Djaimilia Pereira de Almeida - Ese cabello

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"Además de contar la inusual historia del cabello rizado, este libro también habla sobre el racismo, el feminismo y la identidad. La nueva estrella de la literatura portuguesa se llama Djaimilia Pereira de Almeida, y es de Angola" (José Eduardo Agualusa). Mila llega a Lisboa siendo una niña. Viene de Luanda, la capital de Angola. Su madre es angoleña y negra, su padre es portugués y blanco. Desde el primer día se siente una extraña. La señal más evidente de su diferencia es su cabello rizado. Es en buena medida ingobernable y la acompañará todo la vida. Rizando ese riso, la narradora construye un singular y fascinante álbum de familia. Sus antepasados en África y su tierna infancia allí, los paseos con su abuelo, el relato sobre sus ancestros, las raíces tribales, el racismo interiorizado; en contraste, los abuelos blancos portugueses, la vida «civilizada» de una gran ciudad, las peluquerías donde intenta sin fortuna borrar las huellas de su origen. Con mano maestra, Djaimilia Pereira de Almeida construye un rompecabezas en tensión, hecho de imaginación y memoria. Cada pieza complementa y discute a la anterior; el fresco que surge refleja la herencia del colonialismo, las dificultades de una ser una mujer mestiza en una sociedad europea, los dilemas de la identidad. Con una escritura fresca y frugal, donde confluyen la mirada poética y el humor repentino, la autobiografía ficcionalizada y la lucidez política,
Ese cabello es una novela atrapante, por inteligente y deliciosa.

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Ninguna rubia de ómnibus le prestó jamás atención a mi abuelo Castro. Entonando para sus adentros cánticos bakongo, Papá fue el hombre oculto de quien no se sospecha la tradición honorable que lleva en sí cuando viaja a nuestro lado en el ómnibus; el hombre de tradición invisible — y qué bien sonaría esto en mayúsculas: El Hombre de Tradición Invisible, un nuevo estereotipo. Nadie lo miró nunca, a este autoproclamado cavaquista, el portuguesón , como lo llamaban en su juventud, que profería “apunta al arco, macaco” refiriéndose a los futbolistas negros y separaba a las personas según especies animales de la selva, clasificándose a sí mismo como “de tipo mono”: el que espera el fin de la conversación para mostrar su sabiduría.

Desciendo de generaciones de alienados, lo que quizás sea una señal de que lo pasa dentro de las cabezas de mis antepasados es más importante de lo que pasó afuera. La familia a quien debo este cabello trazó el camino entre Portugal y Angola en barcos y aviones, a lo largo de cuatro generaciones, con esa naturalidad del pasajero frecuente que, sin embargo, no sobrevivió en mí y contrasta con mi pavor a los viajes que, por un apego a la vida que nunca manifiesto en tierra firme, siempre temo que sean el último. Según dicen, desembarqué en Portugal particularmente despeinada a los tres años, agarrada a un paquete de galletitas Maria. Llevaba puesto un pulóver de lana amarilla hoy reconocible en una foto de pasaporte en la que impera una ancha sonrisa, propia de la feliz ignorancia de lo que significa ser fotografiado. Me reía porque sí; o tal vez incitada por una gracia de uno de mis adultos, que reencuentro bronceados y barbudos en fotografías de recién nacida en las que surjo sobre las sábanas, en una cama.

Y mientras tanto mi cabello —y no el abismo mental— es lo que diariamente me liga a aquella historia. Desde siempre me despierto con la melena revuelta, tantas veces la antítesis de mi camino, y tan lejos de los pañuelos con que aconsejan cubrir el cabello antes de ir a dormir. Decir que despierto desgreñada por desidia ya es decir que despierto todos los días con un mínimo de vergüenza o un motivo para reírme de mí misma ante el espejo: un motivo que vivo con impaciencia y a veces con rabia. Debo, quizás, al corte de cabello de mis seis meses el recuerdo cotidiano de lo que me liga a los míos. Tiempo atrás me dijeron que soy una “ mulata das pedras ”, de cabello feo y segunda categoría. Expresión que siempre me ofusca con su reminiscencia visual de piedras en la playa: piedras lodosas resbaladizas donde es difícil caminar descalzo.

La alienación ancestral surge en la historia del cabello como algo a lo que se le exige silencio, una condición de la que el cabello podría ser un subterfugio ennoblecido, una victoria de la estética sobre la vida, ya fuera el cabello vida o estética inequívocamente. Mis muertos están, por lo tanto, en crecimiento. Hablo y vienen como versiones de lo que fueron que no recuerdo. Esta no es la historia de sus posturas mentales, a lo que no me atrevería, sino la de un encuentro de la gracia con la arbitrariedad, el encuentro del libro con su cabello. No habría nada para decir acerca de un cabello que no fuera un problema. Decir algo consiste en traer a la superficie eso que, por ser una segunda naturaleza, no percibimos.

