Eric Landowski - Interacciones arriesgadas

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El autor sintetiza su teoría de las interacciones, especialmente de la teoría de la unión y del ajuste estratégico. El análisis de los diversos regímenes de la interacción desemboca en un modelo teórico-metodológico que permitirá maniobrar en los distintos campos en que se presenten interacciones arriesgadas: vida social, análisis de coyuntura, literatura, cine, televisión o publicidad.

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Tradicionalmente, la semiótica narrativa solo reconoce dos formas de interacción: por un lado, la “operación” o acción programada sobre las cosas, fundada, como se verá, en ciertos principios de regularidad ; por otro, la “manipulación” estratégica, que pone en relación sujetos sobre la base de un principio general de intencionalidad . Retomando las definiciones clásicas de esos dos regímenes, comenzaremos por hacer aparecer algunos de los problemas que estas formas de interacción dejan en suspenso ( infra II y III). Pero, enseguida, nos dedicaremos sobre todo a mostrar que si se quiere dar cuenta, por poco exhaustivamente que sea, de las prácticas efectivas de construcción del sentido en la interacción, es necesario introducir, al lado de esas dos primeras configuraciones, por lo menos un tercer régimen fundado en la sensibilidad de los interactantes: el régimen del “ajuste” (IV). Queda por ver si el conjunto constituido por la articulación de estos tres regímenes entre sí es suficiente, o si la lógica del modelo así esbozado exige algún complemento (V-VII).

II

De la programación a la estrategia

Al concentrarse en las condiciones de emergencia del sentido, con exclusión de las cuestiones de orden ontológico, la perspectiva semiótica autoriza, en principio, a contentarse con conceptos puramente “operativos”. Tales conceptos deben ofrecer un valor discriminatorio suficiente para permitir la descripción de los discursos, de los sistemas de pensamiento o de las prácticas significantes, sin que haya necesidad de interrogarse acerca de su grado de validez en relación con lo que podría definir el “ser” mismo de las cosas en términos filosóficos. Dicho esto, en semiótica, como en los demás campos, los conceptos no son eficazmente utilizados sino a condición de estar bien construidos –evidencia que implica, quiérase o no, un mínimo de reflexión sobre sus fundamentos .

En el presente caso, la oposición entre “operar” y “manipular” (y a partir de ahí, entre programación y estrategia) solamente se comprende por referencia a una serie de distinciones más elementales que la fundamentan, al menos intuitivamente. Si la noción misma de acción implica en todos los casos la idea de transformación del mundo, Greimas observa que podemos localizar los efectos transformadores del actuar en uno u otro de dos planos distintos. 1Podemos actuar directamente sobre el mundo material, por ejemplo desplazando las cosas, reuniendo o separando sus partes, es decir, realizando entre algunas unidades conjunciones o disjunciones que den por resultado hacer ser nuevas realidades (construir o destruir una casa, una ciudad, un país), o modificar los estados de ciertos objetos existentes (encender o apagar una lámpara, congelar o descongelar provisiones). 2Podemos, por el contrario, delegar a otro el cumplimiento de ese género de operaciones pragmáticas: en ese caso, nuestra acción se limita a actuar de tal suerte que otro agente las ejecute, y entonces el “hacer ser” cede el lugar al hacer hacer .

Mientras que en el primer caso la acción se analiza como un proceso articulado en términos de interobjetividad y de exterioridad, en el segundo, el hacer se define en términos de intersubjetividad y de interioridad: operar consiste en actuar desde fuera (típicamente, por medio de una fuerza) sobre la localización, la forma, la composición o el estado de algún objeto; por el contrario, manipular es siempre inmiscuirse en cierto grado en la “vida interior” de otro, es tratar de influir (típicamente, por medio de la persuasión) en los motivos que otro sujeto puede tener para actuar en un sentido determinado. En otros términos, mientras que, desde el punto de vista narrativo, la “operación” se confunde con la ejecución de una performancia que tiene como efecto directo la transformación de algún “estado de cosas”, la “manipulación” apunta a transformar el mundo pasando por el relevo de un modelaje estratégico previo que tiene en mira, si no en todos los casos los “estados de alma”, al menos la competencia de otro sujeto, el “querer hacer” que lo determinará a actuar, ya sea operando por sí mismo efectivamente sobre el mundo como tal, ya sea manipulando a su vez a otro sujeto, ya sea incluso –¿por qué no?– según otro procedimiento que aún queda por identificar y por definir.

