San Efrén de Nísibis - Himnos de Navidad y Epifanía

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Este libro recoge los himnos de san Efrén de Nísibis ( 373) dedicados a la Navidad y la Epifanía, que aparecen por primera vez traducidos al castellano en esta obra. Se trata de un total de 28 himnos de Navidad y 13 de Epifanía, compuestos por san Efrén, maestro de la Escuela teológica de Nísibis y a la vez diácono, a quien la tradición le otorgó el título de «cítara del Espíritu Santo». El libro se completa con una breve descripción biográfica de san Efrén, un comentario a los himnos y los géneros literarios de sus obras y una bibliografía complementaria.

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Y es ahí, en medio de la vida, en donde tienen lugar las historias que siguen. Una vida que se sigue abriendo paso por entre las vicisitudes y adversidades, como resplandor constante de la fe y la esperanza que un día obraron el milagro de edificar un lugar en el mundo, un hogar de paz que anima y sosiega. También tú, si lo deseas, si te dejas llevar, puedes acudir a este lugar mágico. También para ti se ha pensado un rincón entre las piedras del convento de San Antonio, en el bosque frondoso de vida plena, en la montaña espectacular, o sobre la arena junto al mar inmenso: un lugar para el reencuentro con lo mejor de ti, con tu hermosura interior. Si buscas la sabiduría de la vida, ven, siente, saborea, disfruta... y, quizá, halles lo que realmente necesitas para sobrevivir en sociedad a fuerza de humildad.

Cuando la vida amanece

Sonaba melodiosa la campana de la pequeña iglesia conventual. Su voz se colaba por todos los rincones del claustro hasta alcanzar a inundar, con su profundo y monótono sonar, las celdas de los frailes de san Francisco. La campana hace las veces de gallo cantante que alerta de la llegada de la luz de un nuevo día. Fray Francisco amanecía también cuando aún las estrellas juguetonas se resistían a irse a dormir habiendo velado toda la noche. Entre sueños, el fraile balbució una oración apenas perceptible para los oídos humanos. Un breve pero intenso encuentro con la hermana agua fría acariciando el rostro del somnoliento que se resiste aún a despertar fue la siguiente sensación del nacimiento de un nuevo día. Un poco de música gregoriana o moderna, según el CD que estuviese más a mano, insistía y prolongaba el aviso de la campana. Una túnica marrón con su capucha a juego, y un humilde ceñidor –un cordón blando con tres nudos– cubrieron al instante a quien acababa de emerger del calor del lecho. Todo un ritual repetido a diario, cada vez que el hermano sol, a veces tan inoportuno cuando el sueño se hace más delicioso, se decidía a comenzar a despuntar.

En el coro, en penumbra que invita al recogimiento, los frailes más ancianos mascullaban desde hacía tiempo las oraciones de siempre, que son como un eco que sólo se hace perceptible en donde el silencio acampa. Un fraile que se acerca al altar, una lámpara de aceite que se enciende, y el Cristo de San Damián que se ilumina una vez más. El Cristo de San Damián es conocido por ser el icono bizantino que encontró san Francisco en la iglesita ruinosa de San Damián, en las afueras de Asís. Las fuentes franciscanas insisten en que este encuentro maestro-discípulo marcaría profundamente el alma del joven rico que desde entonces decidió dejarlo todo e irse a vivir con los empobrecidos y los leprosos. Por eso es una imagen muy significativa para un franciscano. Allí, en el convento de San Antonio de Galicia, suspendido sobre un muro de la iglesia conventual, el Cristo seguía, sigue hoy, contemplando con sus ojos abiertos y su mirada profunda a las generaciones que se suceden y a las personas que abren el corazón a la trascendencia. A continuación, el guardián de la casa saluda al nuevo día con el rezo del Ángelus en recuerdo de la encarnación del Hijo de Dios:

«Angelus Domini nuntiavit Mariae;

et concepit de Spiritu Sancto.

Ave Maria, gratia plena, Dominus tecum,

benedicta tu in mulieribus,

et benedictus fructus ventris tui, Iesus.

Sancta Maria, Mater Dei,

ora pro nobis peccatoribus,

nunc et in hora mortis nostrae. Amen.

Ecce ancilla Domini;

fiat mihi secundum verbum tuum.

