Luis Bautista Boned - Disenso y melancolía

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En la obra de Unamuno y Ortega son bien visibles el disenso reformista y los recurrentes ataques de melancolía. En la España franquista percibimos una figuración triple del intelectual. Cada uno de estos modelos imagina, también desde el disenso, su propia versión de sociedad ideal: entre los vencidos en la Guerra Civil encontramos al intelectual liberal, que apela a valores universales, y al intelectual comprometido de izquierdas, enredado en la utopía socialista-comunista de emancipación del cuerpo social. Entre los vencedores, al intelectual nacionalista, especialmente al falangista, progresivamente crítico y desencantado con el franquismo.A partir de los años sesenta, los filósofos neonietzscheanos españoles cuestionaron la función social del intelectual, independientemente de la ideología que abanderara. En la España posterior a la transición política, en nombre del consenso, vimos al gremio intelectual justificar la democracia surgida de esta. Sin embargo, no faltaron las voces críticas, coetáneas y posteriores, que atacaron, y siguen atacando, la escasa autonomía y actitud beligerante de los intelectuales aparentemente sumisos con el poder oficial. El intelectual disiente de la sociedad en la que vive. Disiente de ella de acuerdo con un confuso ideal que anhela melancólicamente.Los orígenes modernos de la figura del intelectual y las primeras formulaciones de su melancolía se derivan de la pérdida de un supuesto orden ontoteológico debida a la progresiva interiorización de la subjetividad. La búsqueda infructuosa de ese orden ideal lo condujo al esfuerzo de depuración de pasiones y emociones, y lo situó en la esfera espiritual, desde la que imaginaba su utopía. Este ensayo aborda la historia intelectual de España en orden cronológico, desde la aparición de los primeros grandes intelectuales, Unamuno y Ortega, hasta los ejemplos más recientes, en concreto la filósofa barcelonesa Marina Garcés.

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Porque la sociedad, para el letrado, fatalista, siempre ha sido imperfecta, y por eso disiente de ella. Y pocas veces los príncipes y los gobernantes han escuchado al sabio y le han permitido intervenir para modificarla, para elevarla. Así, el intelectual se acostumbró a quejarse del mundo, y a redoblar la queja por su incapacidad de modificarlo, por culpa, normalmente, de regímenes diversos, pero casi todos ellos sordos a sus recomendaciones. Lo ha señalado Pinker en Enlightenment Now (2018), realzando con excesivo optimismo las mejoras que ha aportado el progreso a nivel global, y mofándose de la posición fatalista de letrados y científicos sociales. Pinker se acoge a la teoría de las tres culturas, desarrollada sobre todo por Wolf Lepenies (1994), que ya señaló la naturaleza doliente del letrado y la opuso al optimismo del científico.

La relación del sabio, del letrado, del intelectual, puro y espiritual, con su cuerpo también ha sido siempre compleja, y esa dificultad se ha trasladado con frecuencia a la organización social, en la que figuraba, o mejor se autodesignaba, como guía del resto. Esta será otra de las claves fundamentales de este estudio. Es relativamente fácil, aunque se corre el riesgo de caer en la simplificación y el abuso, apelar a lo que Jean-Marie Schaeffer denominó la «thèse de l’exceptionnalité humaine» (2007) para refrendar este modelo. Para el filósofo francés, la modernidad, vía Descartes, ratifica el «dualismo ontológico» a nivel terrenal (la separación entre cuerpo y alma, que se laiciza en mente o conciencia) y la «ruptura óntica», que establecía una frontera estricta entre lo humano y lo animal. Conjugadas, la ecuación tenía el siguiente resultado: mente = humano; cuerpo = animal. El esfuerzo del sabio, el letrado o el filósofo, todos ellos protointelectuales consistía en ocupar el polo humano, y por tanto el racional, minimizando o anulando el cuerpo, considerado casi como un mecanismo. Sus esfuerzos por elevarse por encima de sus pasiones y emociones podían traducirse en un parejo anhelo por elevar al cuerpo social hacia la pureza racional moral que él, el sabio, representaba. La mente, lo humano, guiando al cuerpo, animal.

Es una lectura reconocible en el frecuente posicionamiento del intelectual en la esfera espiritual, desligada de la realidad social, desclasada, pero desde la que aspira a intervenir para modificarla, para elevarla a su propia altura, normalmente gracias a la cultura, a la educación, que él mismo debía operar, como avanzadilla iluminada, o ilustrada, en sus conciudadanos. Sapere aude! Rezaba la premisa que Kant tomó de Horacio. Atrévete a saber… lo que yo ya sé, como intelectual, y te puedo mostrar, sería la lectura más precisa. Voluntad emancipadora, de cuño dieciochesco, a la que se ha acogido la intelectualidad hasta fechas muy recientes.

