La conclusión, o primera derivada de la ecuación anterior, señalaba que en ese momento, en ese espacio virtual, pero también real e histórico, se producirían con más facilidad disturbios sociales o revoluciones sociales. Muchos otros autores, como Charles Tilly, han tratado de complejizar más este fenómeno y sobre todo quitarle su carácter fuertemente psicologista. Por ejemplo, va a depender ese gap intolerable de la memoria colectiva (Hallwachs) de esa sociedad, como lo analizamos en el capítulo segundo de este libro; del peso que ha tenido el desarrollo anterior ( path dependency ); de la existencia o no de actores sociales y políticos constituidos, como ya lo analizaba Trotsky al evaluar la revolución de 1905 (en su obra 1905: Resultados y perspectivas ); de las ideologías y fortalezas de los movimientos sociales (Touraine), en fin, una multiplicidad de hechos que han analizado las ciencias sociales.
Esta teoría tiene cierta base empírica o por lo menos así se lo ha pretendido. Hay estudios que han mostrado que los procesos revolucionarios, tanto en la historia larga de la modernidad como en América Latina, no se han producido en períodos de depresión económica, sino por el contrario en momentos de auge y crecimiento. En esos períodos se produce una mayor confianza en la acción pública. Comparaciones entre altas tasas de ocupación y acciones colectivas son reales. Los trabajadores tienen más confianza en que no perderán sus trabajos. En cambio la situación contraria es muy común: altas tasas de desocupación inhiben la acción colectiva.
La segunda derivada, que es más compleja, señala que en muchos de estos casos las explosiones sociales comparten, por un lado, el objetivo de obtener el logro de esas expectativas insatisfechas y, por otro lado, la conciencia de que para hacerlo se debe cambiar el conjunto de la ecuación. En particular cuando se percibe que la curva del crecimiento económico nunca logrará alcanzar o a lo menos ponerse en paralelo con la de las expectativas. El gap intolerable es por lo tanto la fuente subjetiva de las propuestas radicales de cambios estructurales. Es lo que se afirma normalmente. Con este modelo económico no se llega a ninguna parte… esto es, no se pueden satisfacer las expectativas creadas por el propio crecimiento económico. En este punto no estamos diciendo nada demasiado diferente de lo que Carlos Marx avizoró para el capitalismo: la contradicción entre el desarrollo de las fuerzas productivas —el crecimiento económico— y las relaciones de producción —la situación de empobrecimiento de las clases sociales, la ausencia de participación en los beneficios de las personas y grupos en una sociedad— provocaría las condiciones revolucionarias y la caída del capitalismo.
Y la tercera derivada, mucho más discutible, pero interesante y determinante en los estudios sobre el cambio social, desde la Revolución Francesa hasta hoy, es que este fenómeno explicaría por qué los procesos revolucionarios, al no poder satisfacer las altas expectativas, rápidamente pasan de una primavera en la que “florecen mil flores” a un período marcado por la necesidad de autoridad de modo de contener la situación imaginaria alcanzada. Habría que agregar que las grandes revoluciones triunfantes no ven otra alternativa que “suprimir” a las clases poderosas y “pudientes” de modo de alcanzar masivamente las expectativas acumuladas. Desde la Gran Revolución, como dice Kropojkin, el “terror” es una variable determinante. Agregaría, respetuosamente, así también la “restauración”.
Claro que hay una cuarta derivada. La represión y la depresión social. Si el crecimiento económico comienza a descender en forma relativa, también en forma semejante lo puede hacer la curva de las expectativas crecientes. Es la “privación relativa” de Davies. Esto es, la aceptación del no cumplimiento de las expectativas. Es lo que hay , se diría en nuestra jerga. Muchas veces, o casi todas, esa moderación en las expectativas es “a punta de palos”, y algo más que palos como lo sufrimos los chilenos de los setenta, cuando evidentemente se había producido una enorme revolución de las expectativas políticas y sociales de enormes sectores de este país. Así como estos momentos son de tipo revolucionarios, o con posibilidades de cambios, son también los típicos momentos represivos contrarrevolucionarios en que el sistema produce, a través de la fuerza, el ajuste entre expectativas y posibilidades de su logro en el marco estrecho e inmodificado anterior. Restauración es el nombre de estos procesos.
Chile inició un crecimiento económico sostenido (ni sostenible ni sustentable) el año 1997/8. Habían dado resultado, a su manera, los ajustes de todo tipo y el capitalismo criollo iniciaba una nueva fase de acumulación, en este caso despiadada y salvaje. Se constituyó en la sociedad chilena una cultura consistente en considerar que las modernizaciones valían por sí mismas, sin preguntarse cuál sería el sentido de las mismas. La modernización compulsiva tuvo con el cambio de gobierno desde la dictadura a la democracia una función profunda: ensamblar lo ocurrido en los casi veinte años anteriores de dictadura; lo que iba a ocurrir en los veinte años futuros de la Concertación de Partidos por la Democracia. Fue el horizonte político-cultural del país: Chile llegará a ser un país moderno y desarrollado en el 2000, luego en el 2010, ahora en el 2020, se dijo y se dice. Tranquilos, trabajen y esperen, ¡ya viene!, ya se vislumbra, nos dijeron y nos dicen. El horizonte, esa fina línea imaginaria que siempre se mueve más allá, como decía con tanta gracia en sus cuentos José Miguel Varas, y que nunca se podrá atrapar.
El consumo, como bien señaló Tomás Moulian, y la educación fueron los dos ejes del cambio cultural. Consumir aparatos y productos de la modernidad: dejar los “porotos con riendas” de la pobreza y pasar al pollo con papas fritas o a la “pizza de la modernidad” acelerada urbana, y luego al “suchi” que nutre de expectativas de globalización y sofisticación. Dejar el aislamiento de las comunidades encerradas y comunicarse primero por teléfonos celulares y luego por los mil medios digitales actuales. Adaptar el imaginario a las nuevas baratijas de la modernidad. Eso para quienes vivimos el instante. Y para los hijos, la promesa de una movilidad social ascendente a través de la educación, vista esta como instrumento de satisfacción de las expectativas crecientes desplegadas.
Ambos procesos conllevan una trampa. El consumo compulsivo comienza siendo un espejismo de libertad y termina en una realidad brutal de esclavitud. El pago permanente de las tarjetas de crédito es el ejemplo máximo y socorrido. Pero al mismo tiempo que muchos estratos se incorporan a esos consumos modernos, los de estratos superiores se “distinguen” consumiendo cada vez más productos, más caros y de mayor sofisticación. Como en la línea del horizonte, siempre se arrancan.
Y en la educación ocurre algo similar. La apertura masiva, sin duda de carácter democrático, de acceso amplio a la educación superior, por ejemplo, se ve atormentada por barreras extraeducacionales. Redes de clase, modos de ser y hacer, aspectos formales ligados al sexo, fenotipo o etnicidad. Cuando mi hijo llegue a ser médico… piensa una madre… pero no sabe que en ese momento la línea imaginaria del horizonte se habrá desplazado y el joven médico sin redes de clase deberá contentarse con el trabajo en un consultorio periférico. No hay nada peor que las políticas de igualitarismo supuesto, como la educación universal, en una comunidad fragmentada como la chilena, en que las barreras sociales quitan con una mano lo que la educación supuestamente da con la otra.
Читать дальше