Raúl Alonso Alemany - Los días ciegos

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Cuando David viaja a Moscú para pedirle a Masha que se quede el resto de la vida con él, no sabe qué implicará que le digan que no. Porque en ocasiones somos muy conscientes de las consecuencias que tienen nuestras acciones, pero no tenemos ni idea de los efectos que las acciones de los demás tendrán sobre nosotros. En su periplo por los días ciegos, arrastrado por la inercia y la trampa de la literatura y el amor no correspondido, por las mentiras que nos contamos a nosotros mismos, David se verá en los ojos vidriosos de una prostituta ucraniana con más dignidad que dinero, temblará de frío en un aeropuerto ruso o recibirá la incómoda visita de un amigo muerto. Gracias a la red de recuerdos y emociones formada por las historias que se van entremezclando en la novela, el protagonista entenderá que no todo tiene un final y que la mayoría de nuestros actos carecen de sentido. Los días ciegos es una elegía a la juventud perdida, una canción de amor y periferia que el lector escuchará como propia, pero sobre todo es una intuición: la intuición de que existe poco más allá de la historia que hemos vivido, y que esa historia —y las palabras que le dan forma— es lo único que nos queda. Con un estilo fluido y un lenguaje literario propio, el autor esboza un texto repleto de ironía en el que intenta poner orden y sentido a un mundo que puede que no lo tenga. Pero, como intuye el protagonista de la novela, no queda otra. Porque el infierno o el cielo no son cosas que serán.

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O puede que fuera cosa mía. Tal vez hubiera desarrollado una especie de anticuerpo para ese tipo de situaciones después de la noche de Sheremetievo. O quizá mi anatomía hubiera quedado inutilizada para interpretar la felicidad después de aquel puñetazo sobre el vientre de una mujer embarazada.

Hay gente que es alérgica al polen, al polvo o a la penicilina, y puede que yo lo fuera a la palabra «fiesta». Nadie se metería con un alérgico a la penicilina, pero ser alérgico a la fiesta era un estigma social. Por eso me sentí mal y empecé a dar palmas desde una esquina del vagón, para participar en la fiesta del mundo.

Uno de los chicos del pelo cortado al cepillo se acercó de nuevo a la chica que bailaba. La música, las palmas, la excitación. Empezó a moverse alrededor de la muchacha con un ritmo de barra de discoteca, tentativo, pero sin acercarse demasiado al centro de la pista.

La gente que subió al vagón en la siguiente parada se encontró con aquel espectáculo festivo y se fue sumando con palmas y movimientos asertivos de la cabeza: primero, sorprendidos; luego, gratamente admitidos en aquella fiesta improvisada.

Mientras tanto, el chico del pelo al cepillo ya había dejado su cubata imaginario encima de la barra y se había ido animando para darlo todo en el centro de la pista. Tenía los ojos rojos y una sonrisilla en el rostro. Igual que su alter ego, que seguía la escena desde otro rincón: la misma sonrisilla, los mismos ojos rojos.

Y entonces fue cuando la fiesta se salió de madre.

El bailarín, como en un acto tribal de iniciación, le tocó el culo a la chica: sin rodeos. Le dejó las manos en el trasero unos cuantos segundos, satisfecho por haber comenzado aquel extravagante rito de apareamiento.

El volumen enlatado de la música hizo que casi nadie oyera la voz que salió desde otro punto del vagón. El eco de la fiesta se había ido propagando por el tren como una ola en un campo de fútbol. Comprobé la hora y los nuevos mensajes en mi teléfono móvil. Volvía a ser de madrugada y a estar rodeado de gente que no conocía, y como en Sheremetievo volví a no encontrar la respuesta que deseaba.

—¿Qué estás haciendo?

—Y a ti qué te importa —dijo el chico del cepillo.

—¿Qué estás haciendo? —repitió Menelik desde la otra esquina del vagón.

—Y a ti qué te importa.

—A mí me importa lo que importa.

—Y yo hago lo que yo hago.

Todavía se oían los ecos de las palmas desperdigadas por otras partes del tren, pero el silencio que había entre una frase y otra lo puso todo patas arriba: un duelo al sol en un vagón de metro de la periferia. No podía ser más cutre.

—Apártate de la chica.

—Por que tú lo digas.

—¿Qué te parece? Dice que por que yo lo diga —respondió Menelik mirando a su lado derecho, a un lugar que quedaba ciego desde mi posición.

Se oyeron unas risotadas, como de gigantes escondidos en una cueva oscura o de gente apostada bajo una escalera de incendios en una calle de Chicago.

—¿No te parece gracioso?

—Sí, gracioso —dijo una de las voces ciegas.

Apenas se oían los ecos de las palmas festivas. El tren se había detenido en el túnel poco antes de llegar a la siguiente parada; sin venir a cuento ni que hubiera una razón técnica para ello; tal vez fuera una estrategia de los empleados del metro para quejarse de sus malas condiciones laborales.

