Sarai Walker - Bienvenidos a Dietland

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Novela en la que se basa la 
serie de televisión
Dietland emitida por AMC Plum hace todo lo posible para pasar desapercibida porque cuando estás gorda todo el mundo te juzga.Y para evitar el juicio de los demás, decide trabajar desde su casa respondiendo el correo de la directora en una revista de moda para adolescentes. Mientras, sueña con ahorrar para reducirse el estómago y así convertirse en una mujer atractiva y deseada. Pero un día conoce a una misteriosa chica que la introduce en el círculo de Calliope House, una comunidad de activistas que luchan por cambiar las reglas que la sociedad impone a las mujeres, e inicia un descenso por una madriguera de conejo de pesadilla que la lleva a ser consciente de los costes reales de ser aceptada socialmente. Además, Plum se verá envuelta en el siniestro plan de una guerrilla de mujeres que deciden tomarse la justicia por su mano, aterrorizando e imponiendo duras penas a los hombres que las desprecian y maltratan."Es muy raro encontrar una novela que se parezca tanto a la maligna «chick-lit», y que en ocasiones se lea de la misma manera, pero que celebre abiertamente censurar la cultura de la violación. Si usar la sátira puede llamar la atención, es solo porque en la vida real, cuando hablas de los abusos a mujeres, hay tal cantidad de basura con la que lidiar que difícilmente se puede recurrir a la sátira". —Lydia Kiesling, The Guardian"
Hilarante, surrealista y tremendamente original. El ambicioso debut de Walker evita las trampas moralistas para lograr algo mucho más escaso de ver: una genuina novela subversiva que a la vez es muy divertida. Con un poco de
El club de la lucha y otro poco de manifiesto feminista, esta novela es una curiosidad que retuerce las etiquetas de género. Un debut que apunta alto y consigue llegar a la diana". —Kirkus"
Sarai Walker ha escrito un llamamiento a las armas.
Bienvenidos a Dietland es una narración tortuosa, subversiva y muy entretenida. Es un «Manifiesto de la Escoria Humana» añadido a un beat de música pop, y Plum Kettle es la perfecta heroína feminista para los tiempos modernos". —Alice Sebold, autora de "
Desde mi cielo"

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—Te he dejado algo en la cocina —me dijo, y después se fue.

Cuando escuché que la puerta se cerraba me esforcé por enderezarme y fui a lavarme las manos, todavía sin aliento después del shock de haberme encontrado a la chica en la Torre Austen. Me pregunté si estaría esperándome en la cocina de los empleados, pero cuando fui allí no había nadie. Miré alrededor, sin saber si la chica se había ido, pero después reparé en la mesa de regalos promocionales.

Lo que no se usaba para la revista se dejaba en una mesa de la cocina y cualquiera podía coger lo que le interesara. Escarbé en el montón: un bolso con un asa de bambú rota, un montón de pendientes baratos, pintalabios... Nada de eso parecía ser para mí. En el suelo, al lado de la mesa, había una caja de cartón llena de libros con unas cuantas novelas románticas juveniles y la biografía no autorizada de una estrella del pop, y entonces lo vi.

Aventuras en Dietland.

Era un libro escrito por Verena Baptist. Su nombre no me resultó familiar hasta que leí la contraportada. Cuando me di cuenta de quién era cerré los ojos. Puede que estuviera en la Torre Austen, sin nada más que cemento y acero para sujetarme, pero en mi mente viajé en el tiempo hasta Harper Lane, la casa de mi infancia. Sentí una punzada, como cada vez que recuerdas algo. ¿Cómo lo sabía? La chica no podía haberlo sabido.

Abrí el libro para ver si había escrito algo o me había dejado una nota para hacerme saber que esa era la pista correcta en la busca del tesoro, pero no había nada. Metí el libro en mi bolso y me dirigía hacia la puerta cuando de repente se abrió.

—Te he estado buscando por todas partes.

La ayudante de la editora de belleza me tendió una bolsa llena de los productos que se suponía que tenía que probar.

—¿Sabes si aquí trabaja una chica que lleva botas militares y medias de colores? —le pregunté, cogiendo la bolsa—. Utiliza mucho delineador de ojos. ¿Quizás una becaria?

La ayudante se encogió de hombros.

Salí de la cocina y me dirigí a los ascensores. Una vez que estuve en el metro hacia mi casa, abrí Aventuras en Dietland. Mientras leía las palabras de Verena por primera vez: «Antes de que yo naciera, mamá era una joven delgada», el tren abandonó la estación y se adentró en el túnel, alejándome de la Torre Austen.

En ese momento, ya había empezado.

Después de catorce horas en el coche conduciendo de Boise a Los Ángeles en un - фото 3

Después de catorce horas en el coche, conduciendo de Boise a Los Ángeles en un solo día, mi madre y yo llegamos al 34 de Harper Lane con las caras y los brazos colorados por el sol. Mi tía abuela Delia y su segundo marido Herbert vivían en una pequeña casa de piedra, cuya puerta delantera estaba cubierta de enredaderas y buganvillas. El jardín era verde con limoneros y palmeras. «Pronto volverás con tu padre», me susurró Delia cuando bajé del coche, «solo tienes que darle a tu madre un poco de tiempo».

