Y rompió a llorar.
Antes de que Jia Zheng pudiera volver a hablar, el mayordomo principal dijo con una sonrisa sardónica:
—De nada sirve mantenerlo en secreto, señor. Díganos si se oculta aquí o dónde ha ido. Una rápida confesión nos ahorrará problemas y con ella ganará nuestra gratitud.
Pero Baoyu volvió a negar que él tuviera cualquier conocimiento de ese asunto.
—Me temo que lo han informado mal —murmuró.
El mayordomo se rió con desdén.
—¿Por qué lo niega si tenemos pruebas? ¿Qué puede ganar obligándome a hablar delante de su honorable padre? Si nunca ha oído hablar de Qiguan, ¿cómo lleva su faja roja a la cintura?
La pregunta fulminó a Baoyu dejándolo boquiabierto. «¿Cómo lo han descubierto? —se preguntó—. Si conocen tales secretos, de nada vale que les oculte el resto. Mejor será acabar con este asunto antes de que siga soltando la lengua.»
Entonces dijo:
—Si sabe tanto, señor, ¿cómo ignora que Qiguan compró una casa con unos cuantos mu de tierra? Me han dicho que está situada a veinte li al este de la ciudad, en un lugar llamado Castillo del Sándalo. Puede que esté allí.
El rostro del mayordomo se transformó.
—Allí debe estar, si usted lo dice. Iré a comprobarlo. Si no lo encontramos, volveré para que nos ilumine un poco más.
Dicho lo cual, se marchó a toda prisa.
La ira empujaba los ojos de Jia Zheng fuera de sus órbitas. Mientras seguía al mayordomo principal se volvió para ordenar a Baoyu:
—Quédate donde estás. Enseguida me ocuparé de ti.
Acompañó al mayordomo hasta la puerta, y cuando emprendía el regreso vio a Jia Huan que corría rodeado de pajes. Tan furioso estaba que ordenó a sus propios pajes que lo apalearan.
Al ver a su padre, el miedo paralizó a Jia Huan, que se detuvo en seco con la cabeza colgando sobre el pecho.
—¿Adónde vas? ¿Por qué corres? —rugió Jia Zheng—. ¿Dónde está la gente que debería estar cuidando de ti? ¿Se han ido a divertirse mientras tú deambulas de un lado para otro de esa manera tan desenfrenada?
Mientras su padre gritaba reclamando la presencia de los sirvientes que debían acompañar a Jia Huan a la escuela, el muchacho vio la oportunidad de distraer su furia.
—No corría hasta que pasé por delante del pozo donde se ahogó esa doncella. Su cabeza está así de hinchada y su cuerpo está empapado por dentro. La escena era tan horrible que me alejé de allí lo más rápidamente que pude.
Jia Zheng quedó estupefacto.
—¿Qué doncella ha podido tener motivos para arrojarse a un pozo? —se preguntó—. Nunca había pasado una cosa así en esta casa. Desde el tiempo de nuestros ancestros hemos tratado bien a nuestros sirvientes; sin embargo, últimamente he descuidado mucho los asuntos domésticos y es probable que los encargados hayan abusado de su autoridad dando lugar a esta calamidad. Si la noticia llegara a divulgarse empañaría el buen nombre de nuestros antepasados.
Y mandó llamar a Jia Lian, Lai Da y Lai Xing.
Unos pajes salieron a buscarlos en el mismo momento en que Jia Huan, dando un paso adelante, cogió la manga de la túnica de su padre y cayó de rodillas diciendo:
—¡No se moleste, señor! Nadie conoce esto salvo la gente de los aposentos de mi señora. Oí a mi madre decir…
Se detuvo y miró en torno suyo. Jia Zheng comprendió. Lanzó una mirada a los sirvientes que había a ambos lados y éstos se retiraron.
—Mi madre me dijo —continuó Jia Huan en un susurro— que el otro día el hermano mayor Baoyu se arrojó sobre Jinchuan en el cuarto de mi señora e intentó forzarla en vano. Como consecuencia, la devolvieron a su casa, y ella, en un ataque de pasión, se ha arrojado al pozo.
Todavía no había concluido y ya Jia Zheng estaba lívido de ira.
