Guille Blanc - Melog
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Por otro lado, Barak intentó varias veces que subieran al desván. Todavía no se sentía preparada. Fue bajando cajas para que entre ambos decidieran qué se hacía con cada cosa.
La señora Zimmermann acompaño a Barak a su nuevo hogar, había trabajado durante años en la casa de rabí Cohen y ahora que ya no había tanto trabajo aceptó encantada ayudar a la pareja.
El tiempo fue pasando, la tienda prosperó y tuvo una primera ampliación. Lo que empezó siendo un escaparate curioso se convirtió en un referente en la ciudad. La precisión del joven y la imaginación de ella se complementaban en los talleres y en la tienda.
Su aprendizaje junto a los Heinz sobre el reloj del ayuntamiento acabó siendo una colaboración que fue alargándose en el tiempo. Bitia, mientras, buscaba lugares que la invitaran a pintar, en ocasiones, dentro de la misma casa. Los temas para los escaparates también requerían mucho trabajo. Por eso comenzó a buscar objetos que pudieran usarse y dieran originalidad.
Recordó sus juguetes y fueron poco a poco abriendo habitaciones de la segunda planta que habían permanecido cerradas. Entonces se acordó de las colecciones de cuentos que estaban en la biblioteca y le habían hecho pasar muy buenos ratos.
Comenzó a pasar mucho tiempo allí, se llevó la mayoría de su material de dibujo y estableció su lugar de trabajo. Tenía unas bonitas vistas a las traseras donde los tejados daban paso al río Moldava. Mandó volver a tapizar un par de sillones que colocó cerca de las ventanas y que podían moverse fácilmente cerca de la chimenea.
Cuando cumplieron su primer aniversario, Bitia le hizo un regalo que el joven no olvidaría jamás. En la intimidad de su habitación ella deshizo lentamente su tocado y, por primera vez, le mostro su cabello que, aunque el intuía cuál era su color por haberlo visto en otras partes, lo dejó sorprendido. El cabello caía en cascadas rojizas sustentadas por una banda que recordaba a las que llevaban las nativas americanas.
Él le pregunto por la banda y ella le habló de una cicatriz que se había hecho siendo muy niña y que la avergonzaba. Segundos después, ambos se olvidaron de lo que ocurría fuera.
Pasaron los meses y cada cosa fue ocupando su lugar. La pareja era feliz, tan solo una pequeña sombra se escondía en un rincón en lo más alto de aquel hogar. El aniversario de la muerte de sus padres, Bitia solía pasarlo despierta, leyendo en la biblioteca cerca del fuego. Era la única noche del año en la que todo parecía más oscuro y ella escuchaba sonidos que provenían del desván y que creía fruto de su imaginación. Entonces buscaba coraje en la foto que le había dado Barak en la que aparecía su mentora, le hacía sentirse más segura. A veces miraba a su alrededor y Rebeca aparecía, casi etérea. Supo por su marido que la noche de la muerte de sus padres, ella los había visitado y después la tierra se la tragó. También Barak le confesó que desde niño él creía que la joven estaba allí. No solo por el fantasma que había visto Alois, sino porque lo creía así.
Bitia le hablaba y la imagen del recuerdo de Rebeca paseaba por la habitación. Bitia sabía que ella estaba allí para protegerlos de algo. Ella siempre le decía:
—Nunca esperes que te lo cuenten, descúbrelo por ti misma.
Aquella madrugada no se quedó dormida como en los aniversarios anteriores y Rebeca le habló por primera vez:
—Ten cuidado con Melog.
Le señaló un cuadro que colgaba encima de la chimenea. Lo miró. Era una imagen onírica del barrio judío: la sinagoga Nueva Vieja y el cementerio bajo una luna llena. Y entre aquellas sombras acertó a ver una figura cerca del río que parecía surgir de la orilla del Moldava. Aquel cuadro había estado desde siempre en la casa, en el mismo lugar, y nunca le había prestado demasiada atención hasta aquella noche.
Amanecía. Sintió frío y entró en la cama donde Barak dormía. Soñó con una sombra de su pasado que tenía nombre propio: Melog. Sintió temor, un miedo antiguo, casi oxidado, encerrado en su mente y que ella no había dejado salir. Pero entre todo aquel miedo, había un destello de alegría infantil de aquellos tiempos en los que los amigos invisibles eran la mejor de las amistades.
