Guille Blanc - Melog

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Melog es una mezcla entre novela gótica y película americana. No todo tiene motivo, ni explicación. La decadente Praga de finales del siglo XIX se une a la Providence de Lovecraft. Dos casas, una familia y sus pequeñas vidas. Una maldición. Nunca volverá a ser lo mismo.

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Dieron con Alois dos días después, vagaba a orillas del Moldava, mudo y con signos de hipotermia. Lo ingresaron en una casa de reposo fuera de la ciudad y nunca más fue el mismo. Barak lo visitó varias veces y el joven parecía no estar allí. Con el tiempo fue recuperándose, pero la mención de aquella noche lo trastocaba completamente. No recordaba nada y parecía no tener muchas ganas de ni siquiera intentarlo.

Un sábado, a la salida de la sinagoga, Barak descubrió a una joven que acompañaba a una pareja de mediana edad. Lo que más le sorprendió era que llevaba el cabello cubierto. Y cada sábado llevaba algo diferente que se convirtió en un evento entre los que asistían. Se llamaba Bitia y era la dueña de la casa encantada.

La pasión de Barak eran las cajas de música; siendo niño las había visto nacer de las manos de su abuelo materno. Se quedaba durante horas viéndolo trabajar. Ahora formaba parte de aquella magia, había aprendido todo lo que sabía de él. Sus creaciones eran únicas. Las jugueterías de Praga visitaban el taller buscándolas. Y hasta algún inversor le había ofrecido la oportunidad de empezar su propio negocio.

Mientras estudiaba, descubrió los relojes. Se quedaba ensimismado cada vez que pasaba junto al ayuntamiento.Todos los niños de Praga conocían las leyendas sobre el gran reloj, sus favoritas. Hizo amistad con los Heinz, la familia que se ocupaba del él. Una obra maestra: desde su primera visita a sus entrañas supo que su ambición era construir una maquinaria que pudiera medirse con aquella. Pasaba tanto tiempo allí, que ya casi parecía ser parte de él.

Dejó el ayuntamiento atrás, iba ensimismado imaginando su reloj. No vio que en sentido contrario venia alguien tan distraída como él. Tras el choque, Barak le tendió la mano mientras Bitia acomodaba su turbante.

—Discúlpeme, señorita Levi. Suele pasarme a menudo, me quedo ensimismado y no miro por donde camino —le dijo.

—No se preocupe, sigo entera. Usted es el hijo del rabíYosef.

—Barak Cohen, es un placer haber chocado con usted. La última vez me di de bruces con el señor Trinker, el que tiene una carnicería un par de calles más allá de la sinagoga Nueva Vieja, y vino a cobrarle a mi padre un filete de vaca que se había tenido que poner en el ojo cuando se le puso morado por nuestro choque. Al final lo pagué yo y me lo comí.

Bitia comenzó a reírse como no lo había hecho en mucho tiempo y hasta la gente se paraba y los miraba.

—Yo no le voy a cobrar un filete, pero si me invita a merendar, quedamos en paz.

Barak enrojeció durante un instante y asintió. Pasearon hasta llegar a la Serpiente de oro, un edificio antiguo en el que se abrió siglo y medio atrás el primer café de manos de un armenio que se las vio y se las deseó para sacar el negocio adelante.

Tomaron un café, mientras se iban relajando y hablando sobre sus vidas, como dos buenos amigos. Bitia le contó cómo se sentía de vuelta en la ciudad en que nació, pero que ahora le era tan extraña. Y más extraña aún le era la casa de su familia, la que visitaba durante horas buscando respuestas. Barak se confesó con ella: los planes de los suyos eran que buscara un buen empleo y formara una familia con una honrada chica judía. Él se sentía demasiado joven, muy presionado. El único que le decía tómate tu tiempo era su abuelo materno.

En sus siguientes cafés hablaron de Paris, de pintura, de cajas de música, del reloj, de sus sueños y de sus deseos. Una tarde, mientras paseaban por el puente de Carlos, Barak le contó las dos aventuras que le habían ligado a su casa y cómo ahora vivía en la antigua casa de su mentora, Rebeca. Bitia le dijo que no era capaz de subir al desván desde aquella fatídica noche y estaba segura de que la clave de lo que ocurrió seguía allí arriba. Se cogieron de la mano. Contemplaron como el agua corría bajo sus pies. Prometieron que hallarían la verdad juntos.

