Como consecuencia o reflejo de estas consideraciones, fue desarrollándose una literatura de carácter misógino, que identificaba a las mujeres con el mal, la intemperancia, el erotismo y la animalidad (Lavrin, 1991c, p. 75). Estas tendencias, consustanciales a las mujeres, y explicadas desde el discurso del Génesis bíblico y el dogma del pecado original, generaron que dicha literatura incluyese también creencias estereotipadas que juzgaban a las mujeres como inconstantes, frágiles, débiles, indiscretas e irracionales. “Dadme una mujer constante, y yo os daré por ella todo el oro de las Indias”, afirmaba Francisco Escrivá; “tiene más habilidad para criar hijos que para guardar secretos”, decía Antonio de Guevara; “todo género de letras y sabiduría es repugnante a su ingenio”, acotaba fray Hernando de Talavera. Por su parte, Juan Luis Vives expresaba que “todo lo bueno y lo malo de este mundo, puede uno decir sin temor de equivocarse, proviene de las mujeres”, mientras fray Martín de Córdoba aconsejaba a las mujeres que, aun cuando fueran “femeninas por naturaleza, deberían procurar convertirse en hombres en lo que respecta a la virtud” (Kluger, 2003, pp. 25-27; Lavrin, 1985b, pp. 36-38).
Como respuesta a estas características estereotipadas, estos mismos autores y otros más sugerían y recomendaban modalidades de conducta idóneas que educasen y condujesen a las mujeres por el camino correcto. Entre las cualidades que ellas deberían reunir se encontraban la vergüenza, la piedad, la modestia, la obediencia y el respeto. Se aconsejaba que fueran acomedidas, recatadas, piadosas, prudentes y afables; la castidad era considerada una virtud superior que había que proteger (Baena Zapatero, 2008, 2011).
El modelo de la doncella tenía que reunir todas estas cualidades. Se sugería también que, en la necesidad de protegerla, a ella no se le debía dejar nunca sola, ni siquiera en la propia casa. Educada en esos principios, la doncella era preparada para la vida religiosa o para el matrimonio, que eran los fines de su formación, por lo que había de evitar el trato prematuro con los hombres. La mujer casada debía ser la concreción de estos ideales. De esta se esperaba, además de lo expuesto, que sea una eficaz administradora del hogar y que sepa conservar y hasta incrementar el patrimonio familiar, que sea soporte afectivo del marido, que prodigue amor en la crianza de los hijos, que dé preferencia a la oración y al trabajo para así estar menos expuesta a las tentaciones del ocio, que sea dócil y sepa callar, que se quede en casa cuanto fuera posible y rehúya las liviandades. Se le recomendaba templanza para evitar la concupiscencia y tolerancia frente a las demandas de los esposos, que incluían el pago del denominado débito conyugal , además, por cierto, de la fidelidad (Baena Zapatero, 2008, 2011).
Es claro que este era un modelo ideal aplicable, teóricamente, a todas las mujeres casadas. Es factible, empero, que las esposas pertenecientes a las élites hayan estado más predispuestas a aceptar los arquetipos propuestos, aunque las causas judiciales relativas a conflictos matrimoniales demuestren algunas veces lo contrario. Por lo mismo y, sin negar la indudable influencia que estas pautas modélicas ejercieron en las demás mujeres de las ciudades, es plausible suponer que entre las esposas plebeyas la incongruencia entre el ideal y la práctica haya sido mayor. Estos y otros asertos serán develados en las siguientes partes del capítulo y en los posteriores.
Además del contenido misógino de esta literatura moral, hay en ella una evidente tendencia a apelar al modelo mariano de mujer que, por otra parte, era fuertemente promovido por la Iglesia. La moderación, la continencia, la castidad, la humildad, la discreción, la abnegación, la entrega, la frugalidad, son expresiones que subyacen también al tenor de esta retórica moralista. El matrimonio, la vida doméstica, la preocupación por los hijos y el marido, todo ello rodeado de las características antedichas, parece ser el fin que se aspira para las mujeres; una suerte de oficio femenino, un fin que muchas mujeres aceptaron y anhelaron en su condición de “sexo frágil” 43.