1. DOS FORMAS DE REGULARIDAD

Retomemos primero la problemática de la acción considerada como operación , es decir, en cuanto “hacer ser”: ¿cómo dar cuenta de la posibilidad de actuar sobre las cosas? Es preciso proceder aquí por reducciones sucesivas.

Semióticamente hablando, para que un sujeto pueda operar sobre un objeto cualquiera es necesario que dicho objeto esté “programado”; pero la noción de programación misma remite a la idea de “algoritmo de comportamiento”; y finalmente, esa idea se traduce, en términos de gramática narrativa, en la noción precisa de rol temático . Por ejemplo, un aparato electrónico dispone de un “programa”, un animal de sus instintos, un artesano de su “oficio”, y así sucesivamente: roles temáticos que no solo delimitan semánticamente esferas de acción particulares, sino que, en ciertos contextos, serán además considerados capaces de prefigurar hasta el detalle la totalidad de los comportamientos que se pueden esperar de los actores (humanos o no) que se encuentran investidos de ellos. Así ocurre en particular en el universo del cuento popular, donde la identidad de todo actor, concebida de manera radicalmente sustancialista, se reduce a la definición de un rol temático-funcional del cual, por construcción, ya se trate de una cosa o de una persona, no podrá escapar de modo alguno. Si un personaje es definido como “pescador”, solo pescará; si otro es “rey”, actuará siempre como rey: cada cual se limita, en suma, a “recitar su lección”.

Con frecuencia se ha reprochado a ese modelo su carácter (deliberadamente) mecanicista –y, de hecho, solo en los cuentos o en su modelo más primitivo, los reyes, con el pretexto de que son reyes, no hacen más que gobernar–. Pero, en contrapartida, podemos advertir la gran seguridad que dicho modelo ofrece. Si, por hipótesis, el coparticipante o el adversario con el que tengo que ver, o el objeto sobre el cual o con el cual quiero operar, actúa conforme a un programa de comportamiento determinado del cual no podrá desviarse (y no, por ejemplo, en función de una subjetividad cambiante cuya característica consistiría en escapar a todo conocimiento seguro); si puedo, por consiguiente, anticipar la manera como actuará o reaccionará a mis iniciativas, puedo entonces interactuar con él con cierta tranquilidad. En todo caso, puedo calcular con bastante exactitud los riesgos que asumo al confrontarme con él.

Sin embargo, tales condiciones no conciernen solamente al imaginario etno-literario. Por el contrario, nunca se encuentran tan bien reunidas como cuando tratamos con coparticipantes cuyos comportamientos obedecen a leyes de causalidad como aquellas que las ciencias de la naturaleza se ocupan en delimitar, leyes que de algún modo explicitan los roles temáticos inmutables de las cosas en sus mutuas relaciones y cuyo conocimiento nos permite actuar sobre el mundo físico. De la fábrica o del laboratorio a la cocina, así es como, programando operaciones que consisten en sacar partido de las regularidades de comportamiento –dicho de otro modo, de los programas virtuales– propias de objetos tomados como materia prima, construimos cada día nuevos objetos de todo tipo, comenzando por modestas sopas. 3

Pero la vida está hecha, en la misma medida, de relaciones con y entre las personas. Ahora bien, si sabemos a ciencia cierta a qué temperatura hay que elevar el agua para provocar su ebullición, es más difícil decir con anticipación, por ejemplo, a qué grado exacto de provocación habrá que someter al interlocutor con el cual discutimos para hacerle perder la sangre fría y verlo hervir de cólera. Solo lo que ya está programado es programable: y eso es lo que (en principio) hace la diferencia entre los estados de la materia y los “estados del alma”. A menos que regresemos al universo del cuento popular, donde esas distinciones no están en juego. O que pasemos al ámbito del teatro guiñol. Ahí, el policía (en términos de roles temáticos, el colérico por definición) no podrá dejar de montar en cólera apenas Polichinela le lance la palabra-estímulo apropiada. O, incluso, a menos que imaginemos una escena social en la que rijan principios equivalentes: en la que cada uno se defina por un carácter nosológicamente repertoriado, por un estatuto socioprofesional evidente y perfectamente asumido, por la fidelidad indefectible a ciertos ideales, por gustos, hábitos y un empleo del tiempo inmutables, por una apariencia exterior, una manera de vestir, de presentarse, siempre idénticos, por el respeto inveterado de ciertas reglas, maneras, ritos o ceremoniales, por un modo estereotipado de hablar, e incluso de pensar; en suma, por una serie de “programas” fijos de una vez por todas, relativos a todos los aspectos de la vida en sociedad.

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