Ahí estaba
el cadáver del perro
en el centro del jardín.
Nos esperó su muerte
las dos noches, brillando de sed
bajo la luz inútil de la luna.
Imagino la escena desde la ventana,
la lenta transformación del cuerpo
en materia, en hueso, en aire
venenoso. Mis ojos
sobre su lenta huida de sí mismo,
implosión de estrella diminuta,
agujero negro en el corazón
del pasto, a dos metros exactos
del ave del paraíso,
atada a su tallo y moribunda,
impedida para el vuelo, imposible
soltar amarras y convertirse
en ave carroñera y saciar su hambre.
Ahí, en el centro del jardín, empezó el mundo:
me mostró el perro su destiempo, su hundirse
en sí mismo y el acto a voz en cuello
de la muerte. Desde entonces
gira mi vida rigurosa, mis días en ciernes
espirales, en torno al sitio exacto
de su cuerpo. Y éste se traga mi pasado,
devora días y obras,
el jardín y su casa que hace años no existen,
las comidas de domingo,
el piano desdentado y la abuela
sentada al tocador con sus perfumes,
cada frasco, cada olor ennegrecido,
la vajilla suspendida, girando
ante la gravedad enorme de ese centro,
en el que se desliza sin luz toda mi vida
y las horas y días que se han ido
y los años que me faltan
para siempre.
I
De la fría excitación de las partículas, de orbitales y átomos,
conozco sólo la intemperie en el cuerpo, el borde
del cañón a quemarropa, la batita ridícula
con la abertura adelante, y la voz sin diámetro del hombre
que se ha puesto su sotana de plomo, no te muevas.
De la anatomía oscuramente humana del equipo,
del cabezal, el brazo articulado, del cronorruptor
y el diafragma, entiendo solamente los nudos
y crecimientos de la máquina, su invasión del cuarto
y sus jorobas. Y de la traducción de órganos
a sombras, solamente esa luz que se esconde
antes del umbral de lo visible.
Mirada que no se deja ver,
camara oscura, inspectora de sombras
blancas, donde el cuerpo recóndito
da fe de sus volúmenes inversos:
los órganos son palomas
guarecidas en la cúpula del hueso.
Se muestra el paisaje interior, el cuerpo
revelado, íntimo y visceral y un poco absurdo,
tener tanta cosa adentro y la luz
vertida hasta el fondo.
II
De niña, colocaba una mano frente a la linterna
para mirarme el cuerpo a contraluz y rojo
encarnizado, denso y rutilante
como imagino el plasma. Me parecía
que al envés del cuerpo lo habitaban
elementos extraños y luminosos.
Por supuesto, era la sangre, atravesada
por la luz, me lo dijo mi padre, y aparte
se me transparentaba la piel y me dio pena
no haber sabido antes que cargamos
cinco litros de sangre y tantos huesos y más dientes
de los que caben en la boca.
Ahora, tocada
por el diámetro del cañón,
imagino mi cuerpo encendido
como una alberca en la noche.
Sólo entonces, con la luz adentro,
adquiere forma el agua, se sostiene a sí misma
es algo más que vidrio disuelto.
Quizá solamente visto,
desgranado en vericuetos y órganos, el cuerpo
existe plenamente.
III
La lámina tiembla y se acomoda frente a la luz
y el doctor señala sin tocar, interpreta,
repasa su mano sobre esa copia de mi cuerpo,
desnudez de la desnudez, y parece bendecirlo
y perdonarlo.
IV
Aquí las lagunas, las cumbres. Aquí
la geografía del dolor, que él nombra
sin asombro ni deleite.
V
Así expuesto, el cuerpo boreal
despliega su interior de estrellas húmedas.
Es un árbol de huesos,
un enjambre de órganos, una hoja
a contraluz, jirones de músculo
y un nombre
que se astilla: escápula,
bazo, vesícula, astrágalo.
VI
Para prevenir la muerte, para curarla,
habrá que distinguir las calaveras,
la luz tendrá que nombrar nuestros huesos:
los husos horarios de las vértebras,
el húmero, la curva perfección del cráneo.
Habrá que inspeccionar los órganos,
lisos o rotundos,
y hacer del cuerpo
una multitud, una ciudad de difícil acceso,
de complicada vialidad, abierta
de par en par como una mariposa
o una res colgada en la vitrina,
y la luz será el carnicero
empeñado en desglosar los cortes.
VII
¿Para qué buscar adentro el esqueleto?
¿Para qué nombrar la muerte
que anida en lo profundo?
Allí todos somos bestias
de enormes dientes, y el corazón
es sólo asimetría encarnada,
una extrañeza que rompe
la ilusión del espejo.
VIII
En el látigo de esa luz,
dos electrodos se trenzan y ahuyentan,
cátodo y ánodo
se sueltan bajo la piel, murciélagos
que miden con ecos
el volumen de nuestros órganos
y hablan del cuerpo como es:
espectro continuo, ruta de fosforescencia
dúctil, restos y principio estructural,
obra negra que será lo que ahora
nos dice la luz, tan parecido
pero sin la irrigación de la mirada,
cuando nos hayamos mudado
para siempre de sus límites.
Конец ознакомительного фрагмента.
Текст предоставлен ООО «ЛитРес».
Прочитайте эту книгу целиком, купив полную легальную версию на ЛитРес.
Безопасно оплатить книгу можно банковской картой Visa, MasterCard, Maestro, со счета мобильного телефона, с платежного терминала, в салоне МТС или Связной, через PayPal, WebMoney, Яндекс.Деньги, QIWI Кошелек, бонусными картами или другим удобным Вам способом.