Djaimilia Pereira de Almeida
ESE CABELLO
Traducción de Teresa Arijón y Bárbara Belloc
“Además de contar la inusual historia del cabello rizado, este libro también habla sobre el racismo, el feminismo y la identidad. La nueva estrella de la literatura portuguesa se llama Djaimilia Pereira de Almeida, y es de Angola”.
JOSÉ EDUARDO AGUALUSA
Mila llega a Lisboa siendo una niña. Viene de Luanda, la capital de Angola. Su madre es angoleña y negra, su padre es portugués y blanco. Desde el primer día se siente una extraña. La señal más evidente de su diferencia es su cabello rizado. Es en buena medida ingobernable y la acompañará todo la vida.
Rizando ese riso, la narradora construye un singular y fascinante álbum de familia. Sus antepasados en África y su tierna infancia allí, los paseos con su abuelo, el relato sobre sus ancestros, las raíces tribales, el racismo interiorizado;
en contraste, los abuelos blancos portugueses, la vida “civilizada” de una gran ciudad, las peluquerías donde intenta sin fortuna borrar las huellas de su origen.
Con mano maestra, Djaimilia Pereira de Almeida construye un rompecabezas en tensión, hecho de imaginación y memoria. Cada pieza complementa y discute a la anterior; el fresco que surge refleja la herencia del colonialismo, las dificultades de una ser una mujer mestiza en una sociedad europea, los dilemas de la identidad.
Con una escritura fresca y frugal, donde confluyen la mirada poética y el humor repentino, la autobiografía ficcionalizada y la lucidez política, Ese cabello es una novela atrapante, por inteligente y deliciosa.
Pereira de Almeida, Djaimilia
Ese cabello / Djaimilia Pereira de Almeida. - 1 aed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Edhasa, 2022.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
Traducción de: Bárbara Belloc ; Teresa Arijón.
ISBN 978-987-628-662-6
1. Literatura. 2. Literatura Portuguesa. 3. Narrativa Portuguesa. I. Belloc, Bárbara, trad. II. Arijón, Teresa, trad. III. Título.
CDD 869.3
Título original: Esse cabelo
Diseño de cubierta: Juan Pablo Cambariere
Primera edición en Argentina: diciembre de 2021
Edición en formato digital: enero de 2022
© Djaimilia Pereira de Almeida, 2015 by arrangement with Literarische Agentur Mertin Inh.
Nicole Witt e. K., Frankfurt am Main, Germany
© de la tradución Teresa Arijón y Bárbara Belloc, 2021
© de la presente edición Edhasa, 2022
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ISBN 978-987-628-662-6
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Conversión a formato digital: Libresque
Para Humberto
Estar agradecido por tener un país es como estar agradecido por tener un brazo. ¿Cómo escribiría si perdiera el brazo? Escribir con el lápiz preso entre los dientes es una manera de ser ceremoniosos con nosotros mismos. Los testigos me aseguran que soy la más portuguesa de los portugueses de mi familia. Es como si me recibieran siempre con un “¡Ah! ¡Francia! ¡Anatole, Anatole!”, como recibieron a Lévi-Strauss en una aldea del interior de Brasil. La única familia con la que conseguimos hablar es, sin embargo, aquella que no nos responde. Creemos que esa familia interpreta el mundo para nosotros, cuando pasamos la vida traduciendo el nuevo mundo a su lengua. Le digo a Lévi-Strauss: “Esta es mi tía, gran admiradora suya”. Lévi-Strauss responde invariablemente: “¡Ah! ¡Francia! ¡Anatole...!”, etc. Escribir con el lápiz preso entre los dientes es escribir para un aldeano parado frente a su primer francés. La cuestión de saber a quién responde lo que escribimos puede consolarnos de nuestros intereses en miniatura, llevándonos a imaginar que lo que decimos es, a pesar de todo, importante. Ser ceremonioso con lo que se tiene para decir es, incluso, una forma de ceguera. Escribir tiene poco que ver con la imaginación, y se parece a encontrar un modo de volvernos dignos de no recibir respuesta. Nuestra vida es inundada todo el tiempo por esa familia taciturna —el recuerdo—, como Thatcher temió que la cultura de Inglaterra fuera inundada por los inmigrantes.
