Santa Teresa De Lisieux - Historia de un alma

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Teresa de Lisieux recoge en esta obra sus escritos y su vida. De esta santa no puede medirse el grado de su santidad, pero puede comprobarse que se ha hecho popular y es estudiada e incluso admirada por grandes teólogos. Teresa propone una alta santidad, pues no hay «santidad grande y santidad pequeña» como se ha dicho a veces; la que se vive en la sencillez es la «que me parece la más verdadera, la más santa, la que yo deseo para mí», escribió. La autora no parte de teorías o exposiciones abstractas, sino que arranca de su propia experiencia. Los escritos principales de la santa pueden resultar de gran utilidad a muchos creyentes, a quienes buscan un Dios comprensivo con nuestra debilidad y miseria, a quienes desean una orientación para llevar en la práctica una vida de entrega generosa según las exigencias del evangelio.

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Durante la noche, que precede a la profesión, sintió una fuerte angustia, pero llegada la mañana, nos dice: «Me sentí inundada de un río de paz, y con esta paz, que supera todo sentimiento, pronuncié mis Santos Votos» (MsA 76vº). Era la mañana del 8 de septiembre de 1890.

En esta época la profesión se celebraba en la intimidad, sin más testigos ni participantes que las religiosas de la comunidad. La ceremonia externa era la imposición del velo negro. En el caso de sor Teresa se dejó para el día 24.

Fue un día muy triste para la pobre Teresa. Todo le salió mal. Su padre no pudo asistir ni siquiera para darle la bendición al final de la ceremonia como lo habían proyectado, en secreto, la novicia y su hermana Celina. Esta ausencia oscureció el día. Bajo el velo negro, recién estrenado, de la joven consagrada, corrieron las lágrimas en abundancia. «Me hallé –dice más tarde– verdaderamente huérfana de padre en la tierra pero pudiendo mirar con confianza al cielo y decir: “Padre nuestro, que estás en el cielo”» (MsA 75vº).

Los años oscuros (1890-1893)

Después de la profesión empieza un período de dos años y medio al que algunos denominan los «años oscuros» de sor Teresa. Es cierto que durante este tiempo la joven religiosa llevó una vida monótona, sin sucesos de relieve en ningún aspecto. Pero no fueron años perdidos. Hace un gran descubrimiento: encuentra el verdadero sentido religioso de la «monotonía del sacrificio» (C 85). Ha dado con el meollo de la vida monástica.

En el exterior, la vida no cambia apenas. El padre continúa su humillante destierro en el sanatorio. Su hermana Celina, una joven inteligente y bella llama la atención de más de un joven. Pero sor Teresa está empeñada en que Dios la llama y debe consagrarse a Él en la vida religiosa. De ahí esas cartas en las que le expone las excelencias de la virginidad y de la vida consagrada (cf C 102; 104; 109). Más tarde nos recuerda cuánto le preocupó este asunto hasta que la tuvo a su lado en la clausura (cf MsA 82rº).

En su vida conventual no le faltan problemas. Por parte de las religiosas no recibe atenciones especiales. No tiene ocasión de desahogarse con sus hermanas mayores. Se siente como un «granito de arena». Todos lo pueden pisar, y no sólo pisarlo, sino olvidarlo, que es lo más duro, lo que más se siente (cf C 81; 84). Aunque sea olvidada por las criaturas, «desea ser vista por Jesús. Si las miradas de las criaturas no pueden abajarse hasta él, que por lo menos la Faz ensangrentada de Jesús se vuelva hacia él... No desea más que una mirada, una sola mirada» (C 84). Pero tampoco Jesús le atiende. Hay que amarle sin compensación. Pero la joven, ansiosa de amor, lo siente. A pesar de todo, reacciona así: «Amémosle (a Jesús) lo bastante para sufrir por él todo lo que quiera, incluso las penas del alma, las arideces, las angustias, las frialdades aparentes... ¡Ah! es gran amor amar a Jesús sin sentir la dulzura de este amor... Es un martirio. ¡Pues bien, muramos mártires!» (C 73). Aunque se muestra valiente, esa falta de respuesta sensible de Jesús llega a turbarla en algunos momentos. Le hace dudar de si verdaderamente es amada por Dios (cf MsA 78rº). Las palabras de la M. Genoveva la consuelan. Al año siguiente la noche se hace más oscura aún. «Sufría yo entonces toda clase de pruebas interiores (hasta preguntarme a veces si había un cielo)». Y es precisamente al encontrarse tan angustiada cuando aparece un mensajero providencial del cielo, un religioso franciscano, que la comprende, la anima y la «lanza a velas desplegadas sobre las olas de la confianza y del amor», y le asegura que «sus faltas no causaban pena a Dios» (MsA 80vº).

Hace también otro descubrimiento muy importante. Hasta entonces se había alimentado espiritualmente con libros de devoción, y en esta época empieza a apreciar la doctrina del Doctor del Carmelo: «Cuántas luces he sacado de las obras de san Juan de la Cruz... A la edad de diecisiete y dieciocho años no tenía otro alimento espiritual» (MsA 83rº). Algo más tarde, a partir de 1892, da con la llave del evangelio. En adelante «allí encuentra todo lo que necesita mi pobre alma» (MsA 83vº). En medio de las arideces, gracias a las luces que le llegan por estos cauces, va esbozando los rasgos fundamentales de su «caminito», de su mensaje.

