Paula Assler - Si digo muerte, digo vida

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Perder un hijo es uno de los dolores más grandes que puede vivir un ser humano, y en este libro Paula Assler comparte esta experiencia, la que estuvo precedida por una terapia de años en la que trabajó este y otros duelos previos, que también narra en este libro. Esa terapia y la reconciliación con sus antiguos dolores la preparó, según sus propias palabras, para poder vivir la perdida de sus dos hijas en un trágico accidente. Paula nos habla de su proceso y su testimonio nos interpela. ¿Podemos prepararnos para una tragedia radical? Un libro esperanzador, con un mensaje que llega al corazón.
"Cuando digo muerte, digo vida" es un honesto testimonio de vida que demuestra que la fortaleza se gesta no cuando sucede la tragedia, sino mucho antes: en el entrenamiento previo de la capacidad en potencia que todos tenemos, de sobreponernos a las pérdidas.

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Me gustan dos ejemplos de la incorporación de recursos mentales que le ayudan a Paula en el momento de mayor dolor. Primero, haber logrado perdonar genuinamente a su padre le permitió identificarse con todo lo que él amaba y recibía de la naturaleza. Paula se vale de esta sensibilidad heredada –el mar, volver al mar, los pies en la arena, la Antártica, los árboles, etc.– para aliviar el dolor de perder a dos de sus hijas. Segundo, la identificación natural y tranquila que logra con su madre, a la que describe como alguien que “nunca llora”. A pesar de ser Paula una mujer que llora cuando lo necesita, es una versión más sofisticada del mismo estoicismo materno.

Mi papá siempre se preparó para “cuando la vida se ponga difícil”. Creo que más bien terminó ayudando a otros. Siento que fue como un corredor de maratón que nunca llegó a correrla, porque siempre nos transmitió la importancia de entrenar la mente para enfrentar la limitación del ser humano, la enfermedad y la muerte.

Por eso creo que este libro es muy esperanzador. Nos muestra la importancia de entrenar permanentemente nuestros recursos y fortalezas mentales. En efecto, por más difícil que sea, por más que nos lleguemos a desgarrar, si nos preparamos es posible al decir muerte, decir vida.

Valentina Capponi Marshall

Médico Psiquiatra

Especialista en salud mental de la mujer

Si digo muerte digo vida - фото 3 I Mi familia materna es de Viña del Mar Nací y viví mis primeros años en - фото 4 I Mi familia materna es de Viña del Mar Nací y viví mis primeros años en - фото 5

I

Mi familia materna es de Viña del Mar. Nací y viví mis primeros años en Reñaca, en la calle Vicuña Mackenna, que en ese tiempo tenía apenas ocho casas y una parroquia. Solo existía el campo, árboles y el mar. Amaba escuchar el viento y las olas. Verdes brillantes y opacos, claros y oscuros eran los colores de la naturaleza que me rodeaba. Así es que puede decirse que nací en medio del color y los sonidos de la tierra, los que hasta ahora me acompañan.

La abuela Raquel –mamá de mi mamá–, también vivía en Reñaca, con mi abuelo. Ella quedó huérfana a los once años y con la orfandad, desprotegida. Entonces, cuando conoció a mi abuelo se casó con él, quien le garantizaba una seguridad que ella necesitaba y no había tenido. Él era un famoso notario de Valparaíso.

Mis abuelos vivían en una quinta grande y preciosa llamada Quinta Raquel, que tenía un gran jardín lleno de flores, un bosque y una piscina. La casa también era enorme, de dos plantas. Dentro de esta quinta mi mamá tenía una casa en la que veraneábamos los papás, mis hermanos y yo. Nos trasladábamos ahí en diciembre y nos quedábamos hasta marzo.

La nuestra era una casa en medio del bosque y que mi papá pintó de diferentes colores. El comedor, por ejemplo, era rojo italiano. Mi papá, que es artista, tenía la casa llena de cuadros modernos. Era una casa poco convencional. A mí me encantaba. Los árboles armaban una especie de nido. Ahí me sentía protegida. En el día caminaba por la arboleda escuchando el sonido de las hojas. Era una maravilla. El bosque me acogía.

En la noche había un silencio total y todo quedaba oscuro, negro. Me daba mucho susto. A veces salía a la puerta, donde había una terraza y me quedaba ahí, mirando la oscuridad hasta que empezaba a salir la luna y el cielo se volvía más claro. Los árboles se movían y las hojas brillaban. Yo miraba las estrellas.