Mi madre me cortó el cabello por primera vez a los seis meses. El cabello, que según varios testigos y escasas fotografías era lacio, renació crespo y seco. No sé si esto resume mi vida, todavía corta. A primera vista, se diría lo contrario. En la curva de la nuca crecen todavía hoy, inexplicablemente, cabellos lisos de bebé que trato como un rasgo vestigial. Con aquel primer corte nace la biografía de mi cabello. ¿Cómo escribirla sin caer en una futilidad intolerable? Nadie acusaría de fútil la biografía de un brazo; y sin embargo la historia de sus movimientos huidizos, mecánicos, irrecuperables, perdidos en el olvido, no puede ser contada. A los veteranos de guerra y a los amputados, que imaginan dolores que todavía sienten, bombardeos, carreras en la arena, quizás esto les suene insensible. No quedaría bien, imagino, fantasear la reconquista de mi cabeza emprendida por los sobrevivientes lacios de la base de la nuca. La verdad es que la historia de mi cabello crespo intersecta la historia de al menos dos países y, panorámicamente, la historia indirecta de la relación entre varios continentes: una geopolítica.
La biografía de mi cabello podría comenzar muchas décadas atrás en Luanda con una chica llamada Constança, rubia furtiva (¿una apetecible “chica dactilógrafa”?), pasión silenciosa de juventud de mi abuelo negro, Castro Pinto, todavía lejos de convertirse en jefe de enfermeros del Hospital María Pia; o con lo sublimes que le parecieron las trenzas postizas con que lo sorprendí cierta noche, después de una sesión de peluquería de nueve horas sentada en el piso, ya sin saber cómo ponerme, entre las piernas calientes de dos jóvenes especialmente brutas que en mitad de la tarea interrumpieron lo que estaban haciendo para convertir la feijoada y el arroz que había sobrado del almuerzo en una sopa, y de quienes sentía en la espalda el calor (y un vago olor) proveniente de la entrepierna. “Qué colosal”, dijo él. Sí: tal vez la historia de mi cabello tenga su origen en esa chica Constança, con quien no tengo parentesco, y a la que él buscaba en el largo de mis trenzas y en las jovencitas del ómnibus que, en su vejez, por los alrededores de Lisboa, lo llevaban de madrugada a la Cimov donde, encorvado, barrió el piso hasta su muerte. ¿Cómo contar esta historia, no obstante, con sobriedad y la recomendable discreción?
Quizás el libro del cabello ya esté escrito, problema resuelto, pero no el libro de mi cabello, cosa que me recordaron dolorosamente dos rubias falsas a quienes hace tiempo se lo entregué para un brushing imposible — y quienes, no menos brutas que las otras dos, comentando en voz alta “está todo erizado”, me lo estiraron de arriba abajo, luchando contra sus propios brazos, cuyos bíceps masculinos, hinchados bajo las batas, fueron todo el tiempo mi secreta revancha por la tortura. La casa embrujada que es toda peluquería para la chica que soy es muchas veces lo que me queda de África y de la historia de la dignidad de mis antepasados. Pero África también persiste en las quejas y las cepilladas reparadoras, ya de regreso en casa desde el “salón”, como dice mi madre, y en no tomarme demasiado a mal el trabajo de esas peluqueras cuya implacabilidad e incompetencia nunca me decidí a confrontar. Lo único con lo que puedo contar es con un catálogo de salones, con su historia de transformaciones étnicas en el Portugal que me tocó — desde las retornadas *cincuentonas hasta las manicuras moldavas obligadas a usar, a disgusto, el método brasileño, pasando por los episodios de retraimiento de mi exuberancia natural en una chica que, en palabras de todas estas mujeres, “es muy clásica”. La historia de la entrega del aprendizaje de la feminidad a un espacio público que comparto, tal vez, con otras personas no es el cuento de hadas del mestizaje, sino una historia de reparación.
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