Llegó el otoño y el caer de las hojas. Los dorados se plasmaron en los lienzos de Bitia y en las pupilas de ambos; largos paseos por cada rincón de la ciudad compartieron sus mundos interiores creando un espacio donde convergían. Fueron abriendo la casa poco a poco y la luz entró a través de los cristales, traspasando el polvo y el abandono de años.

En invierno la nieve convirtió la ciudad en un escenario de cuento y, cuando llegaron las navidades, el taller del abuelo de Barak recibió algunos encargos de figuras y mecanismos para belenes. Bitia solía acompañarlo a hacer las entregas y, de paso, contemplaba los que se creaban en las casas católicas más pudientes. Aquellos belenes fueron el germen de una idea que fue creciendo en la mente de la joven.

El cuaderno de dibujo fue llenándose de bocetos, de viñetas, de ideas; todo permanecía dormido fuera, pero dentro la mente de la joven bullía y se plasmaba en aquellas páginas que se llenaban de colores y de vida.

Su madre había tenido una sombrerería que ocupaba parte de los bajos de la casa, asomando a una de las calles más concurridas del centro. Bitia entró con el cuaderno en la mano. Fue imaginando el lugar, basándose en sus pinturas. Entonces alguien tocó en una de las ventanas que daban a la calle. Era Barak. Le dejó entrar.

Le mostró los bocetos y las ideas que había ido teniendo aquel invierno. Caminaban y ella no dejaba de hablar, él la miraba andar de un lado para otro; pequeña, grácil. Le recordaba a una bailarina. Cuando acabaron ella le preguntó:

—¿Qué te parece?

—Me gustan tus ideas. Pero hay una cosa en la que no has pensado.

—¿En qué? —preguntó con curiosidad.

—El nombre para tu negocio.

—Por tu cara pícara, tienes uno ¿verdad?

—Es posible… Además, tiene mucho que ver contigo.

Barak sacó algo de entre sus ropas y se lo tendió.

—Fue la primera caja que hice y me recuerda a ti.

Bitia la abrió. Sonó una hermosa melodía y la figura de una mujer de nácar giraba sobre sí misma.

—La bailarina…

Barak asintió.

Bitia tomó de las manos a Barak y comenzaron a dar vueltas cada vez más aprisa hasta que acabaron en el suelo, riendo a carcajadas.

—Sé mi esposo y compañero, Barak

—Pensé que no me lo ibas a pedir nunca.

Providence, Rhode Island, ahora. Remover el pasado.

—Nunca hemos hablado de eso, doctor Herzog —La psicóloga levantó una ceja—. Creo que se esfuerza usted mucho, si se trata de un sueño.

—Entre el sueño y la vigilia —puntualizó Daniel—. Era el cumpleaños de mi hijo, se lo he contado.

—Por supuesto. Y bebió usted cerveza.

—Por supuesto.

—Hizo bien; una cena, una celebración, una cerveza. Usted no necesita medicación, no estoy atacándole.

—Ahora no. Creo.

—Cuénteme. Es importante lo que usted recuerda, sea cierto o no. Hace muchos años dijeron que hubo un cortocircuito, eso no lo sabemos. Hubo un incendio. Usted tenía seis años. Eso es real. Su madre estaba enferma, también es real, y usted vivía asustado. Su padre era un hombre muy ocupado, su abuelo era rabino. Pero no es practicante.

—No.

—¿Por alguna razón que no hayamos comentado?

—Las hemos comentado todas. En cuanto a mi hijo, preferí dejar que eligiera en su día una fe u otras opciones.

—Muy sensato por su parte.Tras celebrar el cumpleaños, y le felicito por haber cocinado al horno, usted se retiró a descansar y tuvo un sueño ligero.

—Una pesadilla entre el sueño y la vigilia.

—Un sueño ligero. —Le sonrió—. ¿Puede contarlo ahora?

La buhardilla era el santuario de su abuelo Salomón, el rabino. Desde que murió la abuela se había vuelto raro. Colocó un ladrillo desnudo en el muro y luego otro con una mezuzah. Se dejó crecer el cabello, la barba blanca y los tirabuzones. Olvidó el inglés. Solo comía lo que le servía su hija, tras hacer que jurara que era kosher. Su hija era mamá y en voz baja les comentaba que el abuelito estaba viejo y triste, mejor no hacerlo enfadar, a nadie molestaba en su buhardilla.

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