En invierno también iba mucho a la quinta, pero me quedaba en la casa de mi abuela, porque la nuestra se mantenía cerrada esos meses. Estos recuerdos son a partir de mis cinco o seis años. Mi abuelo había dejado de trabajar y se dedicaba a leer, a escuchar música clásica. Era un intelectual.

Yo inventaba y les representaba obras de teatro. Ellos gozaban. Si hacía una estupidez, mi abuelo me la perdonaba. A los otros nietos no. Pero mi relación más intensa era con la abuela porque de ella emanaba un afecto puro. Era una persona especial y yo me sentía muy amada por ella. Para mí, ella era todo lo que necesitaba. Siempre sentí que me amaba de un modo especial, pese a que, en mi familia, yo no era la mayor ni la menor. Me sentía más feliz con mi abuela que en mi casa porque con ella podía ser “yo”; me sentía mirada.

Ella me enseñó a comer chocolate. Íbamos especialmente a comprarlos al centro de Viña del Mar y volvíamos con una caja llena. La escondía en un clóset y yo era la única que sabía donde estaba la llave para ir a sacar. También íbamos juntas a Soprole, a comprar quesillo. Me llevaba a la calle Valparaíso a tomar helado; íbamos a la heladería más moderna de Viña, el Samoiedo. Ahí aprendí a tomar helado de máquina. También visitábamos a María, la costurera, que vivía en el cerro Castillo; en fin, hacíamos panoramas todo el día. Caminábamos juntas a la playa, que quedaba como a un kilómetro de la casa, tomadas de la mano, siempre juntas.

Era habitual recorrer el jardín mientras ella me enseñaba los distintos tipos de flores que había cultivado. También me enseñó a jugar con el barro. Metía las manos al barro y era suave, delicioso, como las manos de mi abuelita. Aprendí de la naturaleza con ella y también con mi padre, que también era amante de la vegetación, del mar, de los cerros.

Mi abuela emanaba puro cariño. Era sumisa con mi abuelo, quien era la autoridad familiar. Un clásico machista de la época. Mandaba a su mujer y también la protegía. Por ejemplo, iba a dejarla a casa de alguna amiga a tomar once a las cuatro y la pasaba a buscar a los cuarenta y cinco minutos después. Era un neurótico extremo y hacía sentir su autoridad en la familia. Mi abuela era una auténtica santa.

En el verano llegaban unos primos a los que veíamos solamente en esa ocasión. Jugábamos en el bosque, en las acequias, en el barro, metidos entre las plantas, pero lo que más nos gustaba era estar en la piscina, que era enorme, casi una piscina olímpica.

Mis hermanos y yo nadábamos muy bien porque habíamos tenido clases de natación, así es que para nosotros era natural nadar en la parte más honda, que tenía como cuatro metros. Una vez convidé a una amiga que no sabía nadar. Debíamos tener entre ocho y nueve años. Yo le dije a mi amiga: “Agárrate de una pelota y vamos a nadar a la parte honda”. Empezamos a nadar, cuando, de repente, se soltó de la pelota y se agarró de mí, que empecé a hundirme. Para ella la única salvación fue colgarse de mí, pero yo me estaba ahogando. Sentía el agua en la garganta y no podía respirar. Mi hermano mayor nos vio y se tiró a rescatar a mi amiga, yo retomé el nado y llegamos a la orilla. Si él no hubiese estado atento, mi amiga y yo nos habríamos ahogado. No sé bien cómo pudo pasar esto, porque mi abuela o mi mamá siempre estaban mirándonos. Pero como todos nadábamos, supongo que se distrajeron por unos minutos.

Volviendo a mis abuelos, eran muy diferentes entre sí. Ella, como dije, era esencialmente un ser amoroso, cariñoso, de piel. Mi abuelo, en cambio, era muy intelectual y exigente. No era de piel. Tenía una biblioteca nutrida y leía mucho. También le interesaba conversar con sacerdotes, pero no hablaban de religión, sino de historia y filosofía. Era el patriarca de la familia y eso se notaba especialmente en las concurridas comidas familiares, para catorce o quince personas. Si alguien no sostenía una conversación que aportara algo, al otro día no le estaba permitido sentarse a la mesa porque él consideraba que no valía la pena compartir la comida con quien no contribuyera con ideas o relatos notables. Así era su conducta hacia nosotros, los nietos. Nos interrogaba sobre muchas cosas, como historia y otros temas que se suponía habíamos aprendido en el colegio. Para sentarse en el comedor había que ser capaz de responder esas preguntas. A mí varias veces me sacaron volando de la mesa. Él era así. Podía ser duro, pero a la vez era muy entretenido.

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