Después de la cena, Delia y Herbert salieron a la terraza trasera con una botella de vino y me permitieron quedarme en el salón a ver la tele. Me senté en el hueco que había dejado Herbert en el sofá verde. Vi dos telecomedias y antes de que empezara la tercera, fui a la cocina para ponerme un vaso de leche. Volví al salón y me estaba llevando el vaso a la boca cuando vi a un hombre asomado a la ventana. Era grande y amenazador. Nuestras miradas se encontraron y se apresuró a volver a su coche e irse.
Dejé el vaso en la mesita, salpicando leche en la guía de televisión de Herbert, y me fui corriendo hacia mi cuarto. Metida en la cama y tapada con la colcha, me pregunté: ¿Quién es esta gente? ¿Y por qué se me quedan mirando?
Antes de que nos mudáramos a la casa de Harper Lane, ya había temido que hubiera algo malo en mí. En casa, cuando visitábamos a los primos, se reían de mí y me llamaban cerdita hasta que sus madres les mandaban callar. En primer curso, en la clase de la señorita Palmer, las dos chicas que se sentaban a mi lado, Melissa H. y Melissa D., me dijeron que no me iban a invitar a su fiesta de Halloween porque tenía microbios de gorda. Cuando le pregunté a mi madre qué significaba eso, me dijo que no les hiciera caso.
No sabía qué era lo que otras personas veían cuando me miraban. En el espejo no era capaz de verlo. Y en la casa de Delia las cosas iban a peor. La gente me estaba sacando fotos y yo no sabía por qué. Por el día me escondía en mi habitación y les aguardaba. Una vez estaba armando un jaleo en la cocina con la mantequilla de cacahuete y la mermelada, y dos chicas escalaron la valla de la terraza. Dejé caer el cuchillo y grité a Herbert para que viniera. Cerró la puerta de atrás y ahuyentó a las chicas. «Condenadas turistas», gritó. Miré a la calle, horrorizada. Herbert volvió a entrar en la casa y me pasó la mano por el pelo. «No les prestes atención, nena».
«Ignóralas». Eso era lo mismo que había dicho mi madre.
Me mantuve alejada de las ventanas para que nadie pudiera verme. La mayor parte del día me quedaba sentada en el suelo del salón, envuelta en una manta para protegerme del frío del aire acondicionado, y veía concursos con Herbert. Cuando mi madre salía de su cuarto para ir a la cocina, me decía que estaba pasando mucho tiempo dentro de casa. «No es la única», le dijo Herbert.
Delia y él me llevaron al centro comercial y me compraron una bicicleta con pompones morados que colgaban del manillar. Cuando volvimos a casa, esperaban que me pusiera a montarla por la calle, arriba y abajo. Estuve así una hora, hasta que una pareja con una furgoneta plateada se paró frente a la casa. «Hola, niñita», dijo el hombre con una voz que me asustó.
Entré en casa llorando.
—¿Qué te pasa, cariño? —me preguntó Delia, acercándose a mí y pasándome sus uñas postizas por la espalda—. ¿Te has caído de la bici?
—La gente me mira.
—¿Quién?
—La gente de los coches. Se paran frente a la casa y me hacen fotos.
Delia empezó a reírse, poniéndose una mano delante de la boca, tapando la amplia sonrisa y mostrando sus uñas color rosa perlado.
—No te están haciendo fotos a ti, nena. Están haciendo fotos de la casa. Una mujer muy famosa solía vivir aquí. Llevo en esta casa tanto tiempo que ya ni me doy cuenta de los locos que vienen.
Delia me habló acerca de Myrna Jade, una estrella de las películas mudas de los años veinte. Me contó que no había oído hablar de ella cuando compró la casa.
—Estaba hecha un desastre. Se caía a trozos. Jamás hubieras imaginado que una estrella de cine vivía aquí.
Myrna Jade había sido olvidada, sus películas estaban fuera de circulación, hasta que un historiador escribió un libro acerca de ella en los años setenta que se convirtió en una película muy popular en los ochenta, Myrna-manía, lo llamó Delia.
—Ahora mi casa está en El mapa de las estrellas y la gente pasa a cualquier hora del día o de la noche. La mayoría europeos. Sé que es una molestia, nena. Créeme, lo sé. Pero no hay nada que se pueda hacer así que no les prestes atención.
