La situación actual de la humanidad necesita la presencia de testigos y servidores de la nueva alianza. La alianza de Dios con la humanidad y aun de Jesús con su Iglesia están amenazadas por nuevas desviaciones o versiones idolátricas: el dinero, el poder, el sexo y sus terribles consecuencias, como la pobreza, la violencia, la marginación. Aunque el dinero, el sexo y el poder son en sí mismas realidades positivas y benéficas, fácilmente se convierten en ídolos seductores, que absorben la capacidad de entrega y adoración del ser humano y lo apartan progresivamente de la alianza con el Dios verdadero. Los sistemas económicos perversos, la pornocracia, el poder violento y sofisticadamente invasor y el poder religioso favorecen tales idolatrías y dejan al ser humano en un estado deplorable, de vaciedad y sin sentido.
Hemos de reconocer, no obstante, que vivimos la alianza en tensión: que no es posible vivir solo en el Espíritu, sin vivir en la carne, ni vivir en la carne sin vivir en el Espíritu. Se da en nosotros una coexistencia entre la carne y el Espíritu y entre el Espíritu y la carne. Somos el escenario vivo de una lucha entre la fidelidad o la infidelidad a la alianza. Ninguna de ellas logra derrotar totalmente a la otra, porque se implican dialécticamente entre sí. Lo diabólico convive en tensión con lo simbólico y ambas cosas porfían por prevalecer. En la condición presente no nos es dado ser totalmente espirituales ni gozar plenamente de nuestra carnalidad; nos sentimos divididos y por eso nuestro cuerpo anhela ser liberado[62].
La vida consagrada sueña organizarse «desde el Espíritu» para poder vivir la alianza en su plenitud y ser en la sociedad y en la Iglesia un memorial permanente de ella. Proclama que quien elige vivir según el Espíritu, aunque muera vivirá, y dará vida a la carne, y descubrirá cómo poco a poco la fragilidad, la enfermedad, la muerte y el propio pecado son asumidos en la alianza: ¡Hay resurrección de la carne! ¡No vivimos para morir, sino que morimos para resucitar!, ese pretende ser su testimonio. El Espíritu Santo la induce a creer y proclamar que Jesús es Señor y a vivir en alianza «en Él, con Él y por Él».
La vida consagrada se convierte en signo, en señal de aquello a lo que todos, tanto en la Iglesia como fuera de ella, estamos llamados a ser y vivir:
Por la profesión de los consejos evangélicos aparece como un signo (tamquam signum apparet) que puede y debe atraer eficazmente a todos los miembros de la Iglesia a realizar con decisión las tareas de su vocación cristiana […] El estado religioso manifiesta los bienes del cielo […] da testimonio de la vida nueva y eterna adquirida por la redención de Cristo y anuncia ya la resurrección futura y la gloria del reino de los cielos […] Muestra a todos los hombres la grandeza extraordinaria del poder de Cristo Rey y la eficacia infinita del Espíritu Santo, que realiza maravillas en su Iglesia (LG 44, 3)[63].
Y esto acontece cuando la vida consagrada se caracteriza por una entrega incondicional a la alianza: a vivirla y a servirla. Cada instituto presenta un aspecto del rostro de Dios y su experiencia de Él, un peculiar modo carismático de seguir a Jesús[64]; participa en la misiso Dei según el propio carisma; descubre la encarnación de Dios en la miseria, en los clamores del pueblo, en las esclavitudes de diverso tipo, en las esperanzas y añoranzas de la humanidad y se ponen a su servicio.
Las personas consagradas hacen compromiso público de alianza a través de votos u otros vínculos, que las re-ligan u obligan; los votos son una relectura carismática de las cláusulas de la alianza (es decir, del mandamiento principal y de los diez mandamientos).
