Francisco Vera Puig - El nazi olvidado

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El tranquilo universo de un joven judío llamado Simon se ve alterado por la irrupción del III Reich. Los nazis apresan a su hermano acusándolo de homosexual. Solo y sin futuro, empieza la búsqueda desesperada de este, encontrándose a sí mismo y descubriendo su sexualidad. Un forzado viaje a través de los campos de concentración de Flossenbürg y Buchenwald, acompañado por la inestimable ayuda de su nuevo amor, un médico nazi que le protegerá.
La lucha por mantenerse a salvo y evitar la muerte de su hermano le introduce en una espiral de engaños y sufrimiento de la que no puede salir fácilmente. La mentira en la que ha convertido su vida le llevará a un camino sin retorno.
Una combinación trepidante de emociones y viajes, barbaridades y humillación, verdades y mentiras, que llevan a Simon a una lucha sin cuartel por su supervivencia y la de su hermano. Viviendo los recuerdos y su triste presente descubriremos el amor y la sexualidad a través de un corazón adolescente e inexperto en tiempos de la Alemania nazi.

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Era un «goce» sentir en las mejillas la hierba húmeda mientras Hansel me daba con sus nudillos en la cabeza. Había que disfrutar las pequeñas cosas, pese al dolor o al fastidio. Primero sentí un empujón en el hombro derecho que me hizo caer. Después, el intenso peso de su fuerte cuerpo sobre mí. A continuación, solo algunas bofetadas más y unas cuantas risas de sus lacayos. Hasta que el profesor Richter se interpuso y logró separar a mi «querido compañero», liberándome. Aquella hierba mojada en contacto con mi piel fue el mejor recuerdo que guardo de aquella enésima agresión.

Hansel tenía dos años más que yo. No iba con regularidad a la escuela porque, según decían las malas lenguas, su padre le pegaba por su comportamiento. Alguna vez lo vi con un párpado hinchado o con algún cardenal en sus brazos. Poseía un cuerpo atlético y se le daban bien los deportes, pero en el colegio no destacaba en nada más que en volver loco al profesor y en procurarme sus atenciones. Era muy rápido al esprint, tenía una fuerte espalda y unos fornidos brazos con los que pegarme a todas horas: de camino a la escuela, en esta, en la pausa, de vuelta a casa... Yo me defendía como podía, pero era insuficiente. Además, él tenía su séquito fiel que lo apoyaba en todo. Puedo decir que su única razón para ir a la escuela era yo. Así que, como buen compañero que soy, me limitaba a ser el objeto de su recreo durante las jornadas lectivas. Siempre me desagradó su comportamiento agresivo y, a veces, violento. Su familia era la única cristiana y no compartía las costumbres mayoritarias de la aldea, así que no participaban en casi nada que tuviese que ver con la comunidad. Es cierto que tampoco acudían a los eventos paganos, y eso que mi padre y demás vecinos les invitaban a asistir. Eran raros, se debían de sentir fuera de lugar y no hacían nada por evitarlo.

Recogí con ansiedad la libreta y el lapicero, me puse mi abrigo, la bufanda roída y los viejos guantes de lana heredados de mi hermano. Salí pitando, observando siempre de reojo a Hansel y a sus secuaces, que bromeaban sobre alguna cosa. Siempre se dedicaban a holgazanear y a perder el tiempo con cualquier banalidad absurda. El profesor tenía demasiada paciencia con ellos. Al atravesar la puerta percibí por detrás que alguien me tocaba en el hombro. «¡Maldita sea!», pensé. No podía creer que Hansel hubiese salido de clase antes que yo, era imposible; lo había estado observando y se hallaba en el aula junto al resto. Era increíble. En fin, apreté los molares y me giré atento para esquivar sus golpes. Pero no era él. Pude disfrutar de la sensación de alivio al comprobar que en la salida me estaba esperando mi hermano mayor, Gabriel, con el semblante triste. Él era un muchacho alegre, jovial y nunca antes había venido a recogerme a la escuela, así que me preocupé.

—Hola, Gabriel —le saludé con una sonrisa—. ¡Qué sorpresa! ¿Qué haces aquí? ¿No deberías estar trabajando?

—Ya ves. Hoy hemos cerrado pronto. —Observé un paquete marrón asomar por el bolsillo de su pantalón—. Hay mucho jaleo en la ciudad. Tenemos que ir rápido a casa. Padre me manda a por ti. El tío Gustav y el primo Helmo van a venir también —no comprendí la razón de esta reunión sorpresa—, así que vámonos. —A continuación, se llevó su mano al bolsillo y palpó con disimulo aquel pequeño paquete, como intentando protegerlo. Inició la marcha con rapidez.

—¿No te ha explicado nada padre? —le pregunté.

—Venga, Simon, camina más rápido y no hagas preguntas. —Le miré y asentí sin decir nada más.

