Alba Vera Figueroa - El crepitar de la memoria

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Con título renovado y la misma hondura que el paso del tiempo ha reafirmado en sus textos, llega este libro que recibió el Premio Nacional Iniciación en Narrativa, Imaginación en prosa, en concurso no comercial de la Secretaría de Cultura de la Nación (bienio 1996-1998). Puede leerse como una muestra organizada de géneros narrativos: cuentos para la memoria, cuentos fantásticos, prosa poética, y relación entre sueño y teatro, tal como la recreó J. L. Borges. O abordarlo en un recorrido por épocas decisivas de la Argentina proyectadas desde Tucumán, enlazadas a Buenos Aires por el ir y venir de algunos personajes.
La memoria repica desde la montaña ancestral hacia pueblos fabriles, a centros de estudiantes, a ciudades disímiles acopladas por la luminosa nostalgia. Juego de narradores, coro de voces, formas sutiles desde diversas perspectivas para permitir que amor, compromiso y salvaguarda de la vida enfrenten a los actos propios en una revisión histórica que solo posibilita la distancia. Mirada contemporánea y atravesada por la iluminación de los detalles desde la emotividad, interpela a lectoras y lectores en sus búsquedas y experiencias individuales.

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Constantemente apunta los datos de sus observaciones, de sus mediciones. También fotografía de cerca algunas piedras. Sí, es evidente que se trata de una especialista. Pero me llama la atención cierta desaprensión… Se sienta sobre las lajas y extrae algo… ¿un grabador? Si enfoco mejor… Sí, es negro y tiene unas líneas grises brillantes como pegatinas. Ella habla… qué casualidad… graba, igual que yo ahora. Es que resulta muy cómodo retener las impresiones inmediatas y luego, si uno quisiera, llevarlas al papel. A mí me ha quedado la costumbre de mi padre, de sus notas grabadas cada vez que llegaban algunas aves sueltas, primerizas o bandadas. Las avistaba , así decía. Pero con las que realmente se maravillaba era con las aves de las yungas, esas franjas fértiles, verdaderos edenes de la cadena calchaquí. Días después de su partida final, de su fallecimiento, entré al estudio de mi padre. Guardaba centenas de fotografías ordenadas y catalogadas, entre ellas, la de los chalchaleros de pecho rojizo y los colibríes, o aves del paraíso, como los llaman…

Vuelvo de una breve caminata, de respirar este aire tan puro por la zona cercana. Veo que la chica hurga otra vez en la mochila y extrae un paquete de comida que devora con avidez, ahora está en cuclillas mientras busca otro lugar apropiado para sentarse.

La luz va desapareciendo, pero el haz de su linterna la reemplaza con torpeza, lo que parece no importarle. Cuando el cansancio sobreviene se frota los ojos y busca su reloj; yo la imito: ocho de la noche.

Mira alrededor. El paisaje es agreste, piedras grandes y lajas; mira el cielo y yo mecánicamente copio su movimiento: está salpicado de multitud de estrellas el cielo. Es incomparable, estoy extasiado, no tengo palabras para describir tal hermosura. A tal punto es imponente e inabarcable que solo se me ocurre pensar en el temblor de un dulce encuentro con una dimensión que escapa a mi entendimiento. Debe de haber otra palabra para este espacio. Cielo ya no es apropiado. Lo hemos contaminado en las ciudades, lo hemos abrumado con nuestras luces, con nuestros ruidos. Ahora, ella ha dado algunos pasos, se sienta sobre una roca enorme y luego deja caer el cuerpo acostándose, sin abandonar el alimento que traga al parecer sin saborear. De la mochila, que a estas alturas ya me parece mágica, obtiene más cosas: esta vez, un envase de jugo de frutas.

Ninguna emoción parece dominarla, sus movimientos son mecánicos y eficaces, al parecer su estado físico es excelente. Vuelve la imagen: aguilucha colorada. Acerca su grabador. Habla y habla y habla. Ahora, si la viera mi padre, diría: es un ave bullanguera .

