Eduardo de la Hera Buedo - El fuego de la montaña

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Este libro describe las trayectorias vitales de siete conversos recientes: Giovanni Papini, Charles de Foucauld, Edith Stein, Gilbert K. Chesterton, Graham Greene, Eva Lavallière y Guillermo Rovirosa. De biografías y profesiones variopintas, todos estos personajes tienen una cosa en común: el encuentro con Dios, esa fuerza irresistible que, como en el caso de Moisés, les llevó a abandonarlo todo y a pasar por no pocas dificultades. Estas biografías buscan analizar el contexto social y el momento histórico en que dichas conversiones acontecieron, subrayando la repercusión que toda conversión tiene no sólo en la persona, sino también en la sociedad en que se produce. Por otro lado, las figuras analizadas en este libro pueden constituir asimismo un testimonio de fe y de entrega personal y un estímulo en nuestra búsqueda personal de Dios.

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Para Papini, «liberar» era tanto como ayudar a recuperar la libertad a aquellos que él mismo despreciaba por su situación opresiva y opresora. Así que, llegado a este punto de su vida, nuestro autor hizo como un balance de su existencia, que él calificaba de «errante del saber».

Dicen algunos comentaristas que la segunda parte de su libro probablemente recoge lo mejor de su reflexión: la parte más auténtica de su indagación interior. Papini había sufrido grandes y torturantes ambiciones, precipitadas renuncias, y no estaba dispuesto a seguir por este camino. Decía, citando a Miguel Ángel, que no surgía en él pensamiento alguno que no le trajera esculpida la muerte. No había tenido tiempo para el amor. O había sufrido desengaños, porque en aquel momento hablaba con desprecio de la donna. Mujeres se habían cruzado en su vida, pero no había surgido ninguna Beatriz. Pensaba que no tenía por qué lamentarse. Sus energías las había encauzado por otros caminos. Pero se sentía solo y desanimado.

Hoy este libro (Un uomo finito) puede ser leído como un importante testimonio de la cultura italiana en los años que coincidieron con la llegada del fascismo. Puede dar idea «de un cierto tipo de intelectual de la época, enfermo del espíritu de D´Anunzzio, turbado por la filosofía irracionalista del primer Novecento y animado por un ansia de rebelión a la que cuesta encontrar los canales adecuados para expresarse»[20].

Sin duda, en su etapa de juventud, el Papini ateo quería ser como Dios: un dios con pies de barro. Ya Nietzsche (en una de sus melopeas antiteístas) había dicho aquello de «si Dios existe, ¿por qué no puedo yo ser un dios?».

Estamos, pues, ante un romántico exaltado, con afanes de grandeza. Soñó con igualar a Miguel Ángel, del que escribiría, en 1949, una biografía (Vida de Miguel Ángel en la vida de su tiempo). Se trataba de una visión muy personal del genio italiano. Cuando escribió su Juicio final (1957), obra póstuma e inconclusa, pienso que estaba intentando medirse con el genio del Renacimiento. Lo que Miguel Ángel había hecho con los pinceles (recuérdense los frescos de la Sixtina), Papini intentaba hacerlo con la pluma en su libro Juicio final. No es que fuera fatuo o soberbio, no. Es que él se sentía obligado a rendir pleitesía a los grandes de su patria y a medirse o codearse con ellos. Era para él un problema de fidelidad y de conciencia.

Lo mismo había hecho, en 1933, con otro grande de la literatura italiana, del cual también hizo biografía: Dante Alighieri, gran creyente y grande entre los grandes por su Divina Comedia. De este libro decía Papini que quería ser «el libro de un hombre vivo sobre un hombre que, después de la muerte, no ha cesado jamás de vivir»[21].

Sin duda, Papini ayudó y seguirá ayudando a muchos a descubrir facetas personalísimas de los grandes escritores italianos y no italianos, muchos de ellos, ya clásicos[22].

4. Itinerario y encuentro con Cristo

La inquietud artística y su búsqueda religiosa le condujeron a las puertas de la fe. Y pienso que, también, su insatisfacción existencial. En el aspecto religioso, Papini supo evolucionar, buscar y encontrar. Sin embargo, no evolucionó tanto en cuanto a su ideología política, sobre todo después del gran fracaso del fascismo italiano.

4.1. «¡Te necesito, Cristo!»

Entre 1918 y 1919 ocurrió algo insólito: Papini se encontró con Cristo. Son los años de su conversión a la fe cristiana.

¿Cómo ocurrió?

