Luis Bustamante Otero - Matrimonio y violencia doméstica en Lima colonial (1795-1820)

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Matrimonio y violencia doméstica en Lima colonial (1795-1820): краткое содержание, описание и аннотация

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La violencia conyugal es un problema de vieja data. La historiografía la exploró de manera tangencial, pero no cuenta con un texto que de manera integral y sistemática haya abordado el tema de la violencia marital en la historia del Perú o en alguna etapa de ella. Comparando información de otras áreas de Hispanoamérica y escrutando fuentes judiciales civiles y eclesiásticas, la obra comprueba que la sevicia dentro de los matrimonios también estuvo presente en la capital peruana (con índices sumamente elevados), atravesando todos los sectores sociales, aunque con énfasis en los segmentos medios y populares. La investigación no se limita a un trabajo cuantitativo. Se interesa también por las causas de la sevicia, las inmediatas y visibles, las subrepticias, las coyunturales y las estructurales, así como los elementos coadyuvantes. En conclusión, una investigación singular que, apelando a la historia cultural y de las mentalidades, a la historia de la familia, a la microhistoria y a la historia de género, demuestra que los problemas del presente tienen también una trayectoria y una explicación histórica.

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Dejar al juicio del esposo la decisión del castigo constituía, además de una evidente muestra de patriarcalismo, un verdadero peligro, pues suponía, desde la lógica de género, no solo una innegable asimetría, “sino una forma eufemizada [ sic ] de violencia o violencia simbólica”, dado que en la relación marido-mujer “el intercambio de protección por obediencia impone la autoridad del protector y la obligación moral de sumisión (nominalmente, no incondicional) del protegido y, a partir de ello, el reconocimiento de algo que la subjetividad de la mujer podría considerar como arbitrario” (León Galarza, 1997, p. 45). En todo caso, la salida a estos inconvenientes consistía en recurrir en primera instancia al párroco, quien debía aconsejar a la pareja para que los conflictos conyugales no derivasen en un problema mayor. Si estos persistían, quedaba la opción del tribunal eclesiástico. La parte considerada afectada, generalmente la mujer, podía interponer una demanda y exponer su caso ante el juez con el propósito de conseguir una mejor relación con su cónyuge. Si la situación problemática persistía, quedaba el recurso final del divorcio o la anulación, lo que, en última instancia, significaba contar con dinero, testigos, disponibilidad de tiempo, un buen abogado y mucha paciencia.

Es interesante acotar una última observación al respecto. Las desavenencias maritales que alcanzaban proporciones significativas debían, en principio, resolverse en el interior del hogar. Los tribunales de justicia, tanto el civil como el eclesiástico, no intervenían de oficio, salvo excepciones, por ejemplo, el asesinato de uno de los cónyuges en la vía pública. La explicación: se trataba de asuntos que eran considerados privados. Esto significaba que la esposa o el marido supuestamente afectado tenía que tomar la iniciativa en la defensa de sus derechos 62.

De lo expuesto, se pueden extraer algunas conclusiones. En primer lugar, “la legitimidad del castigo es explícita y se encontraba refrendada en la teoría y práctica del contrato conyugal” (León Galarza, 1997, p. 47). No son claros, por otra parte, los límites entre el “castigo” correctivo, moderado, razonable y eventual, y la sevicia sin ambages; en todo caso, dependía del arbitrio del marido el criterio para su aplicación. En tercer lugar, “la propia teología y el derecho canónico contenían intersticios conceptuales en los que germinan el derecho de la mujer a la defensa de la vida y la noción del castigo excesivo o sevicia como violencia ilegítima” (León Galarza, 1997, pp. 47-48). Por último, los ideales del honor inmersos en el sistema social impulsaron a los patriarcas a esperar y exigir obediencia y docilidad; la inobservancia de estos imperativos justificó la aplicación “correctiva” de la violencia, pues en una sociedad como la limeña tardo-colonial —fuertemente estratificada sobre pautas estamentales de privilegio, desigualdad y jerarquía—, el honor, “junto a los conceptos de dominio y sumisión, de preeminencia y subordinación, constituirán la base de las relaciones establecidas en la escala social entre señor y vasallo, maestro y aprendiz, padre e hijos, marido y esposa, etc.” (Franco Rubio, 2013, p. 132).

8. La trascendencia del honor

A lo largo de la investigación, se ha hecho referencia constante —explícita e implícitamente— al honor. No podía ser de otra forma, pues este fue un componente intrínseco y sustancial de las relaciones humanas en el marco de las comunidades urbanas coloniales de Hispanoamérica, de manera que estuvo presente, por ejemplo, en el seno de las relaciones intrafamiliares, en las alianzas matrimoniales, en la educación diferenciada de hombres y mujeres, y en el espacio público, en relación con las instituciones de poder, con el trabajo, con los espacios de socialización recreativa, etcétera.

