1 ...6 7 8 10 11 12 ...16 La naturaleza se había convertido, pues, en un inmenso vestigio infinitamente organizable. No era posible para los lenguajes humanos descifrar el lenguaje divino inscrito en ella, a causa de la culpa, o las culpas, en que habían incurrido los hombres, pero, al menos, ese vestigio era trasparente a sus ojos, que incluso podían intuir la existencia de esa misteriosa y original escritura. Fue entonces, en el momento en que el mundo comenzó a volverse opaco e indescifrable, en el que dejó de ser legible como libro, cuando surgió la necesidad de rescribirlo en clave humana. Foucault nos habla de los proyectos enciclopédicos del entresiglo XVI-XVII. El lenguaje, o mejor, la escritura mauvaise , como forma de reconstruir el orden del mundo: no se trata de reflejar lo que sabemos mediante el lenguaje, sino de «reconstituer par l’enchaînement des mots et par leur disposition dans l’espace l’ordre même du monde» (Foucault, 1966: 53). La Enciclopedia y la Biblioteca permitirán disponer los textos escritos de acuerdo con las relaciones de vecindad, parentesco o subordinación que prescribía el mundo mismo. Es decir, reproducir textualmente el mundo.
El lenguaje asume el lugar de las cosas, y la escritura (la «mala») deviene absoluta. La escritura «buena», como explicará también Derrida, habría precedido a la voz, pues Dios escribió en la naturaleza los nombres que Adán todavía pudo reconocer y pronunciar en voz alta. La escritura secundaria sustituye a la voz y al propio mundo. Mirar es leer, leer es mirar, es la inversión que se opera, según señaló también Curtius (1948), inmerso en una investigación sobre la idea del mundo como superficie legible. Curtius estableció el trayecto metafórico desde la legibilidad del mundo hasta su escritura. Si el mundo era un libro en el que antaño leíamos, los libros que leemos terminarán siendo el mundo, el mundo real será remplazado por el mundo escrito, y organizado, este último, en la biblioteca como un mundo particular.
En algún momento, ambos mundos se dividen inevitablemente: por un lado, los libros; por otro lado, la realidad. La escritura deviene un repositorio autorreferencial. De acuerdo con Blumenberg: «lo escrito pasó a ocupar el lugar de la realidad, con la función de hacerla superflua en cuanto algo definitivamente rubricado y asegurado» (2000: 19). Si basta con leer el mundo en los libros, el hombre dejará de leer en el mundo. Lo que sabemos del mundo es en última instancia lo que se ha escrito sobre él, primero por Dios y después por los seres humanos: mirar, leer, interpretar, glosar. El conocimiento se erige en una serie de (re)lecturas, de (re)interpretaciones, que son continuas adiciones al conocimiento. Conocer un objeto, un elemento natural, será conocer la historia completa, escrita, de ese objeto o elemento. Y toda escritura es susceptible de interpretación futura, luego la verdad es un proceso infinito que debe incluir todas las interpretaciones del mismo fenómeno.
Tenemos un primer sistema autorreferencial, lingüístico, o más específicamente escritural, a cuyas determinaciones es imposible escapar. Se establece una separación tajante entre una realidad infinita e inaccesible y el código o los códigos que la fijaron y sustituyeron. La escritura original, exterior, auténtica, infinita, es inaccesible, pese a los intentos del alegórico, melancólico, por descifrar el código divino de la naturaleza, el mensaje divino inscrito en ella. La labor del alegórico, que pretendía leer la escritura original, o acceder a ella, era ilimitada por carecer del código inicial, vital y dinámico, infinito, que iniciaba el proceso. La labor del coleccionista, enciclopedista, también lo será, porque, en su rescritura (mala) del mundo, en la reconfiguración que proyecta, siempre faltará al menos una pieza, un comentario, una interpretación, una glosa. Aquel parte de un texto original primitivo, la escritura de Dios sobre el mundo, que es inaccesible desde el inicio; este trata de rescribir el mundo según su propio orden, que requiere la inclusión de todos los comentarios posibles, tornando la tarea equivalente a la propia duración del mundo. Principio inaccesible, final inalcanzable.
Le langage du XVIème siècle –entendu comme expérience culturelle globale– s’est trouvé pris sans doute dans ce jeu, dans cet interstice entre le Texte premier et l’infini de l’Interprétation. On parle sur fond d’une écriture qui fait corps avec le monde; on parle à l’infini sur elle, et chacun de ses signes devient à son tour écriture pour de nouveaux discours; mais chaque discours s’adresse à cette prime écriture dont il promet et décale en même temps le retour (Foucault, 1966: 56).
Las palabras y las cosas se separan; cada una permanece en un dominio independiente. El discurso literario, la gran tradición, tratará de volver sobre la realidad bruta de las cosas, aunque se encontrará a sí misma apresada en el sistema de su escritura, incapaz de restablecer el contacto con el mundo. Devendrá, según otro melancólico, Schiller ( Sobre poesía ingenua y poesía sentimental , 1795), poeta sentimental, y su anhelo imposible será recuperar el contacto ingenuo con la naturaleza. El literato, fundamentalmente el poeta, tratará de operar por medio de alegorías, símbolos y mitos, intentando escapar de la red escrita en la que está atrapado, con el fin de leer, descifrar, de nuevo el mundo, la escritura divina, o bien ontológica de las cosas (tan pronto como renuncie a una concepción teológica del mundo).
La interiorización definitiva de la subjetividad
El segundo problema al que se enfrenta también la modernidad temprana es la progresiva interiorización de la epistemología y la moral. Porque hay un desarrollo de enorme importancia ligado a este proceso, presentado aquí brevemente, de legibilidad y (re)escritura del mundo, que resulta oscuro sin su concurrencia. ¿Por qué pierde el hombre la capacidad de leer el mundo? El desplazamiento del sujeto hacia su interioridad provocó un cambio fundamental en la concepción de la verdad, que pasó de ser hilemórfica a ser representacional.
La naturaleza poslapsaria (aun siendo vestigio de una semejanza perdida, cuya escritura era ya indescifrable) seguía siendo en la Edad Media «transparente» al ojo humano, porque las cosas eran las palabras (si eliminábamos el afecto del alma que sirve de intermediario legítimo). Voz, alma y cosa significada, de acuerdo con Aristóteles y con la teología medieval, que determina que la res es creada a partir de su eidos , de su sentido pensado por el logos o entendimiento infinito de Dios. La ruina, el vestigio natural, todavía podía ser comprendido como totalidad por medio de las diferentes estrategias que nos muestra Foucault en Les Mots et les choses . Una red de «vestigios» cubría el mundo sin dejar resquicio e imperaba todavía una concepción hilemórfica de la verdad que permitía al ojo humano hacerse uno con el objeto contemplado, aunque no remitiera este ya directamente a su realidad divina original.
Como explica Rorty (1979), el «momento cartesiano» (etiqueta que se refiere en realidad a buena parte de la filosofía del XVI y el XVII) establece el paso a una concepción representacional de la verdad. La concepción hilemórfica, que encontramos en Aristóteles y todavía en Santo Tomás de Aquino, confiaba en la relación entre el sujeto y el objeto, y por lo tanto en la idea que representaba a este último. Conocer un objeto no implicaba representarlo, sino hacerse idéntico a él: el conocimiento del objeto era idéntico al objeto. La retina se convertía en todas las cosas, aunque no adoptara la forma de ninguna de ellas. Era el modelo para el entendimiento. La propuesta moderna es, en cambio, representacional, esto es, la relación no se establece entre sujeto y objeto, sino entre sujeto y proposición, derivada de la representación mental del objeto.
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