Rodeado y absorbido por la urbe que habita, el sujeto de la acción verbal —tal como sucede con el crítico— carece de certezas, está a todas luces desvalido y desprotegido como una criatura que ignora su destino y avanza a tientas entre las ruinas del tiempo en la ciudad. Si a estas dificultades se agrega aquella otra que concierne a los diversos modos de los que dispone un narrador para representar el universo de la ficción —esto es, el realismo, sea este social, maravilloso o de cualquier otro tipo, o lo fantástico, lo mítico y sus múltiples variantes— la tarea alcanza un grado sumo de dificultad: como se verá más adelante, si bien el realismo fue por un extenso periodo el modo narrativo privilegiado por los narradores peruanos bajo la falsa premisa de que resultaba el mecanismo más apropiado para representar con mayor verosimilitud y completitud las complejas realidades a las que se enfrentaba el habitante de la urbe moderna, hoy es evidente que parecen ya agotadas sus posibilidades ante la evidente renuncia de algunos narradores contemporáneos a las aparentes bondades de ese modo narrativo.
Si aceptamos que las nuevas fisonomías urbanas y la transformación del tejido social de la ciudad que empiezan a operarse desde fines del siglo XIX modifican para siempre la percepción de esta y el imaginario de sus habitantes, resulta claro que este fenómeno generará la necesidad de crear redes de significación de una mayor densidad simbólica para la conformación de ese nuevo territorio (Güich y Susti, 2007, pp. 10-11). Así, como primer paso en este trabajo serán analizados los textos de no ficción Una Lima que se va (publicada originalmente en 1921 y reeditada en 1947 y 1965) y Calles de Lima y meses del año (1943) del escritor José Gálvez (1885-1957), integrante de la llamada generación del Novecientos, así como la novela epistolar Cartas de una turista de Enrique A. Carrillo (1877-1936); asimismo, en este capítulo se incluirán tres textos narrativos de José Diez Canseco (1904-1949) —las novelas cortas El kilómetro 83 , Suzy y Duque (1934)—, así como La casa de cartón (1928) de Martín Adán (1908-1985), textos en los cuales se postula una nueva concepción del espacio y el tiempo, así como una relación inédita entre el sujeto y la ciudad.
El gran giro, sin embargo, se originará a partir de las profundas transformaciones que sufre Lima desde mediados de la década de los años 40, fenómeno presente en la producción cuentística de algunos de los integrantes de la generación del 50. Es, por lo tanto, primero el cuento —y no la novela— el campo de exploración temática y formal de las nuevas realidades de la urbe. Quien indiscutiblemente llevará a cabo con mayor exhaustividad este proyecto será Julio Ramón Ribeyro (1929-1994) quien se encargará de representar la experiencia de desarraigo, postergación y alienación del sujeto moderno a través de un significativo número de personajes de diversas capas y estratos sociales en el ámbito de una ciudad caracterizada por su intolerancia a la vez que por sus carencias para resolver las nuevas necesidades de sus habitantes. La primera parte del segundo capítulo, por lo tanto, está dedicada a las discusiones de la época en torno a la “nueva novela” y, en particular, al protagonismo que asume el realismo en ese proyecto; las siguientes secciones se ocupan de desarrollar dos zonas temáticas exploradas por estos narradores —de lo que he dado en llamar “la ciudad de los márgenes” y “la politización del espacio urbano” — en cuatro novelas: No una sino muchas muertes (1957) de Enrique Congrains Martín (1932-2009), Una piel de serpiente (1964) de Luis Loayza (1934-2018), Los aprendices (1974) de Carlos Eduardo Zavaleta (1928-2011) y Cambio de guardia (1976) de Julio Ramón Ribeyro.
El tercer capítulo aborda las crónicas urbanas de Sebastián Salazar Bondy (1924-1965) —tema del que ya me he ocupado anteriormente 4—, pues en ellas también se trasluce una concepción que complementa la visión y percepción de la ciudad que el autor proyectó en su obra de ficción y en su ensayo Lima la horrible (1964). Los textos periodísticos de Salazar Bondy proporcionan una noción muy clara de lo que significa imaginar Lima como proyecto utópico a la luz de los cambios que ya estaban ocurriendo en la época en que sus crónicas fueron escritas, a la vez que son un testimonio fehaciente de la relación que el cronista estableció con el ciudadano de la calle.
El capítulo cuarto está dedicado al análisis de dos testimonios puntuales de la “extraviada nostalgia” de raigambre pasatista —a la cual aludía Raúl Porras Barrenechea en su Pequeña antología de Lima —; en él me ocuparé de los cuentos “Los eucaliptos”, incluido en Cuentos de circunstancias (1958) de Ribeyro y “Enredadera” de Loayza —parte del volumen Otras tardes (1985)—, que demuestran que, a pesar del interés de los escritores de la generación del 50 por representar las nuevas realidades que aquejaban a la ciudad a mediados de siglo, existió también en ellos un cierto apego por aquellas otras vinculadas al pasado y su relación conflictiva con el presente, realidades que estaban a punto de desaparecer en la Lima que les tocó vivir y que representaron en sus obras.
El capítulo cinco se desarrolla en torno a la experiencia de personajes adolescentes en cuatro diferentes textos: el cuento “Cara de Ángel” de Los inocentes (1961) de Oswaldo Reynoso (1931-2016), la novela corta Los cachorros (1967) de Mario Vargas Llosa y las más extensas Un mundo para Julius (1970) de Alfredo Bryce y Los hijos del orden (1973) de Luis Urteaga Cabrera (1940-2020). En todos ellos me interesa la representación de la ciudad, pero también la relación que los personajes establecen con ella para reconocer las diferencias entre personajes que provienen ya sea de sectores oprimidos y marginales, así como de la clase media e, incluso, como sucede en la novela de Bryce, de la oligarquía limeña.
El sexto capítulo está dedicado a dos novelas escenificadas en dos espacios disimilares, los distritos de Chorrillos y La Victoria: Barrio de broncas (1971) de José Antonio Bravo (1937-2015) y Final del Porvenir (1992) de Augusto Higa. Lo particular de estos dos textos reside en el abordaje del espacio de los barrios en los que habitan ciertos sectores populares de Lima de mediados del siglo XX que, en su momento, se ubican en los extramuros de la ciudad: si bien la novela de Bravo pretende abarcar la historia del balneario de Chorrillos desde la época preincaica, el centro de las acciones se sitúa a mediados del siglo XX, más específicamente, en la década de los años 40; en la novela de Higa, en cambio, el eje cronológico se desplaza hacia la década de los años 50 y da cuenta de las transformaciones que sufren el barrio de El Porvenir y sus habitantes ante la creciente presión social ejercida por la llegada de los primeros migrantes a la capital.
Finalmente, el séptimo y último capítulo está dedicado a las novelas de Cronwell Jara, Montacerdos (1981) y Patíbulo para un caballo (1989), en las cuales se reconoce el surgimiento de un nuevo paradigma en la representación de la experiencia del habitante de la urbe que, sin lugar a dudas, se corresponde con las profundas transformaciones ocurridas a lo largo de un periodo de casi medio siglo. Como se verá más adelante, los textos de Jara presentan una serie de innovaciones que involucran no solo la construcción de un nuevo paisaje urbano asentado en el espacio de la barriada, sino el abandono del paradigma del realismo en la representación de la ciudad, así como la asimilación de un significativo número de referentes del canon literario hispanoamericano y peruano.
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