Se produce un acontecimiento muy consolador. El 10 de mayo de 1892 el padre regresa a la familia. No es que se haya curado. Está agotado, sin fuerzas. Pero no deja de ser motivo de alegría para sus hijas poder tenerlo entre los suyos aunque les haga llorar, con frecuencia, su estado deplorable.

A los dos días de llegar a su hogar, le llevan al locutorio del Carmelo para que salude a sus hijas. Momento emocionante. Es la última vez que las ve y ellas lo ven en la tierra. Se despide «hasta el cielo» (C 117). Probablemente no pasó por la mente de ninguno de los presentes el pensamiento de que la primera en acudir a la cita sería la más joven, su «reinecita».

Priorato de la M. Inés

de Jesús (1893-1896)

El 20 de febrero sor Inés de Jesús (Paulina) es elegida Priora de la comunidad. Sor Teresa acoge el suceso con gran alegría. Lo considera verdaderamente providencial. La misma noche de la elección, sin esperar más, le escribe una carta donde expone los sentimientos y esperanzas que esta designación despierta en ella. Espera mucho de la actuación como Madre de su «madrecita» (C 119).

Hay novedades en su situación y oficios dentro de la comunidad. La joven sor Teresa va a asumir dos oficios. En primer lugar, la Priora la encarga ayudar a la M. María de Gonzaga en la formación de las novicias. Seguirá ejerciendo este oficio hasta el final de su vida.

En segundo lugar, va a reemplazar a la recién elegida Priora en la labor de preparar las veladas recreativas. Habrá de componer poesías y piezas de teatro para recitarlas y representarlas en los días de fiesta. La joven nunca se había puesto hasta entonces a escribir versos, pero demostró poseer cualidades nada comunes para este quehacer. Ahí quedan las cincuenta y cuatro poesías y las ocho piezas de teatro que compuso y se han conservado. Cierto que no poseen un valor literario excepcional, pero le han servido para exponer, ante la comunidad, lo que piensa, y eso sí que es importante. Desgraciadamente, en la mayoría de los casos, no entendieron las oyentes lo que les quería decir.

Al enviar algunas de sus poesías a un misionero le advierte que «al componerlas he atendido más al fondo que a la forma» (C 188).

Con estas actuaciones va adquiriendo prestigio en la comunidad. Es muy interesante la correspondencia que, durante este tiempo, mantiene con su hermana. En ella aparece cómo se va desarrollando la vida interior de la santa. Se produce un cambio trascendental en su modo de entender la realización de la obra de Dios. Comprende mejor que hasta ahora cómo actúa Dios. Lo principal que descubre es que a Dios no se le conquista. A Dios, se le acepta. Él se da. «Él se quiere reservar para sí la dulzura de dar» (C 121). A nosotros nos toca respetarle, aceptarle desde nuestra pequeñez y debilidad. Nuestra misión es la de ser sencillos e insignificantes como «una gotita de rocío». Para llenar esta misión es «necesario permanecer sencilla» (C 120). Desarrolla el pensamiento en las cartas 122 y 123. Va descubriendo lo que debe ser el abandono confiado y perfila las líneas maestras de su espiritualidad definitiva. Ella disfruta de una paz serena y gozosa.

El año 1894 compone su primera pieza teatral sobre Juana de Arco y algunas poesías de profundo contenido, como la 12.

El gran acontecimiento de este año será el fallecimiento de su venerado padre el 29 de julio. No le causa pena alguna: «La muerte de papá no me produce la impresión de una muerte, sino de una verdadera vida» (C 149). Pide al Señor una señal que le dé la seguridad de que ha ido derecho al cielo, y se la concede (cf MsA 82vº). Ya no le queda más que una preocupación, casi obsesión: el porvenir de Celina. Como ha quedado libre de su compromiso junto al padre, sor Teresa la quiere junto a sí en el Carmelo (cf MsA 81vº). Esta les descubre un secreto. El P. Pichon tenía un proyecto para el cual contaba con ella. Tenía intención de fundar un instituto apostólico en Canadá. Como conocía las cualidades y la situación de Celina le propuso ir allí para ser uno de los pilares de la empresa. Le exige la más absoluta reserva para que sus hermanas no sospechen nada. Llegado el momento no le queda más remedio que exponer el proyecto a las interesadas. Estas reaccionan inmediatamente contra tal propósito. Es sor Teresa la que actúa con más decisión. La idea de encerrar a una joven activa y emprendedora parecía a no pocos una locura. Entre ellos estaban algunos de sus familiares e, incluso, sacerdotes. La monjita escribe una carta en la que justifica y explica el valor y el sentido de una vida oculta entre los muros de un convento (cf C 148). El P. Pichon cede generosamente. Aparecieron en la comunidad del Carmelo algunos obstáculos porque parecía inconveniente la presencia de cuatro hermanas. Vencidas todas las dificultades, Celina ingresa en el monasterio el 14 de septiembre. Ya no le quedan a sor Teresa más aspiraciones. «Cuántos motivos tengo para dar gracias a Jesús que supo colmar todos mis deseos» (MsA 82vº). Puede cantar como el anciano Simeón el Nunc dimittis.

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