Patricia A. Miller - Deja que entre el sol

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Nadie había mirado a Margot Addams como lo hizo aquel aspirante a bombero el verano del 71. Ella, con su ingenuidad por bandera, sus pensamientos un tanto disparatados, y un sentido de la libertad no apto para todos los públicos, descubrió la magia del primer amor en el fondo de unos ojos tan azules como el cielo en verano. Nadie se había acercado tanto al corazón de JC Gallagher como lo hizo aquella muchacha tan ingeniosa. Él, que no creía en el amor y que solo deseaba concentrarse en su profesión para no defraudar a su padre, se dejó arrastrar por la energía de un torbellino de rostro inocente. Nadie les dijo lo difícil que sería estar juntos; nadie les habló de los sueños rotos, del miedo que les agujereaba por dentro ni de la desilusión. Tuvieron que ser valientes para descubrir por sí mismos si había un lugar para ellos y averiguar cómo conseguir que las dudas y la oscuridad se desvanecieran. No fue fácil, pero cuando se miraban a los ojos y se cogían de la mano, nada más importaba. Solo había que abrir el corazón y dejar entrar el sol.

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—Así no conseguirás echar un polvo en la vida, novato —advirtió Charlie Flint—. Podrías haber sido un poco más amable con las chicas.

—Eran dos niñas —gruñí.

—¡Como tú! —exclamó O’Connors, y me palmeó la espalda tan fuerte que por poco doy con la frente en el camión—. Pero las niñas crecen y se hacen mujercitas. La rubia estará cañón dentro de un par de años.

—Demasiado espabilada para el novato —apuntó Ross—. Le iba más la morena. ¿Habéis visto cómo lo miraba? ¡Quería comerte!

—Si es verdad que ha hecho estos bizcochos, cásate con ella. —Bernard Campbell dio otro bocado al brownie que sostenía en la mano y gimió con teatralidad—. Si vuelve por aquí, dile que te dé la receta. Mi mujer tiene que aprender a preparar esta maravilla.

Esas dos chicas les dieron material para tocarme las narices un día más. Las imitaron hasta doblarse de la risa, me lanzaron besos, incluso me hicieron reír con sus payasadas. Cuando advirtieron que sus bromas ya no me molestaban tanto, se relajaron un poco.

—Y, entonces, ¿cómo es tu mujer ideal, novato? —quiso saber Ross mientras preparaba una nueva cafetera.

—No tengo una mujer ideal —respondí.

—Pero algún día querrás sentar la cabeza, ¿no?

—No.

No entraba en mis planes formar una familia, ni pronto ni tarde, y no entendí por qué aquella confesión les causó tanto impacto, no era tan extraño.

Me miraron como si hubiera jurado en vano y sacudieron la cabeza, en señal de desaprobación.

—¿No quieres casarte y tener hijos? —insistió Ross en nombre de todos.

—¿Y dejar viuda y huérfanos si me pasa algo? No, gracias.

—Vaya, chico, eso dice mucho de ti —dijo Campbell con el ceño fruncido.

—O muy poco —añadió O’Connors—. No llevas ni medio año en el cuerpo y ya dudas de tus posibilidades.

—No dudo de mis posibilidades, es solo que…

—¡A lo mejor le van los hombres! —exclamó Flint.

Me dieron ganas de estamparle el puño en la cara. Por suerte, los demás no le rieron la gracia.

—Dejad al chico en paz —intervino Joe Burnham desde su sillón frente al televisor. Era el mayor de la compañía y el único que nunca entraba en el juego de sus compañeros—. Cuando llegue la mujer adecuada, lo sabrá.

—Y, si no llega, su mamá seguirá limpiándole los calzones cuando se cague encima —voceó Flint.

Apreté los puños, dispuesto a partirle la nariz. Estaba harto. Pero un aviso de incendio lo libró de terminar sangrando como un cerdo. Y a mí me salvó de poner fin a mi carrera como bombero.

5. Margot

El despido de la señorita Carpenter, nuestra profesora de Educación Física, a una semana de terminar el curso, causó tal revuelo en el instituto que no se habló de otra cosa en toda la semana. Sus ideales no iban en consonancia con el colegio católico en el que yo estudiaba; había normas no escritas entre el profesorado, y ella se las había saltado todas por el simple hecho de hablar sin pelos en la lengua con las alumnas.

Fue una noticia terrible. Era la mejor persona que había conocido en mis dieciséis años.

—Se lo tiene merecido —dijo mi madre mientras disponía las láminas de lasaña en una bandeja—. Me han dicho que las niñas de primer curso la vieron en las duchas del vestuario ¡desnuda! ¡Qué vergüenza!

