Pero lo que había detrás del altar era otra historia.
La hermana se persignó y le dio un fuerte coscorrón para que ella también lo hiciera. Luego, extrajo una pesada llave del bolsillo del hábito y la encajó en la cerradura oxidada de aquella puerta que daba tanto miedo.
—Así aprenderá a prestar atención, a no distraerse, a ser mejor alumna y a poner un poco de orden en esa cabeza invadida por los malos pensamientos. Rece, señorita Addams, rece. Tal vez Él se apiade de usted y le salve el alma. O tal vez no.
Oyó el sonido de los goznes oxidados como si fueran gritos en el silencio. Se tapó las orejas y apretó los ojos. Las lágrimas le mojaron el cuello del uniforme y los labios le temblaron entre pucheros e hipidos.
—Por favor, hermana, no lo haré más, se lo prometo. No volveré a hacerlo.
—Seguro que no —sentenció la monja, y la empujó dentro de aquella oscuridad espesa y pegajosa.
Margot gritó. Gritó mientras se cerraba la puerta, gritó al oír la llave girar, al no ver nada alrededor, al no saber qué pisaban sus pies. Gritó y lloró y golpeó la puerta con los puños, pero la hermana Ethel no volvió.
No supo cuánto tiempo pasó de pie, con la espalda pegada a la pared. ¿Y si había alimañas? ¿Y si allí dormían las gárgolas de verdad? ¿Y si ella también moría en ese pedacito del infierno y sus huesos se quedaban en las paredes? Se apartó horrorizada por la idea, tropezó y cayó al suelo. Por mucho que abriera los ojos, no podía ver nada, sus manos estaban mojadas, pero era imposible identificar qué las había empapado. ¿Era humedad? Allí hacía frío. ¿Y si era sangre…?
La repugnancia que sintió la puso de pie de un salto. Solo se oía su respiración, sus sollozos y todo un mundo de ruidos aterradores, cortesía de una imaginación sobreexcitada.
Odiaba a la hermana Ethel.
Odiaba aquel colegio.
Odiaba la oscuridad.
No volvería a estar a oscuras nunca.
Nunca más.
Springfield. Verano de 1971
Me escapé por la ventana de mi habitación mientras Richard Nixon anunciaba la cancelación unilateral de los acuerdos de Bretton Woods con las Naciones Unidas. Mis padres estaban embobados frente al televisor, como buenos republicanos, como siempre que el presidente aparecía en antena, y yo había quedado con mi amiga Dotty en el árbol junto a la parada del autobús, como cada sábado desde que ella y su familia se mudaron a la casa de enfrente, hacía ya cuatro años.
El verano aún no había llegado, pero sí el calor infernal. El fuego del asfalto me quemaba las plantas de los pies a través de la suela de las sandalias y el sudor me mojaba las axilas. Tampoco ayudaba que llevase pantalones a medio muslo, en vez de esos shorts que vestían las chicas de mi edad, y que mi madre no aprobaba. En realidad, mi madre no aprobaba nada de lo que yo hiciera.
—Tengo que volver dentro de diez minutos. —Bufé y me dejé caer junto a Dotty en el banco de piedra—. Si me llaman a comer y no estoy, no me dejarán salir hasta los veintiuno.
—¡Bah! Nixon está dando un discurso en la tele, tendremos treinta minutos de paz asegurados. Tu padre lo adora, no os sentaréis a comer hasta que haya acabado.
Tenía razón. Dotty siempre tenía razón.
Éramos las mejores amigas en la historia de las mejores amigas, pero tan diferentes como el agua y el aceite. Ella provenía de una familia de mente abierta, pintores y artesanos, almas libres que disfrutaban siendo libres, con sus extravagancias y sus disparates. Por eso Dotty era tan feliz, tan alocada, tan soñadora. Yo, en cambio, era una chica convencional sometida a las estrictas normas de mis padres. Una muchacha ejemplar por fuera, una mente inquieta por dentro.
—¿Has pensado ya qué harás cuando acabemos el curso? ¿Vendrás con nosotros?
