San Efrén de Nísibis - Himnos de Navidad y Epifanía

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Este libro recoge los himnos de san Efrén de Nísibis ( 373) dedicados a la Navidad y la Epifanía, que aparecen por primera vez traducidos al castellano en esta obra. Se trata de un total de 28 himnos de Navidad y 13 de Epifanía, compuestos por san Efrén, maestro de la Escuela teológica de Nísibis y a la vez diácono, a quien la tradición le otorgó el título de «cítara del Espíritu Santo». El libro se completa con una breve descripción biográfica de san Efrén, un comentario a los himnos y los géneros literarios de sus obras y una bibliografía complementaria.

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«Quédate con nosotros;

la noche está cayendo.

¿Cómo te encontraremos

al declinar el día,

si tu camino no es nuestro camino?

Detente con nosotros;

la mesa está servida,

caliente el pan y envejecido el vino.

¿Cómo sabremos que eres

un hombre entre los hombres,

si no compartes nuestra mesa humilde?

Repártenos tu cuerpo,

y el gozo irá alejando

la oscuridad que pesa sobre el hombre.

Vimos romper el día

sobre tu hermoso rostro,

y al sol abrirse paso por tu frente.

Que el viento de la noche

no apague el fuego vivo

que nos dejó tu paso en la mañana.

Arroja en nuestras manos,

tendidas en tu busca,

las ascuas encendidas del Espíritu;

y limpia, en lo más hondo

del corazón del hombre,

tu imagen empañada por la culpa».

(De la Liturgia de las Horas, Vísperas)

Anocheciendo es tiempo de alimentar el cuerpo y serenar los ánimos, a veces turbados por la lucha diurna y por la sacudida de las pasiones, porque los frailes son, antes que nada, hombres frágiles, buscadores de la luz, caminantes de la vida que creen haber encontrado una flecha que indica la dirección cierta hacia la meta ansiada. La oración de la noche completa la jornada de desvelos, de zozobras y de esperanzas:

«Como el niño que no sabe dormirse

sin cogerse a la mano de su madre,

así mi corazón viene a ponerse

sobre tus manos al caer la tarde.

Como el niño que sabe que alguien vela

su sueño de inocencia y esperanza,

así descansará mi alma segura,

sabiendo que eres Tú quien nos aguarda.

Tú endulzarás mi última amargura,

Tú aliviarás el último cansancio,

Tú cuidarás los sueños de la noche,

Tú borrarás las huellas de mi llanto.

Tú nos darás mañana nuevamente

la antorcha de la luz y la alegría,

y, por las horas que te traigo muertas,

Tú me darás una mañana viva. Amén».

Y en el misterioso silencio de la noche, cuando el sueño invita al recogimiento más profundo, cuando el bosque se acalla y el mar parece sosegar su furia, el fraile deposita su última oración en los brazos de la Madre, a la que invocó a primera hora del día, mientras un fraile enciende un cirio verde junto a un icono de Santa María, María de Nazaret:

«Salve, Regina, mater misericordiae,

vita, dulcedo et spes nostra, salve.

Ad te clamamus, exsules filii Evae.

Ad te suspiramus, gementes et flentes

in hac lacrimarum valle.

Eia ergo, advocata nostra,

illos tuos misericordes oculos

ad nos converte.

Et Iesum, benedictum fructum ventris tui,

nobis post hoc exsilium ostende.

O clemens, o pia, o dulcis Virgo Maria».

La ermita de la solidaridad

Fray Francisco desgranó parte de su vida en la tarea de edificar una ermita en un lugar retirado del bosque, desde el que se podía contemplar en lontananza el océano inmenso. Cada día, durante años, acudía al recóndito lugar con alguna piedra o elemento que pudiese formar parte de la edificación. Cuando venía alguna persona a verle y sabía que se encontraba en la ermita, acudía allí, y tras practicar la escucha atenta y afable, sin juzgar, y mucho menos condenar, invitaba a su interlocutor a colocar una piedra sobre otra, de tal manera que finalmente, cuando la ermita estuvo concluida, resultaría ser obra de varias manos. Era su forma de desprenderse de su propia obra, para evitar así la vanagloria del ego que dicta: «Esto es mío». Así, cada vez que acudía a la ermita, él sabía que no era obra suya, sino expresión misma de la solidaridad de incontables personas que aportaron su granito de arena, un poco de esfuerzo casi simbólico que haría posible la realización concreta de una obra. «Así sucede en la vida –decía–: todo es obra de todos, aunque a unos les toque más trabajo y esfuerzo. Bueno es reconocer que no somos el fruto de nuestras obras, que no podemos sino dar a Dios gloria. Dios es el cimiento de toda construcción, nosotros tan sólo unos humildes obreros ignotos que nos hemos limitado a llevar a cabo, mejor o peor, nuestro trabajo. Piedra a piedra se logra el equilibrio de la mayor de las catedrales, lo pequeño es germen de lo grande, lo humilde sostiene la grandeza de la obra».