Los carismas de cada instituto de vida consagrada son dones del Espíritu a la Iglesia. Por eso, los consagrados entienden hoy que han de insertarse en las iglesias locales y atender a las necesidades espirituales y materiales de la Iglesia universal. De ahí nace la necesaria vida de fraternidad y sororidad tanto interna –hacia dentro de los institutos–, como externa –hacia la comunidad eclesial y la comunidad humana.
2 Consejos evangélicos y votos
Los consejos evangélicos están basados en las palabras y ejemplos del Señor. Son un don divino que la Iglesia recibe de su Señor y que siempre guarda con ayuda de la divina gracia (LG 43).
Por medio de los votos o de otros compromisos sagrados parecidos, con los que el cristiano se obliga a los tres consejos evangélicos, este se entrega totalmente al servicio de Dios, amándole por encima de todo […] La consagración será tanto más perfecta cuanto mejor represente, por medio de compromisos más sólidos y estables, el vínculo indisoluble que une a Cristo con su esposa, la Iglesia (LG 44).
No solemos reparar en el significado de la palabra «boda». Deriva del término latino plural «vota», es decir ‘votos’. De esta manera, el lenguaje popular nos habla de los «votos esponsales». Allí donde se celebra una alianza –sea en el matrimonio, sea en la vida consagrada– allí se pronuncian los votos.
Aunque la palabra «voto» evoca, ante todo, la obligación de cumplir u observar algo a lo que uno se compromete, no deja de ser extraño que –en la vida consagrada– se haga voto de algo que es «aconsejado», es decir, «consejos». La tensión entre consejos y votos es la contraseña que nos abre al misterio de la vida en alianza propia de la vida religiosa o consagrada. Hablemos, pues, de los votos religiosos y de su contenido sorprendente que la tradición eclesial ha denominado «consejos evangélicos».
I. Consejos evangélicos cuando la alianza está amenazada
Jesús no es un maestro que pida imposibles. A quienes llama para que le sigan, él les dice: «Mi yugo es suave y mi carga ligera» (Mt 11,30). No obstante, reconoce que «yugo» y «carga» requieren «negarse a sí mismo y tomar cada día la propia cruz» (Lc 9,23). Sus discípulos y discípulas sabían que Satanás pretendía «cribarlos como trigo» (Lc 22,31); pero tenían a su lado al Maestro que los «aconsejaba» y les mostraba el camino, que era ante todo Él mismo, su forma de ser y actuar (Jn 14,6). Sus consejos eran «evangélicos».
1. El equilibrio amenazado por la exageración o la deficiencia
No hemos de demonizar ni el poder, ni el dinero, ni el sexo. Son realidades valiosas. A través de ellas crecemos como personas, como sociedad, como humanidad. También es cierto, sin embargo, que nuestra naturaleza humana está herida, es débil y fácilmente se deja llevar por los peores instintos. Esa condición la explicamos con la doctrina del pecado original. Por eso, en la medida en que vamos creciendo, nos cuesta ser virtuosos; fácilmente nos desequilibramos pecando por exceso o por defecto. Para Dante –en la Divina Comedia– los pecados capitales son amor, pero excesivo o deficiente: en todo caso, amor desequilibrado. Por eso, los valores del poder, del dinero, del sexo pueden ser exagerados hasta el punto de convertirse en realidades adictivas, idolátricas y en última instancia destructivas; o pueden quedar sofocadas por la falta de creatividad, de energía vital y convertir la vida en una existencia miserable –como el talento de la parábola escondido en la tierra (Mt 25,18)–.
Poder, dinero y sexo pueden deformarse por exageración idolátrica, o por desactivación. En el primer caso, hay que tener en cuenta el mandamiento principal de la alianza:
No tendrás otros dioses fuera de mí. No te harás escultura ni imagen alguna de lo que hay arriba en los cielos o abajo en la tierra o en las aguas debajo de la tierra. No te postrarás ante ellas ni les darás culto, porque yo, Yavé, tu Dios, soy un Dios celoso (Éx 20,3-5).
En el segundo caso, nos merecemos el reproche del Señor que nos dice:
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