No estaba segura de creer a Delia. ¿Quién iba a pensar que una estrella de cine viviría en una pequeña casa de piedra y no en un castillo? Me pregunté si estaba intentando hacerme sentir mejor. Me fui a mi cuarto el resto de la tarde y cuando llegó la hora de irse a dormir, me puse el pijama y me asomé a la ventana. Un flash. Clic. Otros dos. Clic, clic. Flores eléctricas contra el cielo nocturno.
***
Las mujeres que vinieron antes de mí tenían una figura definida. Mi abuela, la madre de mi madre, murió antes de que yo naciera pero quedaban fotografías de ella. En mi favorita aparece ella de joven junto a su hermana, en el paseo marítimo de Atlantic City, las dos con los brazos entrelazados y sonriendo a la cámara. Me gusta pensar que mi abuela nos estaba dirigiendo la mirada a mi madre y a mí a través del tiempo, aunque en esa época no nos habría podido ni imaginar. Es una adolescente en esa foto, su corte de pelo al estilo de los años veinte. Su hermana y ella llevan vestidos de lunares y las dos son rellenitas. Ya desde pequeña me veía a mí misma en ellas. Sabía que estábamos conectadas, como un collar de perlas blancas extendiéndose hacia el pasado.
Cuando mi madre era pequeña también tenía una figura definida, pero no era rolliza como ellas. El día que nací, me miró y supo que me llamaría por otro nombre, independientemente de lo que pusiera en el certificado de nacimiento. «Tenías el pelo muy oscuro», dijo, «era tan largo que podía enrollar los dedos en él. Tu piel era como una rosa. Eras tan dulce que te hubiera podido comer, mi pequeña Plum».
Una perla, una ciruela... la redondez me definía.
Todos los años, el primer día de colegio, la profesora pasaba lista y cuando llegaba a mi nombre, decía: «¿Alicia Kettle?», y entonces le tenía que decir que me llamaban Plum.
Ciruela. Gordita. Cerdita.
Alicia soy yo pero no soy yo.
Vivimos en la casa de Harper Lane durante cinco meses y después nos mudamos a nuestro propio piso. Mi padre se quedó en Idaho y se divorciaron. El sueldo de mi madre como secretaria del departamento de biología de una universidad nos permitía tener una casa con muebles de madera oscuros, que absorbían toda la luz, y moqueta de color naranja vómito. Vivimos en ese piso unos cuantos años, hasta que Herbert murió de un infarto. Delia se sentía tan infeliz viviendo sola que suplicó que nos volviéramos a mudar a la casa con los mirones, los curiosos, los fotógrafos.
Los colegios que había cerca de la casa de Delia serían mejores para mí, dijo mi madre, y le gustaba la idea de escapar del complejo residencial con los pañales sucios flotando en la piscina. Ya había decidido marcharse, así que nos fuimos.
En la casa de Harper Lane estábamos bajo vigilancia constante. Sentada para desayunar, alzaba la vista de mis cereales y veía una figura asomada a la ventana, que se escapaba como un ratón asustado cuando lanzaba mi zapatilla contra el cristal. En mi habitación siempre tenía las cortinas corridas, pero sabía que estaban ahí fuera. A Delia y a mi madre no parecía importarles las miradas y las cámaras de los extraños. Cuando estaban fuera de casa podían escapar; para ellas era solo un problema temporal.
En el colegio no había ningún sitio donde esconderme. Estaba rodeada. Había tanta gente que nunca tenía la certeza de quién estaba mirando. Todos los días tenía ganas de escaparme, de cerrarme como una flor con el calor.
No le contaba a nadie lo que sucedía en la escuela. Algunas veces, al final del día, me encontraba con que me habían escupido en el pelo o me habían pegado un papel en la espalda que decía: HAZME UN FAVOR Y EXPLÓTAME. El primer día en el instituto, después de que una compañera mayor que nosotras fuera violada en un descampado, me ofrecieron clases de autodefensa. Cuando fui allí, dos chicas se burlaron y dijeron en alto, para que todo el mundo las oyera: «¿Quién querría violar a esta?».
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