Él, que había sido educado en el ateísmo puro y duro y que había vivido lejos de la fe, dio un salto al catolicismo. Fue todo un proceso que duró –como veremos enseguida– algunos años. No hay que pensar, en el caso de Papini, en un fogonazo «tumbativo» (a lo Frossard o a lo Claudel), pero sí hay que hablar de un paso decisivo: de una opción que fue tomando, poco a poco, y en la que permaneció durante el resto de su vida.

Hay, sin embargo, una zona de misterio en toda conversión. Es verdad que el entorno familiar (su mujer, sobre todo) y otras alianzas (la alianza con el pueblo sencillo) le facilitaron el camino: su camino de Damasco[23].

Y, sin embargo, la fe siempre seguirá siendo un misterio de amor: Dios que llama a las puertas del hombre y el hombre que responde, y abre o no las puertas del alma. Él no lo tuvo fácil. Perdería a su hija más pequeña, Gioconda, a la que escribía versos, siendo niña. Rodó por muchos desengaños y fracasos. Palpó muy de cerca el sufrimiento propio y ajeno.

Sí, lo salvaron Dios y los pobres. La fe sencilla del pueblo, además de la gracia divina, salvaron a Papini, y le ayudaron a dar el paso hacia Cristo.

Sabemos que, cuando en agosto de 1919 escribía Rapporto sugli uomini (libro que no aparecería hasta después de su muerte) experimentó ya un vivo deseo de manifestarse como católico.

Comenzó por entonces a redactar su Historia de Cristo (1921): obra fogosa, apasionada y apasionante, que le costaría escribir dos años: precisamente a él, que escribía deprisa. Obra testimonial: «un juego no interrumpido de comparaciones eruditas y humanas»[24]. A nadie comunicó que estaba escribiendo el libro de su vida. Ni siquiera a su familia. Pero lo cierto es que, con esta publicación, Papini irrumpió en el mundo como una centella, y su fama de escritor y creyente se propagó enseguida como un incendio en todo el mundo católico. La Historia de Cristo ha sido, sin duda, su libro más conocido y traducido: la obra que le dio renombre y dinero[25].

Primero fue un grito ahogado por el pudor. Algo así: ¡Te necesito, Cristo! Pero después fue un desahogo largo, sincero, una conmovedora plegaria que sitúa al final de su obra. Merece la pena recoger, aunque sólo sea un fragmento:

«Jesús, Tú ves cuán grande es nuestra pobreza; no puedes dejar de conocer cuán improrrogable es nuestra necesidad, cuán dura y verdadera nuestra angustia, nuestra indigencia, nuestra esperanza; sabes cuánto necesitamos de una extraordinaria intervención tuya, cuán necesario nos es tu retorno (...).

Tenemos necesidad de ti, de ti sólo y de nadie más. Solamente Tú, que nos amas, puedes sentir hacia todos nosotros, los que padecemos, la compasión que cada uno siente de sí mismo. Tú sólo puedes medir cuán grande, inconmensurablemente grande, es la necesidad que hay de ti en este mundo, en esta hora del mundo.

Ningún otro, ninguno de tantos como viven, ninguno de los que duermen en el fango de la gloria, puede darnos a los necesitados, a los que estamos sumidos en atroz penuria, en la miseria más grande de todas, la del alma, el bien que salva.

Todos tienen necesidad de ti, incluso los que no lo saben, y los que no lo saben mucho más que aquellos que lo saben. El hambriento se imagina que busca pan, y es que tiene hambre de ti, el sediento cree desear agua, y tiene sed de ti; el enfermo se figura ansiar la salud, y su mal está en no poseerte a ti. El que busca la belleza del mundo, sin percatarse te busca a ti, que eres la belleza entera y perfecta; el que persigue con el pensamiento la verdad, sin querer te desea a ti, que eres la única verdad digna de ser sabida, y quien se afana tras la paz, a ti te busca, única paz en que pueden descansar los corazones, aun los más inquietos. Esos te llaman sin saber que te llaman, y su grito es inefablemente más doloroso que el nuestro.

No clamamos a Ti por la vanidad de poderte ver como te vieron galileos y judíos, por el placer de contemplar una vez tus ojos, ni por el loco orgullo de vencerte con nuestra súplica. No pedimos el gran descendimiento en la gloria de los cielos, ni el fulgor de la Transfiguración, ni los clarines de los ángeles y toda la sublime liturgia del último advenimiento.

¡Hay tanta humildad, Tú lo sabes, en nuestra desbordada presunción! Te queremos a ti únicamente, tu persona, tu pobre cuerpo taladrado y herido, con su pobre túnica de obrero pobre; queremos ver esos ojos que traspasan la pared del pecho y la carne del corazón, y curan cuando hieren con ira, y hacen sangre cuando miran con ternura. Y queremos oír tu voz, tan suave que espanta a los demonios, y tan fuerte que encanta a los niños.

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