Llamé a Idaho por teléfono y pregunté: «Papá, ¿crees que soy guapa?». Sabía que me diría que sí porque era mi padre.
Durante mi siguiente año de instituto, un chico me pidió ir al baile. No me fiaba mucho de los chicos, puesto que no me prestaban ninguna atención, a no ser que fuera para insultarme o algo peor, pero mi madre me insistió para que fuera. Me dejó en la puerta del gimnasio del colegio y esperé a ese chico en el aparcamiento durante más de una hora, arrastrando los bajos de mi vestido violeta y manchándolos de aceite de motor. El chico no vino y todo el mundo lo sabía. Lo habían visto.
Quise ser más pequeña para que no me vieran.
Si fuera más delgada, no se quedarían mirando. No serían tan crueles.
***
En la cafetería de Carmen, con el portátil abierto delante de mí, no podía concentrarme en los mensajes de las lectoras de Kitty. Había dejado el libro de Verena Baptist en la silla de al lado, y el día anterior ya me había leído unos cuantos capítulos. Seguí echándole miradas de reojo: Aventuras en Dietland. No era el tipo de libro que normalmente leía, pero tenía ganas de volver a casa y devorar sus páginas. No sabía por qué la chica me había dejado el libro ni por qué estaba en la Torre Austen. Parecía imposible que pudiese ser parte del mundo de Kitty y, sin embargo, había estado en su despacho. No la había visto desde entonces, así que me pregunté si ya había terminado su jueguecito.
Desde que había posado los ojos en el libro y en el nombre de Verena Baptist, había sido transportada a Harper Lane. La chica no podía saber nada de mi pasado, o de que yo había sido una baptista, pero gracias a ella no podía dejar de pensar en aquella época, cuando tenía la edad de una de las chicas de Kitty. No es que me apeteciera mucho recordarlo, pero el libro me obligaba a ello.
Me convertí en baptista en mi tercer año de instituto. Estaba con la gripe y me quedé en casa durante tres días, sin hacer nada salvo ver la televisión. La gente que aparecía en los programas matutinos no me resultaban familiares, sobre todo los sonrientes vendedores que anunciaban productos que yo no sabía ni que existían. Jamás había oído antes el nombre de Eulayla Baptist, pero aparecía en una serie de anuncios para la Pérdida de Peso Baptista ©. Tampoco había oído hablar de eso.
En todos los anuncios, una vieja fotografía de Eulayla Baptist llenaba la pantalla. Aparecía enorme, enfundada en unos vaqueros desgastados, intentando apartar su cara de la cámara. Una voz en off decía: «Esa era yo, Eulayla Baptist. Estaba tan gorda que ni siquiera podía jugar con mi hija». Unos violines tristes sonaban de fondo, llegando a un crescendo cuando la Eulayla delgada atravesaba la fotografía, destrozándola en el proceso. Esa era su gran entrada, con los brazos extendidos hacia el cielo.
Plano de Eulayla sentada a la mesa de una cocina soleada y con un mantel de cuadros rojos. «Al escoger comer con el Plan Baptista, nunca más tendrás que pasar hambre. Para desayunar y comer, disfruta de un batido baptista, enriquecido con melocotones de Georgia. Para cenar, las posibilidades son infinitas. Ahora mismo, estoy disfrutando de un plato de pollo con patatas». Eulayla, con su pelo rubio recogido en un moño francés y su eterna cruz dorada adornándole el cuello, dejaba el tenedor y miraba a la cámara, que se movía para cerrar el plano. «Con el Plan Baptista, no hay necesidad de ir a la compra ni de cocinar. Mi programa se encarga de todo lo que necesitas, excepto la fuerza de voluntad. Ese ingrediente tan especial tienes que ponerlo tú».
Cada veinte minutos o así esta mujer aparecía en pantalla, destrozando los vaqueros gigantes. En otros anuncios estaba acompañada de otras personas que también rompían sus fotos. Estaba Rosa, veintitrés años: «Si iba a estar gorda en las fotos de mi boda, prefería morir soltera». Violines tristes y ¡ráfaga!, Rosa estaba delgada. Marcy, de cincuenta y siete: «Mi marido quería ir de crucero, pero le dije: “¡Ni de broma! Con estos muslos, no me puedo poner pantalones cortos”». Violines tristes y ¡ráfaga!, Marcy estaba delgada. Cynthia, de cuarenta y un años: «Después de que mi marido muriera en un accidente de avión, me dediqué a comer diez mil calorías al día como mínimo. Si Rodney estuviera vivo, se habría avergonzado de mí». Violines tristes y ¡ráfaga!, Cynthia estaba delgada.
