Elisa Díaz Castelo - Principia

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Los poemas de Principia son rezos ateos que celebran aquello que no podemos ver. Elisa Díaz Castelo no sólo se apropia del lenguaje de la ciencia para hablar de la intimidad, también cuestiona la certidumbre que estos lenguajes imponen. ¿De qué estamos seguros, realmente? ¿Cuál es el espacio de la Verdad, con su V mayúscula tan dura, ocupa en la poesía? ¿Con qué herramientas avanzamos en un territorio del que no existe mapa alguno? —Isabel Zapata

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Ahí estaba

el cadáver del perro

en el centro del jardín.

Nos esperó su muerte

las dos noches, brillando de sed

bajo la luz inútil de la luna.

Imagino la escena desde la ventana,

la lenta transformación del cuerpo

en materia, en hueso, en aire

venenoso. Mis ojos

sobre su lenta huida de sí mismo,

implosión de estrella diminuta,

agujero negro en el corazón

del pasto, a dos metros exactos

del ave del paraíso,

atada a su tallo y moribunda,

impedida para el vuelo, imposible

soltar amarras y convertirse

en ave carroñera y saciar su hambre.

Ahí, en el centro del jardín, empezó el mundo:

me mostró el perro su destiempo, su hundirse

en sí mismo y el acto a voz en cuello

de la muerte. Desde entonces

gira mi vida rigurosa, mis días en ciernes

espirales, en torno al sitio exacto

de su cuerpo. Y éste se traga mi pasado,

devora días y obras,

el jardín y su casa que hace años no existen,

las comidas de domingo,

el piano desdentado y la abuela

sentada al tocador con sus perfumes,

cada frasco, cada olor ennegrecido,

la vajilla suspendida, girando

ante la gravedad enorme de ese centro,

en el que se desliza sin luz toda mi vida

y las horas y días que se han ido

y los años que me faltan

para siempre.

RADIOGRAFÍAS

I

De la fría excitación de las partículas, de orbitales y átomos,

conozco sólo la intemperie en el cuerpo, el borde

del cañón a quemarropa, la batita ridícula

con la abertura adelante, y la voz sin diámetro del hombre

que se ha puesto su sotana de plomo, no te muevas.

De la anatomía oscuramente humana del equipo,

del cabezal, el brazo articulado, del cronorruptor

y el diafragma, entiendo solamente los nudos

y crecimientos de la máquina, su invasión del cuarto

y sus jorobas. Y de la traducción de órganos

a sombras, solamente esa luz que se esconde

antes del umbral de lo visible.

Mirada que no se deja ver,

camara oscura, inspectora de sombras

blancas, donde el cuerpo recóndito

da fe de sus volúmenes inversos:

los órganos son palomas

guarecidas en la cúpula del hueso.

Se muestra el paisaje interior, el cuerpo

revelado, íntimo y visceral y un poco absurdo,

tener tanta cosa adentro y la luz

vertida hasta el fondo.

II

De niña, colocaba una mano frente a la linterna

para mirarme el cuerpo a contraluz y rojo

encarnizado, denso y rutilante

como imagino el plasma. Me parecía

que al envés del cuerpo lo habitaban

elementos extraños y luminosos.

Por supuesto, era la sangre, atravesada

por la luz, me lo dijo mi padre, y aparte

se me transparentaba la piel y me dio pena

no haber sabido antes que cargamos

cinco litros de sangre y tantos huesos y más dientes

de los que caben en la boca.

Ahora, tocada

por el diámetro del cañón,

imagino mi cuerpo encendido

como una alberca en la noche.

Sólo entonces, con la luz adentro,

adquiere forma el agua, se sostiene a sí misma

es algo más que vidrio disuelto.

Quizá solamente visto,

desgranado en vericuetos y órganos, el cuerpo

existe plenamente.

III

La lámina tiembla y se acomoda frente a la luz

y el doctor señala sin tocar, interpreta,

repasa su mano sobre esa copia de mi cuerpo,

desnudez de la desnudez, y parece bendecirlo

y perdonarlo.

IV

Aquí las lagunas, las cumbres. Aquí

la geografía del dolor, que él nombra

sin asombro ni deleite.

V

Así expuesto, el cuerpo boreal

despliega su interior de estrellas húmedas.

Es un árbol de huesos,

un enjambre de órganos, una hoja

a contraluz, jirones de músculo

y un nombre

que se astilla: escápula,

bazo, vesícula, astrágalo.

VI

Para prevenir la muerte, para curarla,

habrá que distinguir las calaveras,

la luz tendrá que nombrar nuestros huesos:

los husos horarios de las vértebras,

el húmero, la curva perfección del cráneo.

Habrá que inspeccionar los órganos,

lisos o rotundos,

y hacer del cuerpo

una multitud, una ciudad de difícil acceso,

de complicada vialidad, abierta

de par en par como una mariposa

o una res colgada en la vitrina,

y la luz será el carnicero

empeñado en desglosar los cortes.

VII

¿Para qué buscar adentro el esqueleto?

¿Para qué nombrar la muerte

que anida en lo profundo?

Allí todos somos bestias

de enormes dientes, y el corazón

es sólo asimetría encarnada,

una extrañeza que rompe

la ilusión del espejo.

VIII

En el látigo de esa luz,

dos electrodos se trenzan y ahuyentan,

cátodo y ánodo

se sueltan bajo la piel, murciélagos

que miden con ecos

el volumen de nuestros órganos

y hablan del cuerpo como es:

espectro continuo, ruta de fosforescencia

dúctil, restos y principio estructural,

obra negra que será lo que ahora

nos dice la luz, tan parecido

pero sin la irrigación de la mirada,

cuando nos hayamos mudado

para siempre de sus límites.

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