No me toca, pero puedo sentir su piel sobre mi piel.
Esto es una locura.
Tengo que contenerme para no gemir cuando acaricia, con las yemas de sus dedos, mi cintura. Muy suavemente. Sin presionar demasiado.
Agacha la cabeza para estar a mi altura y acerca sus labios a los míos. Casi se rozan. Nuestras miradas no se han desconectado en ningún momento. El pelo le cae por la frente y sus carnosos labios resaltan húmedos de excitación.
Es fácil perderse en sus ojos negros.
—Tú… ¿Lo tienes claro? —susurra, sensual.
Nuestras respiraciones se mezclan.
«Claro que no».
Por supuesto que sí.
Asiento varias veces despacio.
Tras unos segundos de tensión, se aparta y tengo que agarrarme a la encimera para no caer de rodillas al suelo.
—Acuéstate. Mañana tenemos mucho trabajo.
Y se va. Entra en su habitación y cierra la puerta.
«Eres una crack dejando las cosas claras».
Pongo los ojos en blanco.
Me voy al dormitorio, me tapo con el edredón hasta la cabeza, grito para mis adentros y no consigo dormir en toda la noche. No paro de darle vueltas al tema. Alejandro-Álvaro. Álvaro-Alejandro. No volveré a acercarme a Alejandro y, en cuanto termine con la exposición, me apartaré de Álvaro. No puede ser tan difícil.
Puedo hacerlo.
Claro que puedo. Arriba esos ánimos, el optimismo a la cima.
No ha cambiado nada. Me engañó con otra, me destrozó y ni siquiera se preocupó de mí cuando estuve hospitalizada por sufrir un aborto espontáneo. ¡Me dejó embarazada y ni llamó para preguntar cómo estaba! Tuvo que enterarse. Muchos de nuestros compañeros de facultad se preocuparon por mi estado de salud. Él desapareció aquella noche. Nunca volví a saber de él hasta hace un par de semanas. No se merece nada. No importa lo que diga mi cuerpo. Cómo reaccione ante el suyo. Menudo traidor. Debería atender a mis súplicas en vez de tener vida propia.
Despierto con los primeros rayos de sol. Giro sobre el mullido colchón y busco el móvil para ver la hora. Las siete y media de la mañana. Lo dejo sobre la mesita de noche y me siento en el borde de la cama. Armada de valor, salgo de la habitación sabiendo a quién me voy a encontrar. Entro en la cocina y está frente a mí, sentado en un taburete alto, leyendo Le Monde , con un café en la mano. Un traje hecho a medida de corte italiano, azul oscuro, con una camisa blanca con los primeros botones desabrochados lo hacen parecer un modelo de Armani . Maldito seas, Álvaro. Levanta la mirada.
—Buenos días —sonríe fugaz.
—Buenos días —respondo tímida.
Agacho la cara y paso por su lado, sin tocarlo. Huele de maravilla. Veo mi reflejo en el cristal del mueble donde están las tazas y me pregunto una y mil veces por qué no me he duchado y arreglado antes de salir a desayunar. Soy un completo desastre. Un mini pijama de franela, el pelo alborotado y la cara aún hinchada con ojeras de no haber dormido nada son mi uniforme de esta mañana.
Dejo la taza sobre la encimera y abro el frigorífico para coger la leche. Cuando me vuelvo, Álvaro está llenando mi taza con la cafetera y acercándome dos tostadas de pan francés con frutas.
—Gracias —le digo cuando termina.
—Servicio de catering —sonríe y me guiña un ojo.
Vuelve a sentarse donde estaba y sigue leyendo la prensa. Mientras, yo me agacho a recoger mis bragas.
Mierda.
Caliento la leche y la vierto, mezclándola con el café.
—¿A qué hora tenemos la primera reunión? —pregunto para distraerme.
—A las nueve y media.
Miro el reloj de la cocina y me altero. Son las ocho menos diez de la mañana. Álvaro se da cuenta de mi reacción.
—Tranquila, tenemos tiempo.
—Nunca has convivido con una mujer, ¿verdad? —me mira, levantando las cejas, divertido. Me doy cuenta, en ese momento, de que no sé nada de su vida, pero no se me puede olvidar que nosotros casi vivíamos juntos.
