Katherine Applegate - Willodeen

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«La tierra es vieja, pero nosotros no, y eso no lo debemos olvidar.»«Una fábula entrañable que ilumina la importancia de reconocer que todos los seres vivos tienen un propósito en nuestro mundo maravillosamente complejo y son dignos de nuestro cuidado y estimación».
BookPageLa autora superventas Katherine Applegate regresa con una emotiva historia acerca de una chica que lo arriesga todo por recuperar el equilibro de nuestro planeta.

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Conocí también a las familias, con sus bebés juguetones y los abuelos refunfuñones, sobre todo porque algunos volvían año tras año. Los chilladores parecían esforzarse mucho en mantener a su familia unida. Los hermanos mayores a menudo se apostaban a vigilar cerca de los nidos, y los padres nunca dejaban que las crías pequeñas se alejaran más de la cuenta.

Tenían razones para andar con cuidado. Los miembros del consejo del pueblo habían decretado una recompensa por cada chillador, luego de que uno se aventuró hasta un montón de basura durante la Feria de Otoño. Un turista se topó con el chillador, y el hedor del animal era malo para el negocio de la feria. Eso fue todo. Los chilladores eran un problema, pero nada que una flecha bien lanzada no pudiera arreglar.

¡Cinco piezas de cobre por cada piel de chillador! La sola idea me enfurecía. ¿Quién podía culpar a un animal curioso por andar merodeando en el pueblo con la esperanza de llenarse el estómago?

Pasaron las estaciones y los años, y yo seguí llevando mis cuentas. Cuando empecé, había ochenta y siete chilladores (estoy casi segura, al menos. Con tantos, era difícil no equivocarse). Al año siguiente, conté treinta y nueve.

Para el otoño en que iba a cumplir los once años, temí que no llegara a ver más de un chillador. Busqué día tras día, y día tras día seguí sin encontrar nada.

—¿Dónde podrá estar? —le pregunté a Duuzuu una tarde. El osibrí estaba parado en mi hombro, mientras yo me asomaba al interior de un nido vacío. El año anterior, había vivido una familia de cuatro chilladores ahí mismo.

Duuzuu hizo uno de sus gorjeos. Siempre respondía cuando le hablaba. Tenía tres tipos de ruido para conversar. A veces era un ronroneo gutural. A veces era un sonido que se iba haciendo más agudo, como una pregunta. Y a veces era una especie de suspiro suave y musical. Yo me sentía exactamente como si mantuviéramos un diálogo, aunque no teníamos la menor idea de lo que nos decíamos el uno al otro.

Atardecía. El sol estaba bajo, cansado y ruborizado tras el largo día. El camino se veía sombreado por los pinos. Aquí y allá, rayos de luz se filtraban entre las ramas, como espadas doradas.

Cerca del filo de la cresta me arrodillé, en busca de huellas en la tierra. Estaba cuarteada y endurecida, no había llovido en muchísimo tiempo, y dudé que pudiera encontrar algo. Pero los chilladores tienen garras filosas y curvas en las patas delanteras, y a veces dejan marcas con ellas.

Nada, aunque sabía que el chillador había estado ahí el día anterior. El único que había visto en los últimos dos meses. Era grande y viejo, con el hocico gris. Lo había llamado Sir Zurt. Era tan viejo que supuse que se merecía el título de caballero nada más por haber sobrevivido, por eso lo de “Sir”.

Olisqueé el aire. ¿Sería humo lo que percibía? Una parte de mí estaba en alerta constante, a la espera del siguiente incendio. De la siguiente pérdida. Especialmente en este momento del año, cuando los días traían vientos secos y cálidos.

Inhalé de nuevo. Nada de humo. Pero tal vez, sólo tal vez, sí se sentía un tufillo a chillador.

Cuando no estaban asustados, también tenían su olor particular. Era un buen olor, o al menos eso me parecía a mí: un olor medio salvaje, terroso. Me adentré en los árboles y vislumbré algo.

Ahí estaba, echado en un montón de ramas de debbir, cubriéndose el hocico con una pata. Un ejemplar más joven hubiera notado que me aproximaba, pero éste probablemente ya no podía oler u oír tan bien como antes. Cojeaba un poco al andar, igual que Mae y Birdie. Imagino que los chilladores también sufren de reumatismo, como la gente.