Quienes años después retornaron al lugar y contemplaron la ermita edificada sentían una mezcla extraña de orgullo por haber participado en la edificación, y de humildad, porque sabían que su piedra era una más entre muchas otras. La ermita de fray Francisco resultó ser un monumento a la solidaridad y testimonio vivo de cómo la colaboración anónima es capaz de crear grandezas, de cómo el trabajo desinteresado edifica monumentos y alivia el peso de la vida. Años después, cuando la obra se vio concluida, llegó el tiempo de la consagración de las piedras ensambladas para ofrecer un espacio de paz y recogimiento. Francisco esculpió en una tablilla unas palabras: «Estás es tu hogar porque es mi hogar». Poco tiempo después la ermita de la solidaridad se convirtió en lugar de peregrinación. El peregrino recién llegado encontraba la puerta abierta, y podía así disfrutar de lo que otras personas, con tesón, habían hecho posible. A día de hoy, la tradición, casi siempre caprichosa, manda, o al menos sugiere, que cada visitante traiga consigo una piedra y que la deposite al lado de la ermita, como símbolo de colaboración en la edificación de la paz. Si algún día llegas hasta ella, no dejes de sosegar tu espíritu por unos instantes: entra y deja que la paz de la solidaridad te embriague. Si sales de ella necesitando poseer menos, incluso tu propio ser, se habrá obrado de nuevo el milagro del amor solidario de quien se siente capaz de construir la civilización de la esperanza para toda la Humanidad.

El arte de sonreír

Fray Francisco era un hombre muy risueño. Él solía sonreír. Y curiosamente, cuanto más arreciaban los problemas, él más sonreía. Su sonrisa era diáfana. Había Hermanos que disfrutaban mucho contemplándole el rostro. Pero también había un Hermano que, hambriento de motivos para la alegría que no lograba alcanzar, solía murmurar acerca de su Hermano. La envidia es una carcoma que produce infelicidad en quien la padece, pero hay que tener mucha paciencia y comprensión. La envidia es una enfermedad maligna a la que hay que tratar dejándola en cuarentena, una cuarentena que a veces dura toda una vida.

Fray Francisco sonreía, sonreía a cada instante: en la oración, en el trabajo, en el descanso. Sonreía sobre todo al cruzarse en el camino con alguna persona. Sonreía también con fraterna sonrisa al Hermano envidioso de felicidades ajenas que no era capaz de hallar felicidad en el hontanar de su propio corazón. Cuentan que en cierta ocasión estalló la cólera del aquejado de envidia y que derramó toda su furia sobre el hermano Francisco. Pero toda una sarta de improperios y difamaciones no logró desdibujar la sonrisa de su rostro. Él sabía de dónde brotaba su sonrisa, una sonrisa probada también por el sufrimiento, una sonrisa que es como la planta que se mantiene enhiesta gracias a las raíces. Cuando la furia se vio desbordada e inútil, el Hermano decayó en su energía violenta dejándose mecer por la paz que sobreviene tras la tormenta y, casi por milagro, amaneció la serenidad. Todos sabían, ahora también el Hermano envidioso, que la sonrisa de Francisco era reflejo de un alma feliz y que, además, es contagiosa.

En una ocasión, un joven vino al convento para hablar con fray Francisco. Le contó sus desdichas y miedos, sus frustraciones y desasosiegos. Francisco, sonreía y hablaba con su mirada. Al final, el joven dijo al Hermano: «Enséñame a sonreír como sólo tú sonríes, ¿cuál es el secreto?». Francisco elevó la mirada, suspiró, y sentenció: «La felicidad es la fuente de la sonrisa, la sonrisa es el destello de la felicidad interior, una felicidad nacida de la paz que da el estar y sentirte en armonía con todo lo creado, mirando a todos con mirada de comprensión y misericordia. No lo dudes, ejercita tu sonrisa; llegará un momento en el que serás un experto. El amor es la clave, el amor es felicidad en la lucha, el amor es la sonrisa de Dios en el mundo. Si la descubres ya no podrás sino sonreír por fuera, pero sobre todo por dentro». El joven, con su mirada inquieta, terminó por sonreír. Francisco le alertó: «¿Te das cuenta? Hace un instante tu rostro reflejaba turbación, ahora sonríes. Te has puesto en camino, el camino es el amor; la meta, la felicidad». Caminar, caminar... hacia la felicidad.

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