera. Y aunque me aflige la suerte que haya corrido, me intriga su nombre.
He vuelto al lugar desde donde partió la camioneta. El camino reluce de arenas brillantes, las imagino hijas diminutas de muros remotos. La vista alrededor es impresionante. Siempre me ocurre. Me quedo alelado. Es inmenso, bello e imponente con gran cantidad de serranías y cadenas montañosas más altas cada vez que alejo la mirada. Pero me invade una rara inquietud. Es probable que yo mismo, en este momento, sea observado desde alguna cumbre cercana, desde algún mirador secreto, algún punto de observación de los antiguos. Con seguridad sus descendientes aún protegen sus vestigios, o sueños, junto a la historia que guardan estos muros. Tienen sus propias leyes, sus consejos de ancianos, su justicia ancestral.
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