Helen dijo que mi jefa de la editorial le había hablado de mí. «Somos viejas amigas», explicó Helen, y me pregunté qué le habría contado. Helen quería hablar de Daisy Chain, la revista para adolescentes. Yo la había leído cuando estaba en el instituto. Incluso mi madre y sus amigas la leían cuando tuvieron esa edad. Llevaba publicándose desde los cincuenta y era una parte tan importante de la cultura americana que el primer ejemplar se exhibía en el Smithsonian, junto con Seventeen y Mademoiselle. Suponía que los ejemplares antiguos de Daisy Chain en el museo no se parecían en nada a los actuales, como el que estaba en la mesa de Helen con una portada en la que se leía: PERDER LA VIRGINIDAD... NO ES PARA TANTO.
Helen me dijo que Kitty Montgomery era la nueva editora de Daisy Chain. Las otras revistas para jóvenes de Austen habían cerrado, así que Kitty estaba llevando todo el peso del demográfico adolescente.
—Le está yendo muy bien —dijo Helen—. El señor Austen está tan contento que la ha invitado a su casa de veraneo dos veces.
Helen me explicó que en su columna mensual, a Kitty le gustaba compartir fotos e historias trágicas de su adolescencia, cuando era una joven plana y larguirucha en las afueras de Nueva Jersey. Mientras Helen atendía una llamada de teléfono, hojeé algunas de las columnas de Kitty y leí acerca de cómo había sido acosada y pegada por un grupo de chicas y de cómo unos chicos la habían encerrado en las taquillas. Su madre agravaba su miseria al no dejarle utilizar maquillaje ni cuchillas de afeitar. Como contraste, al final de cada columna había una foto de Kitty como una mujer glamurosa, una que se había deshecho milagrosamente de los granos de su adolescencia y que había resurgido, victoriosa, como una serpiente blanca. En sus fotos actuales aparecía posando en la esquina de su mesa en la Torre Austen. Tras ella se veían las llanuras de Nueva Jersey, la tierra de sus antiguos acosadores, tan pequeños e insignificantes ahora.
—Dada la popularidad de Kitty le llegan muchas cartas de lectoras —me explicó Helen cuando terminó su conversación—. Se sienten inspiradas por ella y por su transformación. Quieren desesperadamente que les aconseje y contactar con ella a través de la sección Querida Kitty de la página web. Recibe un aluvión de mensajes.
Esperé a que Helen me explicara qué tenía que ver conmigo todo esto. Sabía que habría una oferta de trabajo, pero suponía que tendría algo que ver con el departamento de suscripciones.
—El departamento legal sugirió que mandáramos respuestas prefabricadas a las lectoras, pero Kitty se negó en rotundo. Hemos decidido aceptar su propuesta y contratar a alguien para que se haga cargo de las respuestas a sus chicas, como ella las llama, ofreciendo ánimos y una figura como de hermana mayor, ese tipo de cosas. Es correspondencia privada, así que no aparecerá en la revista. —Helen me miró e hizo una pausa—. Creo que serías perfecta para esto. He mandado a otras y ninguna ha funcionado, pero tú —me dijo poniéndose las gafas y observándome—, tú eres diferente.
Ya sabía lo que le había comentado mi antigua jefa acerca de mí.
—¿Quieres que alguien responda a esas chicas haciéndose pasar por Kitty?
—No pienses en ello como si estuvieras mintiendo. Seríais un equipo. —Helen cruzó los brazos por encima de su busto, que no eran dos pechos separados sino un solo bulto enorme—. Eres mayor que las otras chicas que hemos considerado para el puesto, y eres muy diferente a ellas. La mayoría… bueno, ya sabes a qué me refiero. Me han dicho que eres lista, pero eso no es lo que me importa. Escribirías con la voz de Kitty. No tienes por qué creerte lo que redactes, lo único que importa es que sea lo que Kitty haría si tuviera tiempo. Creo que serías comprensiva con los problemas que están teniendo nuestras chicas. Eso es lo importante.
