—¡Haces bien velando por la educación de tu hijo, pero apiádate de tu esposa! Ya he cumplido los cincuenta y este bribón es el único hijo que han merecido mis pecados. No me atreveré a disuadirte si insistes en hacer de él un ejemplo, pero si matas significará que también deseas mi muerte. Si estás dispuesto a estrangularlo, toma esa soga y estrangúlame a mí primero. Ni madre ni hijo te lo reprocharán, y así tendré al menos algún apoyo en el otro mundo.
Y acto seguido se arrojó sobre Baoyu y empezó a llorar con grandes gritos.
Con un largo suspiro, Jia Zheng se sentó. Las lágrimas caían de sus ojos como la lluvia. Abrazada a Baoyu, la dama Wang vio que tenía lívido el rostro, débil el aliento y la ropa interior de lino verde empapada de sangre. Constató horrorizada, al apartarla, que las nalgas y las piernas estaban molidas y que cada pulgada de su carne estaba sangrando o amoratada.
—¡Ay mi pobre niño! —gimió.
Y mientras lloraba recordó a su primer hijo y pronunció su nombre: Jia Zhu.
—Si aún vivieras no me importaría que murieran otros cien hijos —murmuró sollozando.
La apresurada partida de la dama Wang había causado un enorme revuelo en los aposentos interiores, y tras ella habían llegado corriendo Li Wan y Xifeng, Yingchun y Tanchun. El nombre del hijo muerto, pronunciado sin fuerza por su madre, no afectó tanto a los demás como a Li Wan, su viuda, a la que arrancó un terrible sollozo. Con el coro de lamentaciones arreció el llanto del propio Jia Zheng.
Y en medio de toda esa conmoción una doncella anunció de pronto la llegada de la Anciana Dama que, desde el otro lado de la ventana, gritó con la voz quebrada:
—¡Matadme a mí primero! ¡Así acabará todo esto!
Espantado y desconsolado, Jia Zheng se incorporó para saludar a su madre, que entró, intentando recobrar el aliento, apoyada en el brazo de una doncella. Al entrar la anciana, él hizo una respetuosa reverencia.
—¿Por qué se molesta, madre, viniendo en un día tan caluroso? Si necesita algo sólo tiene que enviar en busca de su hijo.
La Anciana Dama se detuvo jadeando.
—¿Me hablas a mí? —le preguntó duramente—. Sí, tengo órdenes que transmitir, pero por desgracia no he parido un hijo digno al que poder dirigirme.
Fulminado por las palabras de su madre, Jia Zheng cayó de rodillas con lágrimas en los ojos.
—Madre, si su hijo castiga al suyo es por el honor de nuestros antepasados —arguyó—. ¿Cómo soportar sus reproches?
La Anciana Dama le escupió con desagrado.
—No soportas una palabra mía, ¿verdad? ¿Y cómo soporta mi nieto tu vara mortal? Dices que castigas a Baoyu por el honor de tus antepasados, pero ¿cómo te disciplinó a ti tu padre?
Y los ojos se le inundaron de lágrimas.
—Madre, no llore —suplicó Jia Zheng—. Hice mal en enfurecerme. Nunca volveré a pegarle.
La Anciana Dama resopló.
—No es preciso que te desahogues conmigo. Es tu hijo y no me compete impedir que lo golpees. Supongo que ya estás harto de todos nosotros, y que será mejor que nos vayamos para evitarte problemas.
Y ordenó a los criados preparar sillas de manos y caballos, con estas palabras:
—Vuestra señora y el señor Bao regresan a Nanjing conmigo en este preciso instante.
Los asistentes se inclinaron acatando sus órdenes, y la anciana dijo volviéndose a su nuera.
—No llores más. Baoyu es todavía un niño y tú lo amas, pero cuando crezca y sea un alto funcionario puede que sea irrespetuoso hasta con su madre. No lo ames demasiado ahora, y luego evitarás penas.
Dándose por aludido, Jia Zheng empezó a darse golpes con la cabeza contra el suelo.
—¿Qué lugar me queda sobre la tierra, madre si me hace esos reproches? —gimió.
La Anciana Dama sonrió sarcásticamente.
