Guille Blanc - Melog

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Melog es una mezcla entre novela gótica y película americana. No todo tiene motivo, ni explicación. La decadente Praga de finales del siglo XIX se une a la Providence de Lovecraft. Dos casas, una familia y sus pequeñas vidas. Una maldición. Nunca volverá a ser lo mismo.

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Encontró las llaves sin problema, cerró la puerta tranquilamente, igual que sin titubeos había pagado al taxista tras despedirse de él y empujar con cuidado la verja. Se obligó a repetir que no había nada encendido, nada de qué preocuparse, nada que revisar.

Lo había pasado bien. Discursos breves, complicidad de años trabajando juntos, una larga familia dada a la música, los aplausos y el vodka en vasitos helados. Excelente cocinera la esposa del anfitrión. Gran conversadora, detallista, culta, amable sin resultar metomentodo, divertida. Muy guapa aún, con aire de matrona nada venerable, capaz de bailar hasta dejar sin aliento a la reunión y a cada uno de los que sacaba con una sonrisa muy seria y unos pies aplomados. Pasaba larga la medianoche cuando subió al taxi, de excelente humor. Y ahora bebía agua sentado en el cómodo sofá del salón, desenrollando una manta de viaje. Mejor el sofá que la escalera hasta la planta de arriba y su dormitorio. Colin lo encontraría vestido, descalzo y, tal vez, roncando. ¿Y? Se arrebujó buscando postura.

Lo sacudió suavemente. Parecía divertido.

—He traído café de casa. Caliente. Y tarta de manzana. Buenos días, doctor Herzog.

Aceptó el café y el desayuno mientras el hombre le informaba de que iba a meter lana de roca como aislante de humedades antes de rehacer el zócalo de placa de piedra y enlucirlo todo.

—Supongo que no querrá pintura color pastel, ni papel pintado o esas cosas viejas. Vamos, imagino que no.

—No, Colin. Pintura a pistola, blanca. Creo que contrastará con la piedra oscura y la madera de las vigas. La buhardilla es ahora de mi hijo, le ha dado un aire muy sencillo.

—Mejor. Mañana podré pintar si no llueve. En veinticuatro horas estará seco. Hoy la lana me llevará el día, eso y reponer el zócalo. Voy a empezar ya.

—Gracias por el café y el pastel.

—Una cosa… —Johnson, a su pesar, no podía eliminar todos sus escrúpulos de conciencia—. El muro casi se vino abajo al picarlo, encontré una mezuzah. La tengo envuelta en papel, por si usted la quiere. No me hago idea de cómo acabó en el agujero de la chimenea, se supone que debía estar en la jamba de alguna puerta. Pero no es asunto mío, claro.

—Muchas gracias. —A Daniel le duraba aún el buen humor—. Estaré encantado de conservarla, sin duda la puso mi abuelo. Yo era un niño entonces, tampoco sé cómo acabó en... ¿Una chimenea?

—Había una. Todo lleno de hollín y humedades. Hoy lo rellenaré con lana de roca y se acabó el problema. Las casas viejas son así; la gente pasaba frío y ponía estufas o chimeneas con malos tiros, a veces hasta enfermaban por el humo. Eso ya no va a pasar.

—Sin duda.

—Tranquilo, nada de chimeneas. Son poco seguras.

No lo tomó como algo personal. Se dio una larga ducha, eligió ropa y calzado cómodo y salió a pasear aprovechando el sol oblicuo. Un día sin viento ni nubes. Vio salir a sus vecinos de las diferentes iglesias cristianas, con aire de domingo. Más tarde, coincidió con Jason Müller, el cartero. Acabaron tomando una pinta y hablando de menudencias. Y aún más tarde, el sol, ya bajo en el arco del cielo, le indicó el camino a casa. No iba a cocinar. Otra parada para hacerse con pastel de carne e (inusualmente) más cerveza. Nada raro, entre sus vecinos, en domingo. Verían el partido en la televisión. Él, no. Las llaves seguían en la maceta. Revisó asuntos pendientes hasta que fue noche cerrada. Ni tan siquiera le sobresalto el teléfono. Henry lo estaba pasando bien y no volvería hasta el miércoles. Que disfrute, pensó. Saltarse dos días de clase carece de importancia. En Providence también llovía. La buhardilla estaba quedando espectacular, sí. Y se había puesto un poco fino de más en la fiesta, todo vodka del bueno. En taxi, claro que volvió en taxi. Colgó, buscó entre las cintas de video, y cenó pastel frío de carne con cerveza viendo Alexander Nevski sin subtítulos. El silencio de la casa casi lo arrullaba. Hacía años que no pasaba una velada tan pacífica. Tal vez nadie sabe del todo lo que es la felicidad, pero eso se le parecía mucho.

