El primer apartado estaba dedicado al análisis del concordato de 1933 y allí se señalaba la responsabilidad del gobierno alemán por su incumplimiento. Denunciaba que se había desfigurado, eludido, desvirtuado y violado arbitrariamente el pacto acordado. Además se acusaba al nazismo de tener una aversión profunda contra Cristo y su Iglesia, a la que pretendía aniquilar. Luego trataba el tema principal de tensión entre el catolicismo romano con el nazismo: la prohibición del derecho de brindar educación confesional a sus fieles. Se lo consideraba parte de un ataque contra la Iglesia. Aunque en el concordato de 1933 figuraba la autorización para ofrecer instrucción religiosa a sus miembros, el gobierno nazi prohibía ese derecho y perseguía, como se ha visto, a la educación católica. El documento papal aseveraba que la Iglesia seguiría reclamando para que se hiciera efectiva esa facultad. Durante otros tramos de la encíclica, el papa recordó la doctrina católica sobre el derecho esencial de los padres de brindarles educación a sus hijos. Y calificó de “inmorales” a las leyes, como las del sistema nazi, que lo entorpecían. A la escuela oficial del régimen le reprochaba su sistemática y rencorosa acción en contra de la religión católica. Se mostró solidario con los fieles católicos de Alemania que sufrían, estaban angustiados y eran perseguidos.
En el apartado dedicado a la “Genuina fe en Dios” se encontraban las más fuertes condenas doctrinarias al nazismo, por sus errores filosóficos contrarios al catolicismo. Se lo acusaba de panteísta y pagano. Ante ello, instaba a cuidar que la fe en Dios permaneciera pura e íntegra en Alemania, toda vez que no podía tenerse por creyente en Dios al que emplease retóricamente su nombre, sino solo al que poseyera una correcta concepción de Dios. Alertaba que el nazismo tenía una noción equivocada de Dios, en cuanto caía en el panteísmo y en el paganismo:
Quien, con indeterminación panteísta, identifica a Dios con el universo, materializando a Dios en el mundo o deificando al mundo en Dios, no pertenece a los verdaderos creyentes. Ni es tal quien, siguiendo una pretendida concepción precristiana del antiguo germanismo, pone en lugar del Dios personal el hado sombrío e impersonal […] Semejante hombre no puede pretender ser contado entre los verdaderos creyentes.
En el mismo sentido, reprobaba la idolátrica divinización de la raza, el pueblo y el Estado que promovía la ideología nazi:
Si la raza o el pueblo, si el Estado o una forma determinada del mismo, si los representantes del poder estatal u otros elementos fundamentales de la sociedad humana tienen en el orden natural un puesto esencial y digno de respeto; con todo, quien los arranca de esta escala de valores terrenales y elevándolos a suprema norma de todo, aun de los valores religiosos, y, divinizándolos con culto idolátrico, pervierte y falsifica el orden creado e impuesto por Dios, está lejos de la verdadera fe y de una concepción de la vida conforme a ella.
Debido a que el nazismo –al que Pío XI calificaba de “provocador neopaganismo”– 14abusaba del nombre de Dios, siguió profundizando Su sentido verdadero.
La errada noción nazi postulaba el nombre de Dios –trascendente y cuyos mandamientos son de validez universal, para todos los pueblos y todas las lenguas– como una “etiqueta vacía de sentido” y para una finalidad simplemente humana y reducida en tiempo y espacio, es decir, solo destinada a una sola nación o raza:
Solamente espíritus superficiales pueden caer en el error de hablar de un Dios nacional, de una religión nacional, y emprender la loca tarea de aprisionar en los límites de un pueblo solo, en la estrechez de una sola raza, a Dios, Creador del mundo, rey y legislador de los pueblos, ante cuya grandeza las naciones son pequeñas como gotas en una jofaina de agua.
Al asunto de la “Genuina fe en Dios” Pío XI lo complementó con la “Genuina fe en Jesucristo”, que es negada por el nazismo.
