Raúl Alonso Alemany - Los días ciegos

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Cuando David viaja a Moscú para pedirle a Masha que se quede el resto de la vida con él, no sabe qué implicará que le digan que no. Porque en ocasiones somos muy conscientes de las consecuencias que tienen nuestras acciones, pero no tenemos ni idea de los efectos que las acciones de los demás tendrán sobre nosotros. En su periplo por los días ciegos, arrastrado por la inercia y la trampa de la literatura y el amor no correspondido, por las mentiras que nos contamos a nosotros mismos, David se verá en los ojos vidriosos de una prostituta ucraniana con más dignidad que dinero, temblará de frío en un aeropuerto ruso o recibirá la incómoda visita de un amigo muerto. Gracias a la red de recuerdos y emociones formada por las historias que se van entremezclando en la novela, el protagonista entenderá que no todo tiene un final y que la mayoría de nuestros actos carecen de sentido. Los días ciegos es una elegía a la juventud perdida, una canción de amor y periferia que el lector escuchará como propia, pero sobre todo es una intuición: la intuición de que existe poco más allá de la historia que hemos vivido, y que esa historia —y las palabras que le dan forma— es lo único que nos queda. Con un estilo fluido y un lenguaje literario propio, el autor esboza un texto repleto de ironía en el que intenta poner orden y sentido a un mundo que puede que no lo tenga. Pero, como intuye el protagonista de la novela, no queda otra. Porque el infierno o el cielo no son cosas que serán.

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Esparcí las cosas allí mismo: ropa sucia metida en una bolsa de un supermercado; un neceser de color verde que había comprado en un chino por cincuenta céntimos, ya con la cremallera rota; dos libros que apenas había leído en aquellos días: Una novela rusa, de Emmanuel Carrère, y La historia del amor, de Nicole Krauss; una máquina de afeitar y unas zapatillas de deporte que no había usado; un jersey gordo de color azul que me había comprado para la ocasión; dos camisetas térmicas que desprendían un desagradable olor a colonia y sudor; calcetines, muchos calcetines, gordos, porque yo siempre tengo frío en los pies.

Todas las cosas necesarias para sobrevivir a una historia de amor no correspondido y al frío de Moscú, a una línea desdibujada y a la nieve. Y por fin, debajo de toda mi vida desparramada, el cargador del móvil: blanco, largo y ligeramente pelado en el punto de unión con la clavija.

Miré a mi alrededor para comprobar si la gente seguía pendiente de mí, pero ya solo me observaba una niña japonesa con los ojos bien abiertos, como un dibujo animado. Apoyaba la cabeza en el hombro de su madre y me sonreía. A ella no se le olvidaba que yo era un hombre raro. O puede que para ella aquello no fuera más que un juego; por eso, en cuanto volví a meter apresuradamente mis cosas en la maleta (cuatro minutos para que empezara a embarcar la gente en el avión de vuelta a Barcelona), la niña dobló el labio inferior hacia abajo en busca del temblor y del llanto.

Me la quedé mirando durante unos segundos, suplicándole su complicidad y silencio, para que no me delatara, como un preso huido que busca la ayuda de un guardia novato. Pero no funcionó: la cría se echó a llorar.

Así pues, el día en que le pedí a la mujer a la que amaba que pasara el resto de su vida conmigo, hice llorar a una niña japonesa. Me consolé con la idea de que tal vez dentro de muchos años vería imágenes de un programa de televisión japonés en el que los concursantes deberían tomar un avión rumbo a un destino desconocido, pero antes de hacerlo tendrían que superar una serie de pruebas, una de las cuales sería deshacer las maletas y encontrar un cable blanco ligeramente pelado que les serviría para mandar un mensaje de amor que ni un artificiero. Quizá mi desorden sería el germen que pondría orden en la mente en crisis de esa niña convertida en creadora de concursos televisivos japoneses veinte o treinta años más tarde.

Había perdido otro minuto más por culpa de aquella cría y por pensar esa idiotez. Que la niña llorara, qué más daba. Quien bien te quiere te hará llorar. Además, por lo que yo sabía, eso era básicamente lo que hacían los niños: llorar, hacérselo encima y reír sin sentido. Como cuando todo acaba. La rueda de la vida, de la infancia a la vejez. Pensé en mi padre, en mí mismo convirtiéndome en él.

Busqué un enchufe debajo de los asientos, entre los pies de varios pasajeros que me miraron con desconfianza. Tres minutos para entrar por aquel tubo gris camino del avión y no había dónde enchufar el teléfono y poder mandar mi mensaje redentor. La llave de la felicidad en una oración principal precedida de una subordinada. Pero no había enchufe a la vista. Y, por muy talentosa que fuera mi frase, sin corriente eléctrica no me serviría de nada.

