Pero, sobre todo, además de esa capacidad de reconocimiento mutuo, como en espejo, lo que hace de cada uno de esos actores auténticos actantes sujetos, es un tipo de competencia específica, de orden sintáctico y modal. Sin duda, las cosas mismas, y de una manera general, los nosujetos, tienen también ciertas aptitudes, una “competencia”, en el sentido de facultad de hacer . Pero se trata entonces de una competencia semánticamente determinada, que se reduce a los “roles temáticos” de los que hemos hablado antes –roles cuya definición se opone a la de la “competencia modal”, del mismo modo que la noción de regularidad se opone a la de intencionalidad y, finalmente, la de programación se opone a la de manipulación. Mientras que el rol temático delimita praxeológicamente el hacer de un actor y hace de él un agente funcional, la competencia modal le confiere, esencialmente, el querer que hará de él un “sujeto”. A estas distinciones corresponden modos de relación entre actantes profundamente diferentes.
Por un lado, sean de orden causal o de orden social, las regularidades de las que depende el carácter programado de los comportamientos de un actor tienen por efecto producir a la vez identidades impermeables entre sí y esferas de acción herméticamente compartimentadas: uno solamente puede (y no puede más que) o sabe (y no sabe más que) hacer tal cosa –pescar–, el otro, tal otra : gobernar. Cada uno desempeña su rol, sigue su programa o ejecuta su plan de actividad por su propia cuenta y en su lugar, independientemente de lo que puedan estar haciendo los otros agentes que lo rodean. Algo así como lo que ocurre en el sistema de kolkhozes de la belle époque , o en el de la división del trabajo en una empresa con organigrama rígido. Cada uno está entera y exclusivamente dedicado a su tarea . Los roles temáticos circunscriben así funciones especializadas cuya característica consiste en no comunicarse directamente entre sí.
Por el contrario, al no estar ligada a contenido predeterminado alguno, al no programar pragmáticamente nada específico, la competencia modal , atributo de los sujetos (respecto a los cuales no hace más que articular en términos precisos la intencionalidad que los constituye como tales) tiene por efecto acercar a los actantes que la poseen, en lugar de separarlos. Todo sujeto puede, en efecto, (y eso es lo que lo convierte en sujeto “motivado” y de “razón”) querer , o creer , o saber , o poder , y, en consecuencia, también querer que el otro quiera (o no quiera), creer que cree, saber que sabe, etcétera, y hacérselo saber. Compartida por los sujetos, esa competencia propiamente semiótica los habilita para “comunicarse” entre sí, y, al mismo tiempo, los hace manipulables a unos por otros, tanto sobre la base de sus motivaciones y razones respectivas, como a partir de los cálculos que efectúan en lo que concierne a la competencia modal de sus interlocutores.
Pero, una vez más, a diferencia del rol temático, nada de eso tiene por efecto encerrar a los actores en esquemas comportamentales predefinidos. De suerte que, aun si la competencia así constituida da motivo a la interpretación (más bien que al conocimiento propiamente dicho) y a las influencias (sobre todo al “hacer persuasivo”), no puede ser el garante, para ninguno de los “interactantes”, de ninguna certeza frente al otro.
3. INCERTIDUMBRES DE LA MANIPULACIÓN
Hay ahí una paradoja: para que el otro nos aparezca como manipulable (y no como programado), hay que suponer que sus acciones son intencionales , que su comportamiento es motivado –y, al mismo tiempo, es precisamente esto lo que vuelve al ejercicio de la manipulación tan delicado. Para prever con precisión la conducta del prójimo en una circunstancia determinada, en rigor haría falta poder conocer no solo su punto de vista en relación con la situación considerada, sino también el orden general de sus preferencias, su sistema de valores, y, más ampliamente aún, los principios rectores de sus juicios, el tipo de racionalidad que lo guía. Es todo esto en conjunto lo que hace de él un sujeto semióticamente “competente”, y por lo mismo un interlocutor tan difícilmente previsible.
Esto ocurre no tanto a causa del número como en razón de la naturaleza de los parámetros en juego. De hecho, para quien no quisiera interactuar con el prójimo más que con pleno conocimiento de causa –con toda seguridad– solamente habría dos soluciones. La primera sería reducirlo al estatuto de no-sujeto; dicho de otro modo, tendría que descubrir hipotéticas leyes, o al menos, regularidades objetivables, capaces de programar el encadenamiento de las acciones, y para ello, primero, los estados de alma o las pasiones de la gente. Eso es lo que observamos ejemplarmente en Maquiavelo, cuyo Príncipe conoce por experiencia el grado exacto de presión necesario para doblegar a cualquiera de sus vasallos por la avidez, la codicia o el miedo a la deshonra. O, una solución alternativa, cuando el otro debe seguir siendo una persona-sujeto; en ese caso, sería necesario poder identificarse con él y penetrar su conciencia (sin hablar de su “inconsciente”): proeza fuera de todo alcance, y cuyo fantasma, no obstante, nos guía cuando, en el intento de persuadirlo o de seducirlo, comenzamos por tratar de ponernos “en su lugar” por medio de una suerte de empatía. Felizmente, en ese dominio, la intuición resulta con frecuencia más eficaz que muchas prácticas de carácter científico.
Tanto más cuanto que enseguida, para escoger entre la panoplia de procedimientos manipulatorios disponibles el que pudiera ser estratégicamente más adecuado en cada caso particular, la teoría no nos presta gran ayuda. Supongamos que, cogido en falta, no encuentro argumentos para justificar objetivamente mi conducta. ¿Qué tipo de estrategia de persuasión adoptar en una situación de ese género para que el policía-encolerizado –helo aquí de nuevo, ahora encargado de aplicar el reglamento– “haga la vista gorda”? ¿Tratar de seducirlo? Demasiado arriesgado, ¡pues podría funcionar! ¿Intentar amenazarlo? Las posibilidades son nulas. ¿Adularlo? No sería difícil, pero ¡qué humillación! Entonces, a falta de mejor solución, ¿ver si hubiera modo de corromperlo con alguna tentación? Por qué no; pero habría que estar seguro de que ese género de regateo forma parte de los usos del lugar. Como podemos ver, toda elección estratégica expresa esencialmente la manera como el manipulador construye la competencia (volitiva, deóntica, cognitiva, epistémica, etcétera) del otro y el modo como localiza los puntos sensibles, las fallas o las zonas críticas, susceptibles, a sus ojos, de hacer manipulable a su interlocutor. A riesgo, evidentemente, de equivocarse por completo. Dejemos, pues, que nuestro policía ponga la infracción.
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