Negué, apenada. Ni siquiera se lo había preguntado a mis padres. ¿Recorrer el país por carretera hasta San Francisco con un mercadillo ambulante? Eso solo era para hippies . Podía oír a mi madre disertar acerca de lo holgazana que era la gente como los Baker, lo mal que olían y la falta de moral que los caracterizaba. Pero los padres de Dotty no eran así, y mi madre lo sabía. No ponía reparos a visitar su casa, incluso me dejaba pernoctar allí, pero ¿de vacaciones en una furgoneta? ¡Ni hablar!
A mí, por el contrario, me parecía toda una aventura; me fascinaban las historias que contaban los Baker: dormir al raso, quemar malvaviscos, danzar bajo la luna en medio de desconocidos. Adoraba su manera de disfrutar de la vida, sin límites ni barreras.
—Me quedaré aquí y moriré de aburrimiento —respondí después de dar una breve calada al cigarrillo que Dotty le había birlado a su padre.
—No morirás de aburrimiento, Margot. Saldrás con las chicas de tu clase, haréis hogueras a la orilla del lago y os bañaréis en la piscina. Eso te dará la oportunidad de conocer a muchos chicos. —Me dio un codazo y me atraganté con el humo. ¿Estar con chicos en la piscina? Antes tendría que aprobarlo mi madre, y era casi tan improbable como que me dejara ir de vacaciones con Dotty—. Venga, no será tan malo. Tendremos un montón de historias que contarnos, nos mandaremos cartas…
Un par de bocinazos resonaron por encima de las palabras de mi amiga. Un imponente camión de bomberos amonestó a unos niños que se habían cruzado en su camino y reemprendió la marcha muy despacio, tan despacio que tuve oportunidad de ver a los ocupantes.
De verlo a él.
Oh. Dios. Mío.
Mi corazón latió a un ritmo muy extraño. Me quedé muy quieta, con la boca abierta, con la mano suspendida en el aire, con el cigarrillo humeando entre los dedos… Recuerdo que parpadeé muchas veces, la lentitud del camión era algo casi irreal. Él me miraba fijamente, como si solo me viera a mí. Y luego vino aquel gesto, aquella media sonrisa, aquel guiño que me devolvió a la realidad. La vida retomó su ritmo habitual, el camión giró en la siguiente esquina y solté la colilla al notar la quemazón en los dedos.
—¿Has visto eso? —preguntó Dotty—. Te miraba a ti.
«Me miraba a mí», me dije. Dios mío, nadie me había mirado así jamás.
—Tiene que ser la nueva dotación de bomberos de la que hablaba mi padre —supuso Dotty—. Está en Chatham Road. ¿Vamos?
—¡No! —exclamé, horrorizada—. Tengo que volver a casa. Mi madre me matará.
—¡Venga, Margot, hagamos algo divertido! Es sábado, Nixon aún estará un buen rato hablando, y me aburro —se quejó con tono lastimero—. No te vayas, por favor. Mi madre quiere que hagamos atrapasueños, y me obligará a ir a por las plumas de las gallinas de la señora Blosom.
—En otra ocasión, te lo prometo. Además, ¿qué pensarán de nosotras si nos presentamos en el parque de bomberos? No es propio de…
—Bla, bla, bla, detesto cuando hablas como tu madre. Me gusta más la Margot atrevida. ¡Iremos mañana! —decidió—. Nos veremos aquí cuando vuelvas de la iglesia.
Lo pensé un segundo y asentí.
—Solo un paseo.
—Solo un paseo —aceptó Dotty con una pícara sonrisa—. Prometido.
«Novato, novato, novato», estaba harto de esa palabra. Y también estaba harto de que el nombre de mi padre saliera en todas las conversaciones. No hacía falta que nadie me recordara que James Curtis Gallagher era un héroe. ¡Yo vivía con él!
Quise ser como él desde la primera vez que lo vi con uniforme. Pero nunca imaginé que ser hijo del bombero más cualificado de Springfield pudiera ser tan duro. No me medían con el mismo rasero que a los demás; a mí se me exigía el doble, porque era un Gallagher. Tampoco ayudaba que mi padrino fuera el jefe de distrito Traveller. John me apretaba demasiado, me había puesto bajo las órdenes de uno de los capitanes más tiranos del cuerpo porque, según él, se me tenía que curtir la piel. ¡Y un cuerno! Lo único que estaba consiguiendo era que regresara cabreado a casa después de cada servicio.
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