El tema no es nuevo y ha ameritado un conjunto relativamente abundante de material historiográfico que se vio inicialmente inspirado por los trabajos de la antropología social anglosajona, la cual, desde mediados del siglo pasado, abordó la cuestión del honor en el marco de las diversas sociedades mediterráneas 63. La aplicación del concepto a la realidad colonial hispanoamericana tuvo un éxito considerable, producto del cual se generó un conjunto de obras que sirvieron para ampliar el horizonte historiográfico hacia terrenos, si no ignotos, insuficientemente estudiados 64.

Habría que empezar afirmando que el honor es un concepto inasible porque “es un sentimiento demasiado íntimo para someterse a definición: debe sentirse” y, por ende, constituye un error el considerar al honor “como un concepto constante y único más que como un campo conceptual dentro del cual la gente encuentra la manera de expresar su amor propio o su estima por los demás” (Peristiany y Pitt-Rivers, 1993, pp. 19-20). En ese sentido, tal vez sean útiles las apreciaciones que proporciona Elizabeth Cohen, quien define el honor como un “complejo de valores y comportamientos”, cuyo significado y praxis varían, pues al interior de las culturas, y entre ellas, debe diferenciarse entre regiones, entre lo rural y lo urbano, entre lo popular y lo propio de las élites, entre lo masculino y lo femenino, entre épocas. El honor “rara vez es absoluto, sino que más bien está sujeto a negociación” y, por más clara que se muestre su cultura en el trabajo del investigador, “su aplicación en la práctica social está plagada de ambigüedad” (citado por Twinam, 2009, p. 62).

Algunos de los autores que estudiaron tempranamente el honor, influidos por los iniciales trabajos de la antropología social británica, emplearon el múltiple concepto de honor dividiéndolo en dos grandes categorías: honor-precedencia y honor-virtud (Pitt-Rivers, 1968, 1979). Al primero lo relacionaron con las élites, quienes se atribuían de manera excluyente una condición honorable que negaban a los grupos subalternos, y al segundo, con la totalidad del orden social, entendiéndolo como código de conducta ética personal conforme a la reputación inherente a la jerarquía social del individuo.

El honor-precedencia estaba ligado al ordenamiento jerárquico de la sociedad. Era una medida de posición social que clasificaba a las personas según el mayor o menor grado de honor, diferenciándolas de quienes, supuestamente, no lo tenían. En la cabeza del orden corporativo estaba Dios, luego venía el rey, la Iglesia y así sucesivamente, en una gradiente hacia abajo, hasta las personas que carecían de él. En la sociedad colonial hispanoamericana, el honor nacido de la conquista de las Indias otorgaba primacía a quienes “ganaron” la tierra y a sus descendientes, muchos de ellos posteriormente ennoblecidos y con privilegios especiales que, finalmente, definían su estatus por una combinación de factores entre los que se encontraban, además de la nobleza y el origen, la fama, la ocupación, la legitimidad, la raza, la riqueza y la propiedad, entre otras consideraciones 65. La preservación de las fronteras sociales se garantizaba con un cuidadoso y estudiado matrimonio, que generaba una evidente endogamia social y racial. El descuido de tales límites podía significar la posible contaminación de las líneas de sangre y la pérdida del honor, y de ahí la importancia de las diferentes categorías legales de color que la administración civil y religiosa, así como la población en general, supieron distinguir.

En suma, la construcción paulatina de una sociedad que ya no era solo de indios y españoles organizados en repúblicas, sino también de negros y de mezclas varias (castas, mestizos) producidas por las particulares condiciones americanas que, con el tiempo, facilitaron el desarrollo de la ilegitimidad, creó las condiciones para medir el honor según las pautas señaladas de calidad. Esto generó una identificación elemental entre el honor, la posición, el prestigio y las características fenotípicas. Ser noble, blanco, tener un origen conocido, prestigioso, legítimo, significaba tener honor; en las antípodas, ser negro, esclavo o descendiente de él, ilegítimo, significaba la infamia, el deshonor. Los sectores intermedios, compuestos de blancos pobres, algunos indios, mestizos y cierta gente de castas, identificados con las relaciones consensuales y la ilegitimidad, pugnaban por acercarse, hasta donde fuera posible, a las élites, a la vez que buscaban alejarse de los grupos inferiores. Este fue el drama de la sociedad pigmentocrática hispanoamericana, una sociedad en donde la raza servía de metalenguaje y en donde debía haber una correspondencia entre ocupación, posición social y rasgos fenotípicos. Si esa correspondencia se acercaba al ideal superior, se tenía un alto grado de honor; por el contrario, si tales nexos se aproximaban al modelo negativo, se estaba manchado por la deshonra 66.

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