Yo también hablo y hablo ante este aparato como si le contara a él lo que estoy viendo, extraño su compañía. Ha pasado bastante tiempo antes de que ella abandonara el grabador y esta vez su mochila le proporciona un pequeño envoltorio que en un instante se transforma en una bolsa de dormir, en apariencia cálida. Me sorprende esta decisión, no parece temerle a nada. Yo, que suelo pasar en estos refugios al menos una noche, sé de las tinieblas y sus ruidos: gruñidos de animales, chillidos de pájaros extraños, algunas voces ebrias entonando penas de amor o lamentos perdidos que acerca el eco. Ella seguramente cuenta con que ningún lugareño se atrevería a profanar el silencio de sus muertos. De alguna manera, yo también lo pienso porque, aunque no piso sobre las zonas delimitadas, estoy muy cerca. Ahora, bajo cielo abierto, sin mediar grandes preparativos ha entrado en la bolsa y minutos después parece dormir con placidez; seguramente se interna en otro espacio al que solo ella tendrá acceso, sin posibilidad alguna de permisos para extraños. El sueño sería entonces zona protegida, un recorrido de enigmas a descifrar. Se me ocurre pensar que mi entrada a estos pueblos derrotados me ha ido enfrentando a los vestigios reales de sus sueños. He supuesto que cumplir o no cumplir un sueño dependía de cada uno, pero no había advertido que un sueño, o el propósito de muchos, puede ser truncado o destruido por otros. Las imágenes a las que la televisión nos acostumbró: invasiones extranjeras; sus bombas sobre viviendas, calles, puentes, edificios destruidos nunca me llevaron a pensar en el sueño de quienes los construyeron, en las ilusiones de sus hombres, mujeres y niños. Tantos sueños destruidos…

Apenas despierto enciendo el grabador, como mi padre mientras repetía “las aves tienen sus horarios fijos”. Durante toda la noche me he mantenido en cierta expectativa y entresueño, he dormido por momentos, atento a lo que pudiera pasarle a la que ya llamo la intrusa . La intrusa sobre vestigios de un sueño colectivo , se me completa la frase como dictada desde una semiinconsciencia.

Ya amanece… las estrellas en lo alto son apenas motitas en una tela que empieza a desteñir. Algo ocurre en este momento junto a la chica. Hay un movimiento extraño. Muy cerca, casi al alcance de su rostro que supongo adormilado, ella está enfrentándose a las figuras de dos hombres corpulentos. Son lugareños con ropas de trabajo que, a la distancia y con poca luz, aparecen como delineados con lápiz y pintados con tinta oscura. Supongo que están recriminándole su falta de respeto y llamándola al orden que ha transgredido. Pero uno de ellos ha levantado la mochila y el otro la tironea de un brazo instándola a levantarse, mientras arrastra su bolsa de dormir. Así, con rudeza, la obligan a caminar hacia un vehículo grande, una camioneta tal vez. Estoy impresionado, no sé qué debo hacer, medio desvelado, medio dormido.

He llegado a mi habitación, en la hostería, y aunque quisiera dejar constancia sobre el hecho solo puedo imaginar el resto. Así, supongo que por su aturdimiento, la chica no alcanzaba a entender las murmuraciones cuando la subieron a la caja trasera de la camioneta y segundos después el vehículo derrapó sobre el camino a juzgar por la polvareda que dejaba. Supongo que ella, azorada, apenas habrá alcanzado a adivinar el correr del camino que iba dejando el vehículo mientras escuchaba el contraste rasposo de las ruedas contra el ripio. No sabría tampoco hacia dónde se dirigían ni habrá comprendido el lenguaje nativo en el que le hablaban. Habrá levantado o girado la cabeza. Y habrá mirado hacia las ruinas. Trato de imaginármela.

Después de que la camioneta partió bajé de inmediato. He desayunado algo rápido para reponerme y luego he ido avisando a algunos empleados de la hostería, a los tejedores, a propietarios de comercios pequeños sobre lo ocurrido. Más tarde y durante un par de horas caminé por las calles del pueblo, mientras observaba a las mujeres para ver si la reconocía. He preguntado en las hosterías, pero hasta ahora nada. No me atrevo a entrar a la comisaría del pueblo pues no quisiera delatarme sobre lo que he visto, ya que tendría que explicar también mis motivos para acampar allí a pesar de que yo estaba registrado para dormir en la hostería. Solo ahí, a la intemperie, me siento cercano a mi padre… pero quién me creería…

Daré otra vuelta antes de comer. Me doy cuenta de que se las cuento al grabador como si se las contara a mi padre. Supongo que en algunos años me acostumbraré a su ausencia.

He regresado y traigo el grabador de la chica. ¡Es increíble! Después de comer, en la placita, he visto a unos niños muy juntos manipulando algo, me acerqué a ellos y vi que tenían en sus manos el grabador con pegatinas. Les pregunté dónde lo habían encontrado, se asustaron e intentaron correr, les ofrecí comprárselo mostrándoles algunos billetes chicos. Me los arrancaron de las manos y, a cambio, dejaron en el suelo el aparato y escaparon.

Escucharé ahora, y cuando llegue a Catamarca, a Santa María, transcribiré la grabación. Tal vez la necesite escrita. Es una voz fresca y decidida y su tono es propio de Buenos Aires.

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