Di un paso adelante Sir Zurt abrió un ojo y me miró enojado Soltó un gruñido - фото 17

Di un paso adelante. Sir Zurt abrió un ojo y me miró enojado. Soltó un gruñido para darme a entender que había interrumpido su siesta.

Bajé la cabeza y aparté la mirada. Tras muchas horas de observarlos, sabía que así se mostraba que uno no era una amenaza. Se calmó un poco y entrecerró los ojos.

Me encantaban los pelos de sus cejas, enmarañados y de color plata. Y sus pestañas, largas y gruesas.

Detrás de mí, una rama se quebró. Oí pasos, movimiento.

Plac.

La flecha impactó con tal fuerza que el nido pareció explotar.

CAPÍTULO Ocho Mi corazón dio un brinco No grité pero mi voz se perdió - фото 18

CAPÍTULO

Ocho

Mi corazón dio un brinco.

—¡No! —grité, pero mi voz se perdió entre los alaridos de Sir Zurt y las pisadas de los cazadores que se aproximaban.

—¡Corre! —grité, como si el viejo chillador pudiera entenderme.

Deslicé a Duuzuu al interior de mi bolsillo.

—No hagas ruido —dije.

Sir Zurt ya no estaba, pero vi un delgado rastro de sangre que llevaba hacia los árboles. Rápidamente lo cubrí con hojas. No hacía falta que los cazadores se dieran cuenta de que sí le habían atinado.

Otra flecha pasó veloz y fue a clavarse en el nido abandonado. Una tercera flecha quedó clavada en el tronco de un árbol cerca de mi cabeza.

Me agaché.

—¡Alto! —grité—. Ya se fue. ¡No más!

A través de las ramas podía ver a dos hombres con arcos y un carcaj de flechas a la espalda. Uno de los hombres era bajo, de cabello oscuro y corpulento. El otro era alto, con una barba gris muy tupida y una enorme panza. Qué niña más tonta gruñó el de la barba gris Me acabas de costar un - фото 19

—¡Qué niña más tonta! —gruñó el de la barba gris—. Me acabas de costar un puñado de piezas de cobre.

—Tienes suerte de que no te hayamos herido —dijo su compañero.

Recogí la flecha que estaba junto a mis pies. La punta era tan afilada como una púa de la cola de un chillador. Las plumas del otro extremo parecían de cuervo.

—Dame eso, niña —dijo el de la barba gris. Su compañero arrancó la flecha clavada en el tronco, pero el astil se rompió.

—Por favor, no merecen la muerte —dije.

El de la barba gris se tapó la nariz con los dedos.

—¿Sí lo hueles? —preguntó—. No hay nada peor que ese hedor.

Yo estaba tan furiosa que ni siquiera me había dado cuenta del olor.

—Despiden ese olor cuando están asustados —expliqué—. No tienen flechas, como usted.

—Pero tienen colmillos suficientemente afilados y púas en su cola —dijo el más bajo—. No hay necesidad de que, además, anden por ahí, apestándolo todo.

El de la barba gris me tendió la mano.

—Dámela, entonces —dijo, apuntando con la barbilla a la flecha que yo sostenía.

Me temblaban las manos. Toqué la punta, imaginando el dolor que era capaz de producir. Yo había manipulado una buena cantidad de flechas, claro. Mis padres me habían enseñado a cazar. Comía estofado de conejo o de pollo cuando podía, al igual que el resto de la gente.

Pero ¿matar algo sin razón alguna, sólo porque sí? ¿Qué lógica tenía eso?

—Dámela, niña.

No lo miré. Evitaba mirar a la gente a los ojos. Hacía que me sintiera nerviosa.

Además, había aprendido que no siempre me gustaba lo que veía allí.

—A ver, ya —ordenó.

Pero para ese instante, yo ya iba corriendo colina abajo, seguida por gritos de ira.

CAPÍTULO Nueve Cerca del pie de la colina justo donde no podían verme desde el - фото 20

CAPÍTULO

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