Reducir, sin embargo, el impacto del patriarcado preceptivo a lo expuesto por la literatura moralista constituye un equívoco. Sermonarios y manuales de confesión proporcionan también claves para la mejor comprensión del sistema patriarcal. Estos últimos, en particular, pese a su condición de guías normativas dirigidas a los sacerdotes para facilitar la tarea pastoral con la feligresía, con las limitaciones del caso, pueden ser útiles porque al poner énfasis en las normas (que no se presentan aisladas) “es posible verlas actuar en toda una gama de circunstancias y variaciones de pecados”, y aun cuando estas interacciones sean hipotéticas, se pueden, con cautela, “inferir algunos patrones de conducta real”, así como dilucidar el comportamiento de los sacerdotes. De esta manera, “los manuales de confesión se aproximan por lo menos un paso a la evasiva ‘conducta real’ de los feligreses al dramatizar la interacción verosímil del comportamiento y las normas”. Un buen ejemplo de la utilidad de estas fuentes es el manual confesional elaborado por fray Jaime de Corella y publicado en 1689 (Boyer, 1991, p. 275) 44. En este, el autor hace una defensa de la autoridad patriarcal en la estructura familiar: “el padre”, señalaba, “es la verdadera cabeza de su familia”. No obstante, como los reyes, que deben ser ejemplo para sus súbditos, ese poder es una responsabilidad, una obligación, y supone límites; no es un poder arbitrario. La autoridad del marido constituye el eje de la familia y es deber de la mujer obedecerlo como “su verdadero superior”; esto supone, incluso, que el marido puede castigar a la esposa, pero solo si es que existiera causa razonable y nunca de forma arbitraria e inmoderada (Boyer, 1991, pp. 275-276).
6. El sistema patriarcal: reconsideraciones necesarias
Habiéndose establecido las líneas matrices del patriarcado jurídico y preceptivo que imperó en la Hispanoamérica colonial, conviene efectuar algunas precisiones. Un aspecto importante que no puede soslayarse es el del recogimiento femenino, pues la ley civil y, especialmente, la literatura preceptiva hacen referencia a él. El recogimiento, según Van Deusen (1999), tenía un significado dual. Por una parte, el término alude a una virtud sustancial que implicaba una conducta controlada y modesta que se expresaba en el interior de una institución (el convento, el beaterio, entre otras entidades) o dentro del hogar, a la vez que suponía una actitud retraída y quieta. Se trata de un concepto análogo al del honor, cuyos diversos significados son más aplicables a las mujeres. Implicaba dominio de la sexualidad y la conducta, control de los cuerpos y de las libertades sexuales de las mujeres. Por otra parte, el recogimiento era también la institución física, el establecimiento que albergaba a aquellas mujeres que por diversos motivos se acogían a esa forma de vida (Van Deusen, 1999, pp. 39-40) 45.
El recogimiento, como concepto vinculado a un ideal y a una praxis conductual y moral más propiamente femeninas, estuvo ampliamente difundido en los espacios urbanos hispanoamericanos y sirvió como una distinción valorativa que compartían las mujeres de todos los estratos socioeconómicos y étnicos. Esta aclaración es importante, no solo porque desmiente la creencia de que el discurso del recogimiento era aceptado exclusivamente por las mujeres de la élite, sino también porque al estar extendido se incorporaba en el ethos femenino. Es decir, las mujeres, en general, se percibían a sí mismas como recogidas, virtuosas, honorables (Van Deusen, 1999, p. 41) 46. Por ende, era también un criterio de distinción que puede servir para comprender mejor las relaciones entre mujeres, y entre ellas y los hombres, así como para descifrar la lógica del funcionamiento patriarcal dentro de un contexto histórico determinado.
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