Debería haberme sentido agradecida ante la posibilidad de un trabajo, pero estaba a la defensiva y trataba de esconderlo.
—¿Qué te hace pensar que voy a entenderlas? Ni siquiera me conoces.
—Solo lo supongo —dijo.
Las dos supimos a qué se refería. Odiaba que otras personas aludieran a mi tamaño, a pesar de que era obvio. Era como si me estuvieran confirmando que había algo malo en mí, cuando yo esperaba que no se hubieran dado cuenta.
Apreciaba la oferta de Helen, pero la idea de trabajar en la Torre Austen todos los días me horrorizaba. Me lo imaginaba como un enorme instituto de cincuenta y dos plantas, lleno de susurros y grupitos. Helen debía de haber empezado a trabajar en Austen Media décadas antes de transformarse en la mujer regordeta y postmenopáusica que se sentaba delante de mí.
Mi instinto me decía que huyera. Al principio me negué a la proposición de Helen de conocer a Kitty, pero ambas fueron muy insistentes. Cuando finalmente me reuní con Kitty en su oficina, me sugirió que podría trabajar desde casa. «Ha sido idea de Recursos Humanos», me dijo, «como puedes ver, hasta mi asistente tiene su mesa en el recibidor. No tenemos mucho espacio».
Trabajar en casa hacía que el trabajo fuese más apetecible, pero le dije que me lo tenía que pensar. Nunca había sido de las que ofrecían consejos por ahí y no estaba segura de que estuviera cualificada para ese trabajo. Kitty pensó que mi recelo se debía a que me estaba haciendo la difícil y empezó a cortejarme con correos cariñosos, flores, incluso con una vela perfumada que me envió por mensajería. No estaba acostumbrada a que me fueran detrás. La sensación era un poco abrumadora.
Habían pasado tres años desde que había aceptado el trabajo, tres años de responder a los mensajes en la cafetería. Llegué para mi reunión mensual con Kitty y salí del ascensor en la planta treinta, donde me saludaron unas enormes ampliaciones de las portadas de Daisy Chain. Quizás querían intimidar a sus enemigos, como los edificios y monumentos de Washigton DC. Me senté en el sofá en forma de labios que estaba fuera del despacho de Kitty y esperé. Nuestras reuniones rara vez duraban más de diez minutos, pero nunca conseguía irme de la Torre Austen en menos de dos horas, por culpa de la frenética agenda de Kitty. Yo hubiera preferido ponernos al día por teléfono, pero Kitty exigía que nos viéramos cara a cara.
Mientras esperaba sentada en el sofá, su asistente Eladio jugaba a videojuegos en su ordenador. La primera vez que fui a la oficina, me llevó a la sala de conferencias con los ventanales panorámicos y me señaló a las personas que andaban por la acera, pequeñas como hormigas. «Lo que me encanta de trabajar aquí», me dijo, «es que puedo mirar por encima a todo el mundo».
Era el único hombre en un equipo de veintiuna mujeres blancas, y además era latino y gay, diversidad por partida triple. Una vez me contó que se volvía irritable y malhumorado una vez al mes, propenso a ataques de rabia sin sentido, dado que se había sincronizado con los ciclos menstruales de las mujeres de la oficina y que se veía sumergido en la marea hormonal por error. Tenía una caja de calmantes para la regla en su escritorio, pero estaba llena de gominolas. Una vez Kitty les contó a sus lectoras que los ciclos de las mujeres de su oficina se regían por la luna. Aseguró que el sangrado masivo de cada mes dejaba las papeleras de los baños de mujeres rebosantes.
Mientras esperaba, hojeé el último número de Daisy Chain, consultando el índice para ver mi nombre, que sería impreso más de un millón de veces y distribuido por todo Estados Unidos: Asistente especial de la Editora Jefe: Alicia Kettle. Alicia era mi verdadero nombre, pero nadie me llamaba así.
Kitty apareció finalmente, apresurándose para entrar en su despacho y dejar una pila de revistas e informes en la mesa.
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