Caminamos en silencio durante todo el camino a casa. Él no quería hablar, eso estaba claro. Tenía prisa, quería llegar cuanto antes. Yo no sabía qué podía haber pasado en la ciudad, pero me preocupaba ver a mi hermano así. Aceleré el ritmo, solo abrí la boca para respirar. Sudé y los pulmones trabajaron duro. Gabriel era un poco grueso y no muy alto, pero sus zancadas fueron rítmicas y rápidas, se notaba que estaba acostumbrado a caminar. Todas las mañanas se despertaba temprano, cuando todavía era de noche, e iba a la ciudad para trabajar en una pastelería; siempre lo hacía a pie. Descargaba sacos de harina y de azúcar cuando llegaba el repartidor y después ayudaba a su jefe a preparar los dulces y los panes. También repartía los productos a algunos mesones de la zona a los cuales iban las personas adineradas. Nunca volvía a casa antes del mediodía, pero las escasas veces que lo hacía ayudaba a madre en sus tareas. Me gustaba estar con él, me sentía tranquilo a su lado.

Gabriel también echaba una mano en la carpintería, ya que padre a veces necesitaba ayuda para terminar los pedidos, y él colaboraba encantado. Muchas veces cantaba mientras cortaba madera, limaba o clavaba. Mi padre y yo éramos sus privilegiados espectadores. Su ópera preferida era la de las valquirias de Wagner, la dominaba. Pasábamos largas horas escuchándolo, junto con el olor a serrín en el ambiente. Qué maravilloso recuerdo. Estaba claro que tenía un don en la garganta, hasta un sordo lo hubiera sabido. Gabriel también solía cantar en las reuniones familiares y hasta en la sinagoga.

A padre le gustaba vernos en el taller, aunque yo no fuera demasiado hábil con las herramientas. Al final solo hacía trabajos menores, barrer el serrín y poco más. Yo era consciente de mis limitaciones, pero no me importaba.

En la pastelería donde trabajaba mi hermano despachaba la hija del jefe, Sonja. Era una chica hermosa y muy simpática, pues siempre que me veía me regalaba un trozo de dulce de limón. Por eso, siempre que podía iba a la ciudad con alguna excusa estúpida y pasaba a saludar a Gabriel. La pastelería era humilde, pero, pese a eso, tenía una clientela fiel. Todos trabajaban con esmero y pasión, y eso se notaba. Hacían toda clase de panes y estaban especializados en postres y pastelería; dominaban a la perfección el Schwardzwälder Kirschtorte de frutas del bosque y el Kasekuchen de queso. Como he dicho, a mí me gustaba el dulce de limón. A Gabriel, la sonrisa de Sonja.

Aquel día queríamos llegar a casa cuanto antes; yo, para conocer el motivo de la reunión, y él, con seguridad, para dejar a buen recaudo aquel misterioso paquete.

—¿Qué llevas ahí? —le pregunté, señalando a su bolsillo.

—Es de madre.

—¿Y qué es?

—Dinero. —«¿Dinero?». Tomé aire, pero cuando me disponía a hablar me cortó—: Camina, hermano. No desperdicies el aire en hacer más preguntas.

Así que cerré el pico, bajé la vista, me concentré en el camino y con la mirada intenté mostrarle mi enfado. A un ritmo normal se podía tardar una media hora en llegar a casa, pero lo hicimos en menos de quince minutos. De vez en cuando miré a Gabriel, pero él no levantó la mirada en ningún momento. No vimos a nadie durante el trayecto. Me dolían los pies, deseaba llegar para poder quitarme las botas; sentía calor y me sobraban todas las prendas de abrigo.

Al llegar, exhausto, a casa, me apoyé contra una pared, cerré los ojos e intenté respirar. Estaba sudando, así que me quité el abrigo, los guantes y la bufanda, y los colgué en el perchero que mi padre había construido con madera. Este tenía un diseño precioso y unas bonitas formas redondeadas, en las cuales poder colocar la chaqueta o cualquier bolsa. Tras la media maratón y el calor hogareño, era suficiente solo con la camisa de felpa. Mi hermano desapareció sin quitarse ni siquiera el abrigo. Una vez dentro de casa, no distinguí el inconfundible olor a la comida preparada por mi madre. Quizá el cansancio y la respiración acelerada alteraron mi percepción, o a lo mejor no había preparado nada.

En el comedor estaba sentado padre junto a la mesa desnuda. Sobre ella solo vi una hoja de papel llena de garabatos ilegibles y un lápiz. Ni vasos, ni cucharas, nada. Padre levantó la mirada y pude leer parte de su preocupación observando sus verdes pupilas. Aquel gesto no era muy habitual en él; sus ojos estaban vidriosos y rojizos, tal vez por el estrés del momento. Nunca antes me había fijado en sus arrugas. Pese a tener solo treinta y nueve años, se le notaban especialmente las del contorno de los ojos y las bolsas oscuras, pero le daban un aire experimentado a su bello rostro. Se llevó la mano derecha a los ojos y se los frotó con sumo cuidado. Luego se masajeó las sienes, intentando encontrar los pensamientos apropiados. Con gran expectación me senté en silencio justo delante de él. Me moría por saber el motivo de aquella reunión. Mi hermano volvió y, ya sin abrigo ni sobre, se sentó a mi lado. Respiré hondo y tragué saliva.

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