—Muestras claramente que soy yo quien no tiene lugar aquí, y sin embargo eres tú el que te quejas. Nos vamos simplemente para ahorrarte disgustos. Te dejamos libertad para qué apalees a quien te dé la gana.
Dicho lo cual, ordenó a los sirvientes que empaquetaran el equipaje e hicieran los preparativos para la jornada. Jia Zheng, mientras tanto, no cesaba de hacer koutou y suplicar vehementemente su perdón.
Pero mientras reprendía a su hijo, la Anciana Dama se preocupaba por su nieto, al que se acercó. La evidente severidad de la paliza aumentó su dolor y su furia. Abrazándolo, sé lamentó amargamente. A duras penas pudo Xifeng tranquilizarla. Algunas de las doncellas cogieron a Baoyu por debajo de los brazos intentando sacarlo de allí.
—¡Estúpidas! —gritó Xifeng—. ¿No tenéis ojos en la cara? ¿No veis que no está en condiciones de dar un paso? ¡Traed el canapé de mimbre!
Las doncellas hicieron inmediatamente lo que sé les ordenaba. Postrado sobre el canapé, Baoyu fue llevado hasta los aposentos de la Anciana Dama, acompañado por ella y por su madre. Como la Anciana Dama seguía encolerizada, Jia Zheng no se atrevió a retirarse y los siguió con la cabeza agachada; una mirada le reveló que esta vez la paliza había sido excesiva. Se volvió hacia su esposa, que ahora se lamentaba con más amargura.
—¡Mi niño! ¡Mi niño! —gemía—. ¿Por qué no moriste recién nacido en lugar de Zhu? Entonces tu padre no viviría tan amargado y todos mis desvelos no habrían sido en vano. ¡Si algo te sucede ahora, me quedaré sola! ¡No habrá nadie en quien pueda apoyarme en la vejez!
Esos lamentos, salpicados de los reproches de la Anciana Dama a «su indigno hijo» afligían a Jia Zheng y le hacían arrepentirse de haber golpeado a su Baoyu tan despiadadamente. Cuando intentó apaciguar a su madre, ésta se revolvió con lágrimas en los ojos:
—Déjanos en paz —le dijo—. ¿Qué haces dando vueltas por aquí? ¿No te quedarás tranquilo hasta que te hayas cerciorado de que ha muerto?
Jia Zheng se vio obligado a retirarse.
Para entonces ya habían llegado la tía Xue, Baochai, Xiangling, Xiren y Xiangyun. Xiren ardía de indignación, pero no lo podía expresar libremente. Y como Baoyu estaba rodeado de gente que le hacía beber agua o lo abanicaba, no parecía quedar tarea para ella, de manera que se escabulló hacia la puerta interior, desde donde mandó a unos pajes en busca de Beiming.
—No había señal de tormenta hace un rato, ¿cómo empezó todo esto? —le preguntó—. ¿Por qué no viniste antes a informar?
—Porque yo no estuve presente —explicó Beiming, fuera de sí—. Sólo me enteré cuando la paliza estaba ya avanzada. Inmediatamente pregunté cómo había empezado el problema. Parece que fue a causa de ese asunto de Qiguan y la hermana Jinchuan.
—¿Y cómo se enteró el señor?
—En lo de Qiguan parece que está detrás la mano del señor Xue Pan. Como no tenía manera de ventilar sus perversos celos consiguió que viniera alguien de fuera a decírselo a Su Señoría, y entonces se puso la sartén sobre las brasas. En cuanto a Jinchuan, fue el joven señor Huan quien se lo dijo a Su Señoría. O al menos así me lo han dicho sus hombres.
Ambas historias eran verosímiles y Xiren quedó convencida. Cuando regresó encontró a todas cuidando a Baoyu. Cuando ya no hubo más que hacer por él, la Anciana Dama ordenó que fuera cuidadosamente trasladado a su propio cuarto. Todas echaron una mano en el traslado al patio Rojo y Alegre, donde lo tendieron sobre su cama. Pasados unos momentos más de agitación se fueron dispersando poco a poco dejando que por fin Xiren lo atendiera.
Escuchen lo que se narra en el siguiente capítulo.
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