—No desde nosotros —dice natural. Nos quedamos varios segundos con la mirada fija en el otro.
—Escucha… Yo…
—No —me corta. Deja el periódico a un lado y centra toda su atención en mí. Se pone de pie y se toca las sienes, tranquilizándose. Pensando lo que va a decir. Clava sus ojos azabache en los míos—. Lo siento —dice rotundo—. No he sido justo. Te prometo que no intentaré acercarme a ti aunque mi cuerpo te necesite —sus ojos brillan—. Te prometo no hacerte todo esto más difícil.
—Estás siendo injusto ahora —me mira extrañado—. No puedes confesarme que tu cuerpo me necesita y decir que lo sientes a la vez.
—Es la verdad —se mueve hacia delante casi imperceptiblemente—. Sólo quiero… No quiero que te vayas.
—No puedo estar cerca de ninguno de los dos. Es lo mejor.
Muerde su labio inferior con los dientes.
—¿Te hace sentir mejor admitir en voz alta que prefieres huir? —la masculinidad que irradia casa perfectamente con su mirada oscura—. Huir no es la solución —dice como si estuviera seguro de ello.
¿Él lo sabe? ¿Sabe que no era la solución porque es lo que él hizo? ¿Huir? ¿Y no le sirvió de nada? Me bebo el café de un trago y desaparezco de la cocina. Tengo escasos veinte minutos para ducharme, arreglarme y seguir auto convenciéndome de que esto es buena idea. Por supuesto, no lo es. Nunca logrará serlo.
Salgo a la calle con un vestido a la altura de las rodillas, cruzado en crepé, color rojo, con cuello de pico y falda de vuelo ajustada a la cintura, con un cinturón del mismo color. Chaqueta negra a juego con el bolso y los zapatos de tacón de ocho centímetros. El pelo semi recogido, no demasiado formal. Álvaro me está esperando junto al coche, hablando por teléfono, distraído. Cuando me ve, sonríe y se despide de la persona que está al otro lado de la línea. Abre la puerta del coche, ceremonioso.
—Estás impresionante —sonríe más abiertamente.
—También tienes que dejar de hacer eso.
—¿El qué? —se encoge de hombros y pone cara de niño travieso que sabe que acaba de romper la vajilla.
—Tenemos que redefinir los límites de esta relación —la puerta abierta del todoterreno nos separa.
—Me encantaría discutirlos contigo. Seguro que podemos llegar a un acuerdo muy satisfactorio para ambos —esto último lo dice con voz ronca y sensual.
Abro los ojos y la boca de par en par. Voy a decir algo, pero prefiero no seguirle el juego. Está juguetón esta mañana. Entorno los ojos y me acomodo en el lado del copiloto. Cierra tras de mí. Da la vuelta y se sienta al otro lado.
—¿Y Adrien?
—Ha tenido una urgencia familiar —se pone el cinturón y yo lo imito. Arranca el coche y agarra el volante con fuerza. Me mira—. ¿Lista?
Asiento con la cabeza.
—Ni siquiera sé a dónde vamos —le indico sin aspereza impregnada con el positivismo y la alegría que irradia desde que hemos salido.
Alarga la mano derecha entre mis piernas y yo me encojo del susto.
Me mira divertido.
Saca unos dossiers de un compartimento de mi sillón y me los pone sobre el regazo.
—Échales un vistazo. Vamos a hacer un par de entrevistas y a estudiar algunos contratos.
—¿No me los pudiste dar ayer? Tuve mucho tiempo libre durante el día.
—Quería que disfrutaras de París —paramos en un semáforo y se gira a mirarme—. No te preocupes. Llevas mucho tiempo preparándote para esto.
Lleva razón, pero me molesta que me deje al margen de algo tan importante. No quiero parecer un florero en las reuniones. Quiero saber de lo que se habla y poder intervenir con criterio.
—¿Cuándo nos reunimos con el señor Jean Dómine? —pregunto interesada.
—Comemos hoy con él. No le gustan las formalidades. Es un tipo muy normal.
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