Seguía teniendo una fe inquebrantable en las palabras, pero carecía de energía.

Cogí la maleta por el asa corta y busqué un enchufe debajo de otros bancos, pero los arquitectos rusos no habían previsto que un español enamorado tuviera que mandar un mensaje de vital importancia justo antes de tomar un avión poco después de quedarse sin batería.

Vi a una mujer rubia de espaldas anchas y ropa de vivos colores caminar por un pasillo poco iluminado y con baldosas amarillentas. Llevaba un neceser en la mano. Sonreí: seguro que en el lavabo encontraría un enchufe para desactivar la bomba.

Una cola de mujeres aguardaba su turno, mientras los hombres iban pasando al servicio de caballeros como si tal cosa. Empujé la puerta del lavabo con cierta aprensión, intentando no tocar el pomo, donde imaginé campando a sus anchas a un sinfín de bacterias procedentes de cualquier lugar del mundo: microbios rusos, chinos, españoles, franceses, coreanos, italianos, colombianos… Un montón de palabras, acentos y orina que, a la que te descuidaras, te podría inocular un virus que te hiciera olvidar hasta el color de los zapatos que llevabas puestos.

Al entrar me quedé quieto al lado de la puerta. Miré la zona de los lavamanos. Solo vi un enchufe y no estaba disponible. Lo ocupaba un hombre de rasgos asiáticos que apuraba con su máquina de afeitar una barba invisible. Ese ruido de la maquinilla me taladró el cerebro de inmediato, igual que la mirada complaciente del hombre contra el espejo. Su paz me pareció falsa. La odié al instante porque impedía que yo le diera orden a mi caos, que eligiera entre quien dice siempre la verdad o quien siempre miente.

Así pues, el día en que le dije a la mujer a la que amaba que quería pasar el resto de mi vida a su lado, me acerqué a un desconocido por detrás en el lavabo de un aeropuerto moscovita y le di unas palmaditas en el hombro al tiempo que tosía. Sabía que aquello contravenía una de las reglas fundamentales de cualquier credo heterosexual que se precie: jamás puedes tocar a otro hombre (aunque sea en el hombro y con la punta de los dedos) en un lavabo.

El tipo dio un respingo en cuanto vio mi imagen en el espejo.

—Entonces vi que un hombre de entre treinta y cinco y cuarenta años se reflejaba en el espejo. Me temí lo peor, y la cosa no mejoró cuando sentí sus dedos sobre mi espalda.

—¿Y qué aspecto tenía esa aparición? —preguntaría el presentador del programa coreano de fenómenos paranormales.

—Malo. Francamente malo. Poco pelo, barba mal afeitada y, lo peor de todo —pausa dramática—: los ojos nada rasgados.

El hombre se agitó de nuevo en cuanto sintió mis dedos en su espalda. Empecé a mover la boca para pedirle si podía dejar de afeitarse y permitirme cargar un momento la batería de mi móvil para que pudiera enviar un mensaje que, estaba convencido, devendría en un punto de inflexión en mi vida. Yo hablaba en nombre del amor, de la fe en el lenguaje y de algo enorme, de proporciones descomunales. Mucho más grande que nosotros. Maria Elena me lo había dejado bien claro con la historia de su primo el relojero; solo hay una cosa más grande que el amor o que cualquier guerra: aquello en lo que crees.

—Yo necesitar… Mi teléfono es sin batería —le dije.

Reflejadas en los espejos, vi las espaldas a unos cuantos hombres que orinaban de pie contra la pared: las manos por delante y unos ligeros saltitos al acabar, como cuando se dice Wittgenstein. Ese olor tan característico de lavabo público que alguien limpia cada cinco o seis horas por un sueldo miserable lo invadió todo. Vi al lado del espejo una hoja de papel que indicaba cuándo lo habían desinfectado por última vez, pero lo ponía en ruso, así que no entendí nada.

El mensaje para Masha me quemaba entre las manos. A estas alturas, la gente ya estaría embarcando en el avión. Y todo dependía de que ese tipo me dejara conectar un momento mi teléfono en el enchufe. Sin embargo, el puto coreano siguió afeitándose con parsimonia tras devolverme la mirada con una sonrisilla, esa falsa sonrisa que seguro que le habían enseñado de pequeño: al mal tiempo buena cara y toda esa basura.

Puto gilipollas, pensé.

No me corté: todo dependía de aquello. Me puse a su izquierda y tiré del cable de su máquina de afeitar.

—Y entonces pasó algo que aún me pone los pelos de punta —diría el coreano, negando con la cabeza.

—¿Qué pasó, coreano que se afeita en aeropuertos? —preguntaría el presentador fingiendo una gran sorpresa.

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