—¡Traedme al señor Baoyu! ¡Rápido! —rugió mientras se encaminaba a su gabinete—. ¡Traedme también la vara pesada! ¡Amarradlo! ¡Cerrad todas las puertas! ¡El primero que lleve la noticia a los aposentos interiores morirá en el sitio!
Unos pajes salieron en busca de Baoyu. El muchacho supo que tenía problemas en el mismo momento en que recibió de su padre la orden de esperar, pero nada sabía del infundio transmitido por Jia Huan. Estaba deambulando de un lado al otro del salón, ansioso por que apareciese alguien que transmitiera el suceso a los aposentos interiores, pero nadie llegaba. Incluso Beiming había desaparecido. Miraba ansiosamente a su alrededor cuando apareció por fin una vieja ama. Se abalanzó sobre ella y la agarró como si se tratase de un tesoro.
—¡Vaya adentro, rápido! —exclamó—. Dígales que el señor me va a apalear. ¡Aprisa! ¡Es urgente!
Estaba tan aterrorizado que no podía hablar con claridad, de modo que la anciana, algo dura de oído, confundió «urgente» con «ahogada» [1]
.
—Fue ella quien tomó esa decisión —le dijo el ama con tono consolador—. ¿Qué tiene que ver con usted?
Su sordera enfureció a Baoyu.
—¡Dígale a mi paje que venga! —suplicó.
—Ya pasó. Todo está consumado. La señora ya les ha dado ropa y dinero. ¿Para qué seguir lamentándose?
Baoyu zapateaba de desesperación cuando llegaron los criados de su padre y se vio obligado a acompañarlos.
Al ver a Baoyu, los ojos de Jia Zheng se inyectaron en sangre. Ni siquiera le preguntó por qué andaba jugueteando fuera de la casa e intercambiando regalos con actores, o por qué dentro de ella descuidaba sus estudios y trataba de forzar a la doncella de su madre.
—¡Amordazadlo! —rugió—. ¡Apaleadlo hasta que muera!
Los sirvientes no se atrevieron a desobedecer la orden de su señor. Tendieron a Baoyu sobre un banco y le propinaron una docena de varazos, pero Jia Zheng, considerando los golpes demasiado flojos, apartó de un puntapié al que blandía la vara y tomó su lugar. Con los dientes apretados, crispado y fuera de sí, golpeó ferozmente a Baoyu docenas de veces. Sus secretarios, previendo serias consecuencias, decidieron intervenir, pero Jia Zheng se negaba a escuchar.
—Preguntadle a él si su conducta merece perdón —rugía—. Vosotros sois quienes lo habéis envanecido, ¿y todavía intercedéis por él? ¿Seguiréis haciéndolo cuando haya matado a su propio padre o al emperador?
El discurso les hizo comprender que la furia había sacado de sus cabales a su señor, y se alejaron persuadidos de que debían hacer llegar a los aposentos interiores la noticia de lo que allí estaba ocurriendo. La dama Wang no se atrevió a transmitir el suceso inmediatamente a su suegra. Se vistió aprisa y corrió al estudio de Jia Zheng sin tomar en cuenta quién pudiera estar allí. Criados y secretarios se apartaban confundidos de su camino.
La llegada de su esposa avivó todavía más la ira de Jia Zheng, que maltrató a su hijo con más intensidad. Los dos sirvientes que sujetaban a Baoyu se retiraron inmediatamente, pero el muchacho apenas se podía mover ya. Antes de que su padre pudiera emprender una nueva tanda de golpes, la dama Wang agarró la vara con ambas manos.
—¡Esto es el fin! —bramó Jia Zheng—. ¡Hoy se ha decidido que yo muera!
—Sé que Baoyu merece una paliza —sollozó la dama Wang—, pero no debes cansarte de esa manera. Hace un día sofocante y la Anciana Dama no se encuentra bien. Que tu hijo muera carece de importancia, pero sería muy grave que le ocurriera algo a tu madre.
—Ahórrame tanta cháchara —replicó Jia Zheng con una risita desdeñosa—. Engendrando a este degenerado he demostrado que soy un hijo indigno. Cuando intento someterlo a disciplina todos lo protegen. Mejor será que lo estrangule ahora mismo y así evitaré mayores problemas.
Dicho lo cual pidió una soga. La dama Wang se arrojó sobre él abrazándolo y gritando:
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