Rachel Johnson era una mujer sensata, aplomada, siempre segura de sí misma. No perdió el tiempo cuando, a la tenue luz de las farolas de la avenida, vio a su marido caminando con los ojos abiertos, hablando entre dientes, con el terror grabado en el rostro mientras seguía dormido. Rápida y de puntillas cerró la puerta de la habitación de las niñas, regresó al dormitorio cerrando también a sus espaldas y encendió la luz del baño antes de acercarse al hombre.

—Colin, cariño —le susurró suavemente, sin perder de vista sus manos—, vuelve a la cama. Solo es una pesadilla, Colin. Un mal sueño. Estás en casa, con tus hijas y conmigo. Estás a salvo.

Se despertó gritando, con aquella expresión de horror irracional que Rachel no recordaba desde años atrás. Síndrome del veterano, estrés postraumático. Se le había ido pasando. Tenía mucho trabajo diario, un grupo de apoyo, sus tres niñas y a ella. Ahora parpadeaba, sudoroso y jadeante. Rachel frunció el ceño. No se parecía a lo que ella recordaba tan bien. Esta vez la había reconocido a la primera, sin lagunas.Tan solo parecía aterrorizado, como un niño en mitad de una tormenta. Le sonrió.

—¿Quieres que nos demos una ducha juntos? Sobrará tiempo para un desayuno tranquilo, incluso para que los dos lleguemos temprano al trabajo.

—Tal vez no sobre tanto. —Colin le devolvió la sonrisa.

Una nueva vida

Praga, siglo XIX.

Un mes después se casaron y pasaron su luna de miel visitando a sus familiares en Marsella y a sus amigos en Paris. A su regreso la casa estaba lista. Sus familias les dieron la bienvenida. La pareja estaba exultante y deseando comenzar su nueva vida.

La primera noche en la casa ella se levantó en silencio, durante largo rato se quedó mirando las escaleras que llevaban al desván. Siendo muy pequeña era su lugar favorito, se pasaba las horas jugando con los tesoros que había entre el polvo. Sé escondía en los armarios, debajo de las mesas, entre las sombras, era parte del lugar. En ocasiones jugaba al escondite con sus padres y no la encontraban hasta que ella salía. Ahora, a oscuras, descalza y con la respiración de Barak de fondo, se acercó a la ventana, llovía mansamente. Cuando era niña hubo un momento en el que todo comenzó. ¿Pero qué pasó entonces? Casi no salía de casa, su padre se pasaba las horas fuera y mama tenía su sombrerería, su niñera casi nunca le permitía jugar fuera. El desván era su lugar secreto donde todo era posible y entonces llegó alguien para acompañarla en su soledad.

Barak se la encontró sentada en la puerta de la casa, con la mirada perdida y llorando desconsoladamente mientras susurraba:

—No dejes que me lleve, papá. No dejes que me lleve.

El pasado quedó olvidado por un tiempo. Lo real era el presente: las obras. Bitia dibujó la bailarina. Barak la llenó de vida.

Ella solía bajar cada mañana, muy temprano, con un tocado diferente. Veía como sus dibujos se hacían realidad. Los vacíos se llenaron de estanterías, las paredes se revistieron de maderas y papeles de pared de brillantes colores. El mostrador se labró a diferentes alturas para que los niños pudieran ver todo lo que había más allá.

Un lugar diáfano, con cristaleras por donde entraba la luz y escaparates en los que su imaginación ya creaba futuras escenas en movimiento para los más pequeños y los no tanto.

La casa fue haciéndose habitable y hasta acogedora. Había dos secretos por descubrir para Barak, por qué su mujer escondía su cabello con aquella variedad de tocados, sombreros, turbantes. En Praga era conocida por su originalidad, pero en la intimidad aquello no era tan curioso. Lo que casi siempre era original, a veces le resultaba molesto.

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