Y ese impulso legislador, o más bien de guía de la sociedad, no está únicamente presente en el intelectual tradicional, cuya genealogía es fácil rastrear hasta el philosophe del XVIII, deseoso de elevar a la masa de sus congéneres a la categoría de individuos racionales y humanos. Esa labor de guía la detectamos también en el pensador reaccionario, el antintelectual, que apela a un «pueblo» que comparte señas de identidad que deben ser esclarecidas y formuladas. E incluso en el ideólogo de izquierdas, comprometido, y con el objetivo de emancipar a las clases populares, con el término clase entendido también como identitario, pero no en sentido nacionalista o comunitario, sino internacionalista. Esa triple consideración configurará las tres versiones más reconocibles del intelectual y su función de guía: la universalista, la nacionalista y la internacionalista, aunque a la nacionalista, considerada reaccionaria, se le ha negado a menudo la etiqueta «intelectual».

El letrado ha tenido siempre una relación compleja con sus conciudadanos, por estar comprometido con su función de guía más o menos tangible, más o menos elevada sobre el resto, sabedor de que su sociedad, sencillamente, no responde al modelo de perfección que él intuye y anhela. Función legisladora, dirá Bauman (1987), pero normalmente frustrada, y que lo ha relegado a queja melancólica. Considerado como mecanismo o como organismo, el cuerpo social debe ser sancionado por la ley, modelado por la razón, o elevado por la cultura.

* * *

De acuerdo con estas ideas, este ensayo se centra en la intelectualidad española de los siglos XX y XXI, la breve historia intelectual de España. Breve porque no es un periodo excesivamente largo, y porque este volumen no pretende ser exhaustivo, sino corroborar la persistencia de esos rasgos ya mencionados a lo largo de este periodo en el que el intelectual nace como tal, entra en crisis y trata, recientemente, de recuperar su función y su legitimidad. La investigación está dirigida por esa premisa que dicta el fatalismo y la melancolía del letrado, expresada en diversos códigos epocales, y se divide en seis capítulos. Los afronto con metodologías variadas, dada la naturaleza del tema, que incluye diversas disciplinas. Mi voluntad es ensayística, aunque no rehúye la lectura precisa y rigurosa de algunos textos de especial relevancia, que abarcan la novela, la poesía y, por supuesto, el ensayo literario, filosófico, político y sociológico.

El volumen lo abre un capítulo sobre «El intelectual moderno: la melancolía del hombre de letras». Parece evidente que muchas de las quejas del intelectual a partir del entresiglo XIX-XX, cuando recibe definitivamente tal nombre, se entienden mejor si le buscamos algunos antecedentes a su figura. Haré mucho hincapié a lo largo de este volumen, y especialmente en este primer capítulo, en la interiorización de la subjetividad humana a partir del siglo XVI, con el correspondiente cambio en la concepción de la verdad, que pasa de ser hilemórfica o externalista, a representacional o interna. La incapacidad de acceder a un código estable, fijo, ontoteológico, parece condenar al ser humano al relativismo epistemológico y moral, a la melancolía de aquel que se siente desplazado de un orden divino estable, pero tan irreconocible como inalcanzable.

Ese parece ser el anhelo del letrado moderno, y lo persigue por medio del autocontrol que le permita elevarse por encima de lo meramente biológico. La verdadera eclosión de este impulso se producirá con la Ilustración, en figuras como Kant o Fichte. Solo los sabios pueden transmitir al conjunto de la sociedad, por medio de la cultura, que aúna lo concreto y lo abstracto, un sistema de valores estables y universales que harían innecesarias incluso las leyes, y a los que ellos ya habrían accedido gracias a la purificación de las pasiones y emociones. Un sistema de valores que, por otra parte, estaba ya inscrito en todos los seres humanos, aunque fueran incapaces de alcanzarlo sin ayuda del sabio depurado.

Pero en esas mismas décadas en las que escriben Kant o Fichte, y antes que ellos ilustrados como Diderot o Voltaire (bastante menos obsesionados con la pureza, todo hay que decirlo), se dibuja también otro movimiento, que apunta a valores no universales, sino locales e identitarios, que deben ser compartidos por una comunidad. Dos vías antagónicas, tal y como las ha descrito Pankaj Mishra : Age of Anger (2017), pero que avanzan paralelamente y en continua contienda desde entonces, y que tienen sus respectivos patrones en Voltaire y Rousseau. Dos impulsos utópicos, en definitiva: el universalista (basado en valores morales y racionales derivados de la excepcionalidad humana) frente al localista (centrado en lo identitario, compartido por una determinada comunidad). En todo caso, esos valores no deben ser impuestos legalmente, sino transmitidos o extraídos del cuerpo social. Prefiguraciones de los futuros intelectual y antintelectual, que en ambos casos trataba de conseguir que la sociedad funcionara de acuerdo con una serie de reglas de las que todos se sintieran partícipes.

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