—Tú te callas —dijo el chico del cepillo.

—Ja, ja, ja. ¿Qué te parece? Ahora da órdenes. No solo es un tipo gracioso, también es chulo.

El amigo invisible de Menelik se rio, al tiempo que el espejo del chico del cepillo salía de su esquina.

El tren reanudó su marcha en silencio.

—¿Tienes algún problema?

—¿Y tú de dónde salir?

—He salido de donde me sale de los huevos.

—Habla bien, niño.

—¿Que hable bien? Cállate, negro.

En ese momento, diría que un signo de admiración recorrió el vagón: ojos como platos, gente que se aparta discretamente ante lo que está a punto de suceder y sonrisas que desaparecen a la velocidad de la luz. Pero sé que no es así. Sé que eso era yo, que estoy enfermo de literatura y cuentos chinos.

La chica que bailaba se había apartado del centro de la escena discretamente. Toda fiesta tiene su punto de violencia, y esta ocasión no iba a ser menos. Es otra de las cosas que diferencia la fiesta de la mera alegría: la fiesta siempre promete estallar en mil pedazos en cualquier momento. Es la servidumbre que hay que pagar por las prisas y el cartón piedra, todo se deshace más fácilmente.

Un tipo con zapatos rojos y calcetines a juego con su corbata grababa la escena con su móvil. Movió el cuello para que crujiera, primero a la derecha, luego a la izquierda, mientras cerraba los ojos. Su cámara siguió apuntando al objetivo.

—¡Tú eres racista, hijo puta! —gritó Menelik.

—Vete a la mierda, puto negro.

El hombre que ocultaba su voz debajo de la escalera de incendios salió de su escondite de peli americana y se puso al lado de Menelik.

El tipo del cepillo se colocó a la derecha de su gemelo.

—Déjalo, Men —rogó la chica que bailaba.

—Siéntate ahí —le soltó Menelik.

—Puto negro machista —le respondió Pelo Cepillo.

Su alter ego sonrió y miró fijamente al amigo de Menelik: dos contra dos.

—¿Y tú qué miras?

—Poca cosa.

—He preguntado: ¿qué miras?

—Y yo te he dicho: poca cosa.

Cada vez había menos gente a su alrededor. Entre los dos bandos, había surgido una tierra de nadie. Un espacio pegajoso con rastros de confeti. En el instante en que uno de los contendientes lo pisara, se iniciaría la batalla. Ese era el episodio violento del que hablaría el periódico al día siguiente como una de las pocas cosas que hubo que lamentar en una noche de fiesta y buenos propósitos.

Incluso los codiciados asientos habían quedado vacíos a su alrededor. Solo los que estábamos atrapados entre un lado y otro en el vagón seguíamos allí, como extras de aquel West Side Story de pacotilla: el tipo que grababa, la chica que se hacía fotos poniendo morritos, su novio y yo.

—No tener permiso para tocar a chica —dijo el amigo de Menelik.

—¿Y quién me tiene que dar permiso para qué?

—¿Eh?

—Eso.

En realidad, puede que todo pasara mucho más deprisa de como lo estoy contando, pero así he decidido recordarlo.

—Puto negro.

—Puto fascista.

—¿A que te meto una hostia y te envío a tu país, puto negro?

—¿A que meto yo a ti, puto cabrón? Tú no tener huevos.

En ese momento, Menelik nos miró a Luis y a mí. Una vez más, supe que nuestro señor Jesucristo, cuyo nacimiento era el eje teórico de aquella celebración, no me había llamado por los caminos de la valentía y del conflicto. Menelik me guiñó un ojo, por el altavoz se anunció la próxima parada y tuve la sensación de que lo peor que me iba a pasar aquella noche no era eso.

Los actores principales dieron un paso adelante y se pusieron cara a cara, ya delante de nosotros, que estábamos a un lado, apoyados contra la puerta del vagón: la chica de los morritos, su novio, el cámara y yo, que un mes después seguía enamorado de Masha de la peor forma posible. Ahora que ya no sabía nada de ella, me estaba enamorando hasta el tuétano de alguien que no iba a sufrir el desgaste de lo cotidiano.

Los cuatro hombres continuaron frente a frente hasta que Menelik empujó en el pecho a uno de los chicos cepillo y el compañero de este hizo lo mismo con el hombre salido de debajo de la escalera de incendios; mientras se insultaban y daban saltitos, el tren volvió a detenerse, aunque esta vez no lo hizo en mitad de un túnel, sino en una estación donde había cientos de personas apelotonadas, vestidas con la imposible elegancia de la Nochevieja. Cuando vieron a aquellos cuatro hombres peleándose, nadie se atrevió a subir al vagón.

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