Estuve viendo la televisión durante horas, esperando los anuncios, hipnotizada. Saqué el anuario escolar y busqué mi foto en la página 42. En el pie se leía: «Alicia Kettle trabaja en su proyecto de ciencias en la biblioteca». Me imaginé viendo esa foto en la televisión, con mi eterno vestido negro y mi papada. ¡Ráfaga! Aniquilaría a esa chica tan odiosa.
Apunté el número de información gratuito decidida a convertirme en una baptista, aunque sabía que mi madre no me dejaría hacerlo. Tenía la mentalidad de apañarse con lo que tuvieras en lo que se refería a asuntos del cuerpo, ya fuera la altura, el peso o el color del pelo. Creía que la mayor parte de esas cosas ya te venían prefijadas. «Eres guapa tal y como eres», me decía siempre, y hasta parecía creérselo. Una vez que estábamos discutiendo acerca de las dietas, me dijo: «Te pareces a la abuela», lo que significaba: «Te pareces a la abuela y no hay nada que puedas hacer para remediarlo».
Daba igual lo mucho que le suplicara, no me dejaba ponerme a régimen. La madre de mi amiga Nicolette era miembro de Waist Watchers y fotocopié alguna de sus recetas, manteniéndolas escondidas. Intenté seguir la dieta por mi cuenta, pero no sabía cuántas calorías había en los platos que traía Delia del restaurante, ya fuera lasaña o estofado de pollo. Había demasiados ingredientes que tener en cuenta. Tomaba raciones más pequeñas y algunas veces me saltaba la comida en el colegio, pero no me gustaba pasar hambre. En mi instituto había chicas que ayunaban, pero yo no sabía cómo lo hacían. Si estaba hambrienta, no me podía concentrar y necesitaba hacerlo para sacar buenas notas.
Los anuncios de la televisión decían: «¡Una baptista nunca pasa hambre!». Ese era el reclamo. No sabía cómo iba a pagarlo, pero ya encontraría el modo. Estaba muy emocionada por mi plan secreto. La noche del baile del instituto mi madre me llevó a cenar. Cuando llegamos a casa, nos encontramos a un hombre arrodillado en el patio delantero, en homenaje a Myrna Jade. Cuando me vio hizo una foto. «Chica guapa», dijo. Nadie excepto mis padres y Delia me había llamado guapa jamás. Me gustó. Algo había cambiado en mí desde que había decidido convertirme en baptista. Solo con pensarlo ya me sentía más delgada.
No me importó no haber acudido al baile aquella noche. No necesitaba bailes ni a los chicos de mi instituto. Se acercaban las vacaciones de verano, después sería mi último año, y al final de todo iría a la Universidad de Vermont. Gracias al Plan Baptista estaría delgada cuando empezaran las clases. Nadie sabría que Plum, la gorda, había existido. Ni siquiera diría que me llamaba Plum. Sería Alicia, porque ese era mi verdadero nombre.
Si la gente me preguntaba por Plum, yo diría: «¿Quién? No conozco a nadie con ese nombre».
¡Ráfaga!
***
Después del instituto, no quedaba con nadie ni me apuntaba a ninguna actividad. Hacía los deberes. Siempre fui muy aplicada, no hacía falta que me lo recordaran. Por las tardes, a solas en la casa de Harper Lane, me sentaba a la mesa del comedor con las cortinas corridas y trabajaba a la luz de una lámpara. Algunas veces la gente llamaba a la puerta o tiraban piedrecitas a las ventanas. Intentaban girar los picaportes. Yo hacía lo posible por no ser vista.
Cuando mi madre llegaba a casa del trabajo abría las ventanas, dejando pasar la luz. «Hace un tiempo magnífico ahí afuera», me decía, pero yo me escapaba a la oscuridad de mi habitación. Un día Delia sugirió que fuera al restaurante por las tardes para hacer allí mis deberes. Supongo que ya lo había hablado con mi madre, pero hizo que pareciera una sugerencia espontánea por su parte.
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