Barak la abrazó, al parecer estaba teniendo una pesadilla. Sintió su calor y la necesidad de que su abrazo no acabara nunca. Aquella mañana llegaron tarde a sus tareas y casi nueve meses después nació su hija Débora. A partir de entonces, la señora Zimmermann tuvo más trabajo; sobre todo, ante los miedos e inseguridades de los primerizos padres.
Warwick, Rhode Island, ahora. Cuando la marea sube.
Daniel Herzog dedicaba los lunes a asuntos de su departamento y tutorías.Antes de media mañana estaba de regreso. Había dormido perfectamente, comprobado un proyecto comunitario en el que iba a participar la Universidad, con voluntariado y fondos propios, y sostenido una amena charla con dos de sus alumnas más aventajadas. El día otoñal era perfecto. Sin embargo, percibió una tensión inusual apenas cerró la puerta. La señora Sánchez no estaba cantando. Mala noticia. Colin Johnson rumiaba más que audibles palabrotas desde la buhardilla. Inaudito.Y su vecina, la viuda Foster, aporreaba la puerta de la cocina con golpes bruscos e impertinentes.
—Ya abro yo, señora Sánchez. —Intentó sonreír a su eficaz empleada sin encontrar el menor eco de empatía—. ¿Algún problema?
—La leche se ha agriado como si le hubiera dado la luna, doctor. El triturador de basura se ha vuelto loco, algo le pasa a la secadora y voy tarde con la comida.
—Tal vez Colin pueda echarle una mano con las máquinas.
—Tiene sus propios problemas. ¿Qué querrá ahora esa vieja cotilla avinagrada? Su gato se ha colado por el sótano, supongo, y ha hecho sus cosas en mi cocina. Lo envenenaré, dígale eso. Y que se vaya al infierno.
Por supuesto, Daniel no se molestó en explicarle que la luna no agria la leche ni los electrodomésticos son eternos ni que los gatos macho sin castrar marcan territorios a su propia manera. Respiró hondo abriendo la puerta. La viuda Foster, con su cara de hurón, el pañuelo bajo un sombrero de jardinería y el cinturón de aperos sobre el delantal, dejó oír un bufido.
—Esa portuguesa de Fox Point ha matado a mi gato.
—Buenos días, señora. Es mexicana. Y, sin duda, su gato está cortejando a alguna gata después de haber dejado arañazos y orines en mi cocina. Las cosas son así si no se los castra, no merece la pena enfadarse. ¿Una taza de té, tal vez?
—No pienso castrarlo. Lo encierro hasta que se le pasa.
—¿Y cree que Luisa Sánchez ha entrado en su casa y envenenado a su gato? ¿Dónde está el cadáver?
—Huele a cementerio en todo su jardín, profesor Herzog.
—¿Piensa que matamos gatos y los enterramos? Lo que usted huele es abono, señora. Para que en primavera florezcan las rosas, la madreselva, las orquídeas y esas flores que tanto le gusta recoger, estirándose un poquito sobre los setos, y que luego coloca en jarrones por toda su casa.
—El gato ha estado como loco toda la noche. No soportaba el olor ni yo tampoco. Y su espantapájaros es de muy mal gusto. Menos mal que lo ha quitado temprano.
—Su gato estaba vivo anoche, en tal caso. Y lamento decirle que no pongo espantapájaros, aunque tal vez acaba usted de darme una buena idea…
—Lo vi perfectamente cuando tanto llovía, desde mi cocina. Un espantapájaros con vieja ropa larga, embarrada.
—Posiblemente, vio la silueta de algún árbol ya desnudo de hojas.
—Odiáis los gatos, lo sé. Todos los judíos los odian. Si no aparece, llamaré a la policía. Y a sanidad.
—Como guste, señora. Que tenga un buen día.
—Maleducada. —Luisa sacudió con cierta violencia las verduras recién lavadas—. Racista. Y eso que se dice de odiar a los judíos, ahora no recuerdo la palabra, doctor Herzog.
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