Delia había vivido sola en la casa de Harper Lane después de que su hijo Jeremy se marchara a una universidad en el este, pero después se casó con Herbert y más tarde nos acogió a nosotras. Mi madre se acomodó en el estudio, con su televisión en blanco y negro y un sofá cama. A mí me dejaron una habitación libre en la parte delantera de la casa, desde la cual se podía ver una datilera, o más bien su tronco, recubierto de triángulos como el cuello de una jirafa.

Después de dejarme llamar por teléfono a mi padre y de llevarme a la prometida Disneylandia, mi madre se retiró al estudio y lo abandonó muy pocas veces en lo que quedaba de verano. Si quería verla, tenía que entrar de puntillas y acurrucarme junto a ella en su cama. Con las cortinas echadas estaba oscuro; no podía verla pero sí sentir su mano en mi cabeza, acariciándome el pelo. Escuchaba el ruido del ventilador en la esquina; mi nariz se llenaba del olor de su sudor.

Delia era la directora de un restaurante durante el día. Herbert estaba jubilado y se sentaba en el sofá a ver sus «programas», empezando con El Precio Justo por la mañana y siguiendo hasta la cena. No se le podía molestar. Me llevó al centro comercial y me compró una pila de libros, recortables, muñecas, unos patines nuevos y una comba, esperando que me entretuviera yo sola.

Una tarde me senté en el patio delantero bajo la palmera a leerme uno de los libros. Hacía calor en California, mucho más que en Idaho, y empecé a fantasear con la idea de un polo de cereza. Cuando iba a levantarme un coche azul con dos mujeres dentro se paró enfrente de la casa. Una de ellas se asomó por la ventanilla del acompañante y sacó una cámara de fotos negra y grande. Apretó el disparador varias veces. Cuando acabó, se volvió a acomodar en el coche y se fueron. Pude oír el sonido de su risa alejándose tras ellas.

Miré alrededor buscando algo que fuera merecedor de una foto, pero no vi nada. ¿Me las habrían sacado a mí? Entré en la casa y me asomé por detrás de las cortinas del salón para ver si volvían.

Herbert ni siquiera se dio cuenta de mi presencia mientras me sentaba junto a él en el sofá. En la mesita, sus gafas reposaban sobre la guía de televisión, envueltas en su funda de piel de serpiente. Intenté seguir leyendo el libro, pero los aplausos del concurso no me dejaban concentrarme. Volví a apartar las cortinas y miré hacia la calle, pero allí no había nadie. Salí con mi helado y me senté bajo el árbol, quitándole el plástico que lo envolvía y lamiéndome las gotas rojas de entre los dedos.

Un deportivo amarillo se detuvo. Una chica se asomó por la ventanilla y sacó varias fotografías. Me miró y se rio. El deportivo aceleró y la melena rubia de la chica ondeó con el viento, como si fueran llamas de fuego.

Cuando el ruido del coche desapareció, y todo volvió a la calma, tiré el polo a la basura. ¿Qué había visto la chica? Quise correr hacia mi madre pero estaba dentro de la habitación oscura.

«¿Herbert?», pregunté, entrando en la casa. Me hizo señas de que me fuera. El resto de la tarde me quedé escondida en el jardín de la parte de atrás, sentada con mis libros dentro de la piscina, una carcasa de cemento sin agua.

Evité el patio durante varios días, pero no me gustaba la terraza de atrás, que estaba atestada de cosas, con una colección de cañas de bambú en una esquina, muebles de jardín en la otra y un agujero de cemento en el medio. Cuando me aburrí de leer y mis lápices de cera se reblandecieron por el calor, me puse los patines, pensando que la piscina vacía sería perfecta como pista de patinaje. Herbert me vio desde la ventana de la cocina y me gritó que me iba a romper una pierna.

Él guardaba un montón de dulces y bollos escondidos tras la panera de la cocina, así que cogí uno y me fui al patio delantero con mis patines. Mientras me dirigía hacia el buzón, con la boca llena de bizcocho y crema, un coche se paró, y supe lo que iba a suceder. Un hombre salió del coche y se puso a hacer fotos, después se largó.

Delia volvió a casa por la tarde y me vio sentada en la mesa de la cocina, leyendo un libro. «¿Por qué no estás fuera, cariño?». Me encogí de hombros. No quería decirle que la gente se me quedaba mirando, que me hacían fotos y que algunos incluso se reían.

La mayoría de las noches nuestra cena provenía del restaurante. Delia sacaba cajas de poliestireno de una bolsa de papel marrón y las dejaba en la mesa. Me tomaba un sándwich a la plancha y ensalada de col, comidas raras que mi madre nunca hacía en casa. Ella no nos acompañaba en la cena y me dejaba sola con Herbert y Delia, que se ponían a hablar de cosas de adultos. Miré a la calle desde la mesa, esperando ver más coches. No vino ninguno.

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