—¡Oh, sí, qué vergüenza! —ironicé. Picoteé unos trocitos de queso que había en un plato, pero mi madre lo apartó con un gruñido—. Debería ducharse vestida. ¡Qué desfachatez!

—¡Margot! Te prohíbo que me hables en ese tono. El sarcasmo no es propio de una señorita. —Emitió un suspiro de exasperación y se llevó la mano a la frente—. No sé por qué me esfuerzo en hacerte comprender. ¡Eres una niña!

—No soy una niña, madre. Y la señorita Carpenter era…

—¡Da igual! No quiero seguir hablando de esa mujer. El claustro ha hecho bien en cesarla. No era una buena influencia. —Quise protestar, pero no me dejó—. ¡No, Margot! Ni una palabra más. Me has provocado jaqueca. Prepara la comida, voy a echarme un rato.

Así terminaban todas las conversaciones con mi madre, con jaqueca, con censura, con prohibiciones que solo conseguían que me interesara más por los temas que ella evitaba. ¿Por qué no podía ser como la madre de Dotty? Con la señora Baker se podía hablar de todo, incluso de sexo.

También se podía hablar de todo con la señorita Carpenter. De hecho, era algo que algunas alumnas hacíamos con frecuencia.

—Tenéis que pelear por lo que deseáis en la vida, chicas. Sed persistentes —nos dijo—, sea cual sea el objetivo, no dejéis de perseguir vuestros sueños.

Su consejo me caló hondo. Pelear por lo que quería era mejor que esperar sentada. Si no hacía algo, un día me levantaría de la cama y me habría convertido en mi madre.

Ese pensamiento me sobresaltó. Cualquier chica desearía ser como Margaret Addams. Era una mujer guapa, distinguida y se había casado con un hombre atractivo con un buen sueldo. Vivía en un barrio muy próspero y se jactaba de ser una buena esposa, una buena madre y una ciudadana comprometida con las necesidades de los más desfavorecidos. Era la forma elegante que tenía mamá de definirse a sí misma delante de sus amistades. Y sí, era buena esposa, tan buena como cabía esperar. Y sí, también era solidaria: donaba toda la ropa vieja a los pobres. Pero buena madre… Una buena madre no se arrepentía de haber tenido una hija avispada.

No, definitivamente, yo no sería nunca como ella.

Condimenté de más la lasaña perdida en mis aspiraciones de futuro. Quería ir a la universidad, estudiar Historia del Arte, trabajar en un museo, ser independiente, viajar, ver mundo… ¡Todo lo que horrorizaba a mi madre! Ella rezaba para que encontrara a un hombre de buena posición social que me metiera un poco de sensatez en la cabeza. Casarme, tener hijos, ser la esposa ideal… No era un mal plan, pero corrían tiempos de cambio. La década de los sesenta había impulsado muchos cambios en la sociedad, los setenta habían empezado con fuerza y yo ya me sentía parte de esa corriente de libertad que me arrastraba fuera del convencionalismo de mi familia.

Metí la lasaña en el horno y recogí la cocina mientras soñaba despierta, como pasaba la mayoría de las veces. Unos minutos después, el olor del queso fundido y del sofrito me despertaron el apetito y rebañé la sartén con un dedo para probar los restos de carne y tomate.

—Creo que me he pasado con la sal. —Volví a probarla y asentí de acuerdo conmigo misma.

Me acordé del bombero de inmediato. Al chico de los ojos del color del verano le gustaba lo salado. ¿Qué opinaría de mi comida?

«Ve a descubrirlo. Sé tú misma. Sé valiente. Sé libre, Margot».

Esperé a que la lasaña estuviera bien horneada y aproveché que mamá dormía para acercarme al parque con un buen trozo. No sabía qué iba a decir, Dotty era la que siempre llevaba la iniciativa en nuestras locuras, pero me sentí muy viva al aventurarme sola en aquella experiencia. Y muy asustada cuando me vi a las puertas del parque de bomberos.

«Dar marcha atrás es de cobardes, Margot».

No había nadie a la vista cuando entré, y mi idea de llevarle la comida a un chico con el que no había intercambiado ni dos frases empezaba a parecerme una completa tontería. Sin embargo, la curiosidad me empujó hasta las imágenes expuestas en la entrada; me entretuve demasiado y, cuando quise salir de allí, ya era tarde. El camión atravesó el portón y me impidió la retirada.

—¡Mirad quién ha vuelto! —exclamó uno de los bomberos—. Es la chica de los bizcochitos de chocolate. ¿Qué nos has traído hoy, bonita?

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