Di un portazo al llegar y subí las escaleras hasta mi cuarto. No tenía ganas de ver a nadie, no estaba de humor para sentarme a cenar. Mi padre me preguntaría cómo había ido el día y yo no podría ocultarle que había sido uno de los peores de mi vida.
Me habían humillado, se habían reído de mí porque era el maldito novato de la compañía, me habían gastado una broma que no tuvo gracia y terminé sentado delante del capitán balbuceando como un niño. ¡Si hasta había sentido el nudo en la garganta que precede a las lágrimas!
Apreté la cara contra la almohada y ahogué un grito de frustración. Descargar puñetazos contra el colchón no me alivió en absoluto, pero era mejor que hacerlo contra la pared o contra el rostro de Charlie Flint, el capullo que me había endosado aquellos maniquíes como si fueran víctimas. Creí que había hecho una heroicidad, pero solo fue una pérdida de tiempo y el motivo de las burlas de todos mis compañeros.
Mi madre llamó a la puerta de la habitación y puso fin a mi momento de autocompasión.
—Te he traído algo de cenar —musitó, insegura—. ¿Estás bien?
Encendí la luz de la mesilla y me conmovió su aspecto: había estado llorando. Los ojos hinchados y la nariz enrojecida la delataron.
—¿Qué ha pasado? ¿Dónde está papá?
Un encogimiento de hombros fue la única respuesta que recibí. Se entretuvo unos segundos en ordenar la ropa que yo había dejado tirada de cualquier forma y le di el espacio que necesitaba. Era una mujer fuerte, decidida, valiente, salvo cuando tenía que enfrentarse al miedo de perdernos a papá o a mí.
No obstante, no podía haber pasado nada grave, o yo lo sabría.
—Tu padre ha ido a ver a un compañero de otra unidad. Nada importante.
—Y, entonces, ¿por qué estás así?
Volvió a encogerse de hombros y no la presioné. Formaba parte de su manera de protegerse, por si algún día era el teléfono de nuestra casa el que sonaba en el silencio de la noche. Por si los siguientes éramos nosotros.
Me levanté de la cama y la abracé con cariño. Ojalá hubiera podido prometerle que todo iba a ir bien, que no tenía que preocuparse. Pero no podía hacer eso, no podía mentirle. La nuestra era una profesión de riesgo, donde cualquier imprevisto podía alterar el curso normal de nuestras vidas para siempre. Mi padre y yo lo sabíamos y ella también, lo había aprendido a la fuerza.
La estreché más fuerte cuando la oí suspirar. Me dolía su congoja. Me sentía responsable de buena parte de su preocupación. Ella eligió amar a un bombero, fue su decisión, pero seguir los pasos de mi padre fue la mía, y le había causado una herida que no tenía alivio ni cura, que era para siempre.
—Creo que cenaré abajo contigo y después podemos ver el nuevo episodio de la familia esa que tanto te gusta. ¿Cómo se llaman?
— La tribu de los Brady —respondió más animada—. Me encanta la criada.
Y a mí me encantaba verla sonreír de nuevo.
—¿Has hecho brownies para los bomberos? —preguntó Dotty, sorprendida—. Vaya, chica, ayer solo querías dar un paseo y hoy pretendes meterte en la boca del lobo.
—Solo es un detalle. Somos chicas educadas.
Había escondido unos cuantos trozos de brownie en una servilleta para que mi madre no los viera. Por muy amable que fuera el gesto, a mamá se la hubieran llevado los demonios de haber sabido quién se los comería.
Caminamos cogidas del brazo hasta el 2502 de Chatham Road. Llevábamos vestidos de domingo, zapatos limpios y una amplia diadema que mantenía perfecto nuestro pelo enlacado. Dotty estaba preciosa, yo solo era una chica del montón. No podía competir con sus grandes ojos azules ni con el rubio natural de un ángel. Mi mirada oscura no era cautivadora, tenía la boca demasiado grande, una melena indomable y unas caderas de talla extra large . Mi mejor baza era mi ingenio, pero eso no sería suficiente para encandilar a nadie.