A la salida del avión, emulando a la amante del estadista que aterriza horas después del vuelo oficial, la joven Constança empezaba por desabrocharse el saco. El calor bochornoso de Luanda sugería la esperada ausencia de sus tías en los paseos por el jardín donde, por simple milagro, no consta que haya estado tomada de la mano con mi abuelo. Del estado del tiempo al estado del Estado, cambiaba un poco de charla por una galleta dada en la boca, mojada en té. Encuentro en ella la hombría de Papá, con los pantalones de cintura alta de entonces, el saco, el sombrero, una hombría que la joroba de inmigrante viejo abatiría. Constança era, entre nosotros, una cuestión de intervalo entre noticias, un pedido de dentífrico, del que nos desviaba la pena de ofender a la abuela, pero también un pretexto de chantaje que irritaba al abuelo Castro: o nos daba dinero para caramelos o “¿y la rubia?” — como si acerca de ella supiéramos algo más que la promesa de aliento fresco y eliminación del sarro. La dejo aquí como un tubo de Couto, por la mitad, abandonada en un vaso de plástico, entre cepillos de dientes, sin flúor, en memoria de mi querida abuela Maria, en quien instaló unos celos rabiosos por el resto de su vida.

Nunca llegué a hacer con Papá el recorrido en ómnibus hasta la Cimov, que se me aparece en forma de mito. No sé cómo sería la ciudad vista con sus ojos. Pienso hoy en la hilera de edificios al costado del camino —parduzcos, en la oscuridad— como una imagen de sus pensamientos, de su ánimo introspectivo en el ómnibus antes del amanecer. Los contornos del día eran bien claros para él. Siempre fue un hombre de objetos, un hojalatero ambulante: primero, un hombre de gasas, jeringas, bisturí; más tarde, de baldes, bálsamo analgésico, placas envueltas en papel, Bactrim Forte, termos, bolsas de plástico, lapiceras, el bolsillo de la camisa deformado por fajos de billetes de boletas del Totoloto y hojas llenas de anotaciones en las que calculaba el algoritmo de combinaciones, aseguraba él, vencedoras.

Nada hay aquí de romántico. El bálsamo y las porquerías oxidadas eran lo único que quedaba del pasado, desencajado, vencida la fecha de expiración, de la vida de enfermero en Luanda que no necesitó olvidar y a la que nunca dimitió, preservando, para los suyos, la mismísima rutina de inyecciones, prescripciones de medicamentos y algunas circuncisiones caseras a sangre fría a las que, por pura suerte, todos los niños sobrevivieron. Ante el menor estornudo o jaqueca administraba dosis de antibióticos; y fue así hasta el fin de sus días, sin importarle las quejas.

Se formó en Enfermería en Angola, estudiando de noche a la luz de una vela, cosa que pagó con cataratas prematuras. Se enorgullecía de haberse alimentado a base de bananas y maní a lo largo de toda la carrera, dieta que recordaba cerca de los años noventa, en este otro hemisferio, con la misma nostalgia con que aludía a la manteca y la mermelada de la edad de oro de nuestra familia. Desde pequeña lo imagino estudiando semidesnudo, en una choza, con la linterna apretada bajo el mentón apuntando a los libros —como, en una síntesis inverosímil de épocas y lugares, un inadaptado constructor de ferrocarriles que teme, en el campamento, un ataque de coyotes—, entablando una lucha contra el insomnio, el calor, los mosquitos; pero sé muy bien que nada de esto se corresponde con la verdad. En Luanda, en la casa de Papá, donde pasé algunas vacaciones, se comía margarina de una lata grande, algo que yo nunca había visto hacer. Fregando ollas en el calor de la tarde, las vecinas escuchaban mis historias de Portugal. Las introducía en el concepto de “escalera mecánica”, al cual reaccionaban canturreando “soy feliz, no me falta nada”. Al amanecer, no muchos años después, al salir de casa, camino al autobús y a la Cimov, cargado de una humedad fresca con la que también me encariñaría, el aire de los alrededores de Lisboa traía a la vida entera un olor indistinto a desinfectante.

La madrugada en que nació mi abuelo Castro, su padre estaba en el mar. Eso fue en una mítica M’banza Kongo, en la Provincia de Zaire, en Angola. Visto de lejos, desde la playa, el cabello rubio del albino era un punto de luz en el paisaje. Pescaba en las rocas, con una lanza, esperando ver pasar cierto pez bajo el agua. Entonces el pez reventaba, soltando una sangre negra, volviendo más nítida para el pescador su propia imagen reflejada en el fondo. A veces, en madrugadas semejantes y con la marea alta, el hombre llevaba la lanza en alto y se abría camino en el mar y lo recorría cuanto se le antojaba, lento entre las aguas partidas, ante la visión de las olas erguidas junto a él como un alto muro. No lo hacía estando acompañado o en apuros, sino para gozar de un paseo, a solas. Sin embargo, ser testigo de un don que no podía compartir le daba el sentido exacto de ser un elegido. La gracia parece oponerse a que tengamos público: es una ofrenda para usarla en soledad. El día que nació mi abuelo Castro, su padre salió de casa con cierto pez en la cabeza, algo especial que había visto pasar por ahí. La playa estaba desierta, flotaba la neblina. Como si fuera a lanzarse sobre el único pez vivo mi bisabuelo se paró sobre una roca, haciendo equilibrio, alzó el brazo y quedó fijo en su retrato —leche sobre aceite—, el cabello en una larga trenza mientras el pez reventaba en espesura y densidad. En casa, la mujer dio a luz. El pequeño Castro, le contaron después, habló en vez de llorar al salir a la oscuridad de la choza iluminada con aceite de pescado, apestando a pescado como apestaban todos, cosa que el pescador ya había anticipado. Quizás no haya playa ni peces que revienten en M’banza Kongo.

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