Ave Maria...

Et verbum caro factum est,

et habitavit in nobis.

Ave Maria...

Ora pro nobis, Sancta Dei Genitrix

ut digni efficiamur promissionibus Christi.

Oremus:

Gratiam tuam, quaesumus Domine, mentibus nostris infunde: ut qui, angelo nuntiante, Christi filii tui incarnationem cognovimus, per passionem eius et crucem ad resurrectionis gloriam perducamur. Per eundem Christum Dominum nostrum. Amen.

Gloria Patri, et Filio, et Spiritui Sancto.

sicut erat in principio, et nunc et semper,

et in saecula saeculorum. Amen».

Tras la invocación a la Madre, patrona de la Orden Franciscana, los frailes se disponían a cantar y recitar el oficio divino de la mano de la palabra de Dios: «Señor, ábreme los labios; y mi boca proclamará tu alabanza». El canto se hace evocación de la esperanza cuando los frailes, a una sola voz, vacían la copa del silencio para servir la palabra musicalizada con el acompañamiento del órgano:

«Alegre la mañana

que nos habla de ti,

alegre la mañana.

En nombre de Dios Padre,

del Hijo y del Espíritu,

salimos de la noche

y estrenamos la aurora;

saludamos el gozo

de la luz que nos llega

resucitada y resucitadora.

Tu mano acerca el fuego

a la sombría tierra,

y el rostro de las cosas

se alegra en tu presencia;

silabeas el alba

igual que una palabra;

Tú pronuncias el mar

como sentencia.

Regresa desde el sueño

el hombre a su memoria,

acude a su trabajo,

madruga a sus dolores;

le confías la tierra,

y a la tarde la encuentras

rica de pan

y amarga de sudores.

Y Tú te regocijas,

oh Dios, y Tú prolongas

en sus pequeñas manos

tus manos poderosas;

y estáis de cuerpo entero

los dos así creando,

los dos así

velando por las cosas.

¡Bendita la mañana

que trae la gran noticia

de tu presencia joven,

en gloria y poderío,

la serena certeza

con que el día proclama

que el sepulcro de Cristo

está vacío!

Alegre la mañana

que nos habla de ti,

alegre la mañana».

(De la Liturgia de las Horas, Laudes)

Y entre espacios de silencio y meditación, la Fraternidad va desgranando su oración como respiración del alma que se sabe huérfana en los trabajos de la vida. Tras la voz compartida, unos instantes de silencio parecen querer de nuevo dejar hablar a la voz de Dios en lo íntimo del corazón. Tras lo cual, poco a poco, los Hermanos se van dispersando para, después de un frugal desayuno, retomar los trabajos dejados ayer o iniciar otros nuevos: la limpieza de las estancias conventuales, la huerta con sus frutos y flores (a san Francisco le gustaba que el hermano hortelano dejase siempre un espacio de tierra para sembrar flores), la atención a grupos y visitantes, la labor pastoral en la iglesita y en pueblos cercanos, el estudio y la meditación..., el trabajo que nos hace conquistar palmo a palmo la humildad.

La mañana concluye con el nuevo repicar de la campana, que anuncia próxima la oración, la hora intermedia (sexta), hacia el mediodía solar, tras lo cual el almuerzo da un respiro a los frailes, que al tiempo que se alimentan comparten experiencias en animado diálogo. A partir de ahí –lo exige la más loable tradición–, tiempo de siesta, o si se quiere de descanso, que cada cual aprovecha a su gusto. Hay quien pasea, quien dormita en el coro, quien lee, y quien, directamente, se deja llevar por el sueño, que guía hacia un lecho.

La tarde es tiempo de trabajo y también de ocio santo en el que los frailes pueden disponer, según las necesidades del convento, de un tiempo libre a discreción, hasta que de nuevo la campana anuncia que atardece el día y que es hora de dar gracias a Dios por las bendiciones recibidas, así como para hacer presentes todas las lacras de la Humanidad (las guerras, la miseria, la injusticia, el desempleo, la drogadicción y el alcoholismo, la enfermedad... suelen ser motivo de oración): «Dios mío, ven en mi auxilio; date prisa, Señor, en socorrerme. Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo». Y el himno invita a reflexionar sobre el misterio mismo de la vida:

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