En la encíclica se recordó la importancia de los libros santos del Antiguo Testamento y su sabiduría, y amonestó con dureza a los que pretendían quitarles su importante valor:
Solo la ceguera y tozudez pueden hacer cerrar los ojos ante los tesoros de saludables enseñanzas encerrados en el Antiguo Testamento. Por eso, el que pretende desterrar de la Iglesia y de la escuela la historia bíblica y las sabias enseñanzas del Antiguo Testamento blasfema la palabra de Dios, blasfema el plan de la salvación […] niega la fe en Jesucristo.
No escapaba al papa que esos ataques al Antiguo Testamento encerraban un profundo antisemitismo que era harto evidente en la práctica y en la acción del Tercer Reich. La encíclica condenaba rotundamente el racismo nazi. Llamaba “charlatanes modernos” a los que difundían “revelaciones” arbitrarias –que negaban la Revelación cristiana– derivadas “del llamado mito de la sangre y de la raza”. En el párrafo dedicado a la “Genuina fe en la Iglesia” se hablaba de un mundo “profundamente enfermo” y se advertía sobre el temor a que sobreviniera una enorme catástrofe. El papa denunciaba que el régimen incitaba –prometiendo ventajas económicas, profesionales, civiles– a los católicos para que abandonaran la Iglesia. Ante esta situación, el documento recordaba que la Iglesia debía ser sostenida y defendida, incluso en medio de las presiones, las intimidaciones y la encendida violencia ejercida contra los católicos por parte de las autoridades alemanas. Tan dramática era la situación que vivían los católicos en la Alemania nazi que en el documento papal se llegaba a plantear la opción heroica del martirio:
Nos, paternalmente conmovidos, sentimos y sufrimos profundamente con ellos, que han pagado a tan caro precio su adhesión a Cristo y a la Iglesia; pero se ha llegado ya a tal punto que está en juego el fin último y más alto, la salvación o condenación, y en este caso, como único camino de salvación para el creyente, queda la senda de un generoso heroísmo. Cuando el tentador o el opresor se le acerque con las traidoras insinuaciones de que salga de la Iglesia, entonces no habrá más remedio que oponerle, aun al precio de los más graves sacrificios terrenos, la palabra del Salvador: “Apártate de mí, Satanás, porque está escrito: al Señor tu Dios adorarás y a Él solo servirás”.
A continuación, en el apartado titulado “Genuina fe en el Primado” se destacaba la conducción del papa en la Iglesia para contraponerla a la apostasía promovida por el régimen nazi que buscaba resquebrajar y disgregar a la Iglesia universal a través de una artificiosa iglesia local:
Si personas que ni siquiera os están unidas en la fe de Cristo os embaucan y lisonjean con el fantasma de “una iglesia nacional alemana”, sabed que esto no es otra cosa que renegar de la única Iglesia de Cristo, una apostasía manifiesta del mandato de Cristo de evangelizar a todo el mundo, lo que solo puede llevar a la práctica una Iglesia universal.
Seguidamente, se denunció la extensa adulteración de las nociones y los términos sagrados que efectuó el régimen alemán. El nazismo vació de contenido genuino a diferentes conceptos religiosos y los aplicó a significados profanos. Por ejemplo, hablaba de “revelaciones” provenientes de un pueblo o una raza determinada, que diferían notablemente de la Revelación cristiana:
Revelación, en sentido cristiano, significa la palabra de Dios a los hombres. Usar este término para indicar sugestiones que provienen de la sangre y de la raza; irradiaciones de la historia de un pueblo, es en todo caso causa de desorientaciones. Tales monedas falsas no merecen pasar al tesoro lingüístico de un fiel cristiano.
La exaltación patriotera del nazismo –no exenta de xenofobia– deificaba el destino del pueblo ario alemán. En el documento se apuntaba contra la confusión de llamar “fe” a la confianza en el porvenir del propio pueblo, y declamar la “inmortalidad” de la supervivencia colectiva de ese mismo pueblo. El papa indicaba que de ese modo se pervertían y falsificaban nociones medulares del cristianismo. Esa alocada deificación de una nación determinada era una adulteración profunda de términos sagrados. Hasta se llegaba, señala el sumo pontífice, a tergiversar la noción cristiana de “Gracia”. Pío XI rechazaba esta situación:
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