Además, me quedaba en blanco cuando me ponía nerviosa y solo decía tonterías. A los chicos guapos no les gustaban las tonterías.
—Es un lugar bonito, ¿no te parece? —comentó Dotty al llegar.
Arrugué la nariz y me salió una mueca de asco. Aunque fuera de nueva construcción, aquel sitio solo era una mole de ladrillos rojizos con unos cuantos árboles alrededor.
—Es horrible. Huele a combustible y a goma quemada.
—La belleza está en el interior, Margot.
«Literalmente», pensé. Si el muchacho del camión estaba allí, la frase habría dado en el clavo.
—¿Buscáis a alguien? —preguntó un afroamericano recién salido de ninguna parte—. ¿Necesitáis ayuda?
—Nosotras… No… Solo hemos…
—Hemos venido a daros la bienvenida al barrio —intervino Dotty. Se acercó a mí, me quitó el hatillo de brownies y se los ofreció al bombero—. Los ha hecho mi amiga. Están muy buenos.
El hombre nos miró un poco confundido, pero la sonrisa de Dotty lo conquistó y terminó por sonreír él también.
—Vaya, gracias. No teníais por qué hacerlo. —Se volvió hacia el interior del parque y silbó fuerte—. ¡Eh, muchachos! Tenemos visita.
Cinco hombres de diferentes edades acudieron a la llamada, pero ninguno era el chico que yo había visto. Dotty habló con ellos y les sacó algunas carcajadas, mientras yo, en segundo plano, me retorcía la tela de la falda, incómoda con la situación.
—¡Novato! Si no vienes, te quedas sin bizcocho —gritó uno de ellos.
El chico apareció y mi cuerpo reaccionó con un súbito bochorno.
Era tan perfecto…
Llevaba un mono de trabajo en el que no cabía ni una mancha de grasa más, se limpiaba las manos con un trapo negro como el carbón, iba despeinado y con la cara sucia, pero todo eso lo hacía aún más atractivo.
Solo tuve ojos para sus ojos. Eran de un azul intenso, limpio, como el del cielo de Springfield en verano. Le caía un mechón en la frente y me di cuenta de que no lo llevaba a la moda como sus compañeros. Nada de grandes patillas, nada de medias melenas, nada de rizos a lo afro, no. Él lo llevaba corto de los lados y más largo por arriba, como Jim Stark en Rebelde sin causa .
Suspiré, y debió de ser un suspiro enorme porque todos se rieron.
—Parece que a nuestro novato le ha salido una admiradora.
Me puse tan roja como la carrocería del camión. Él seguía sin inmutarse, continuaba limpiándose las manos y me miraba con el ceño fruncido, como si le molestara mi respiración.
Uno de sus compañeros le ofreció un trozo de brownie , pero él lo rechazó.
—No me va el dulce. Soy más de salado —pronunció con una voz tan profunda que se me erizó el vello de la nuca.
—No les hagas ese feo a las chicas, hombre. Los han hecho para nosotros.
—Los ha hecho Margot —insistió Dotty.
—Sí, eso, los ha hecho Margot —se burló un bombero que imitó el tono jovial de mi amiga.
A él se le dibujó una sonrisa en los labios y, sin apartar la mirada de la mía, alargó la mano, cogió un brownie , lo mordió y lo volvió a dejar.
Era de mala educación observar a la gente cuando comía, pero yo lo miré a placer mientras masticaba. Lento, muy lento, como todo lo que hacía.
—Demasiado dulce —murmuró—. Vuelvo dentro, chicos. Señoritas. —Inclinó la cabeza a modo de despedida y desapareció por donde había llegado.
Me quedé tan desolada que no presté atención a la charla de Dotty de regreso a casa. Para ella la visita había sido fascinante, para mí fue una humillación.
¿Bizcocho de chocolate? ¿Niñas atolondradas en la puerta del parque? No pensaba caer en otra broma más. Lo último que me faltaba era que el capitán me pescara perdiendo el tiempo cuando me había ordenado que le sacara brillo a la carrocería del camión bomba.
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