Otro aspecto no menos importante que merece ser destacado, pues se ha aludido a él, aunque sin brindar las aclaraciones pertinentes, es el de la viudez femenina. Como se afirmó anteriormente, la ley civil colonial distinguía entre normas aplicadas a todas las mujeres de aquellas destinadas a algunas de ellas, entre las cuales se encontraban las viudas, quienes poseían más derechos que las mujeres casadas, pero menos que los hombres de estado civil equivalente. Del mismo modo que los hombres y mujeres emancipados que alcanzaban la mayoría de edad, las viudas gozaban de relativa libertad y autoridad para, por ejemplo, administrar sus propiedades, realizar contratos, litigar en los juzgados, entre otras consideraciones, de manera que podían participar de una amplia gama de actividades públicas, pues tenían plena soberanía sobre sus acciones legales y no requerían de permiso alguno para trabajar en las labores afines a su condición 47. Las viudas, asimismo, estaban protegidas económicamente por las leyes de la herencia, lo que les permitía, además de adquirir el manejo directo de su dote y de las arras, recibir normalmente una parte considerable de la propiedad en común y, si el marido fallecía intestado y sin herederos, la viuda se quedaba con todo el patrimonio. Igualmente, algunas viudas, durante los siglos XVI y XVII, lograron obtener pensiones de la Corona argumentando ser descendientes de conquistadores o de miembros del servicio civil, y hasta recibieron encomiendas como otra forma más de patrocinio real a favor de ellas y de las hijas de los primitivos colonos. En el siglo XVIII, la protección gubernamental a algunas viudas se materializó también en la forma de montepíos (pensiones) que beneficiaron a quienes eran parientes o dependientes de funcionarios reales fallecidos (Lavrin, 1985b, pp. 58-61) 48.
Aunque eran indudables los mayores beneficios de las viudas en relación con el resto de las mujeres, siempre se requiere matizar y recordar, en este sentido, el carácter restrictivo de la legislación civil que impidió que las viudas, como las mujeres en general, puedan participar de las tareas de gobierno público. Pero, incluso en el terreno de la tutoría sobre los hijos, es posible encontrar restricciones, pues las viudas solo se convertían en tutoras de sus hijos si el marido no había designado a otro en su testamento. Es decir, la tutoría de la madre era condicional, a diferencia de la del padre, que era inmediata e indefectible. Esta condicionalidad presuponía que la viuda era “virtuosa”; no obstante lo cual, podía perder su calidad de tutora “si vivía en pecado o si volvía a casarse, pues se pensaba que favorecería a los hijos del nuevo matrimonio” (Arrom, 1988, p. 90). El tema de la consideración de las mujeres como seres sexuales se hace evidente, pues la viuda podía perder su condición de tutora por las razones antedichas; en cambio, el viudo conservaba su papel de tutor independientemente de su condición sexual y aunque volviera a casarse.
A estas y otras restricciones deben sumarse, por otra parte, las limitaciones de un medio en el que el peso del discurso eclesiástico sobre el matrimonio y la familia era fuerte. La Iglesia respaldaba la autoridad del varón al interior de los núcleos familiares y la consecuente obediencia de las mujeres, reafirmando el patriarcado promovido por el Estado. Valgan estas observaciones para reconocer que, ni aun en los casos más evidentes de viudas exitosas, con recursos y autoridad, la impronta del espíritu patriarcal pudo ser obviada. En este sentido, muchas de ellas “propiciaron la conservación de los modelos familiares que privilegiaban la posición de los varones, dispusieron los matrimonios de sus hijas según conveniencias económicas y consideraciones de prestigio social, aceptaron las limitaciones que se les imponían”, a la vez que preservaron dotes para sus hijas y promovieron capellanías y obras pías. Hasta podría afirmarse que ellas, pese a la energía con la que manejaron sus negocios y el personal involucrado en estos, pese al reconocimiento social adquirido y las pocas o muchas ganancias obtenidas, inculcaron en sus hijas, si no la sumisión hacia los varones, por lo menos la creencia de que, si había un hombre en la familia, a todos les iría mejor (Gonzalbo Aizpuru, 2004, pp. 121-122, 134, 139-140) 49.
Las elucidaciones anteriores deben servir para efectuar otras de carácter más general. Si bien las mujeres, desde el punto de vista de la legislación civil, estaban excluidas de las actividades públicas de gobierno, no estaban circunscritas a la esfera doméstica. Se consideraba inadecuado para ellas el gobierno de otros, mas no las actividades públicas en general, lo que, por lo demás, supone una cierta inconsistencia legislativa al permitírseles, por ejemplo, litigar, mas no oficiar de abogado o juez; legalizar un documento, pero no ser notario, entre otros aspectos (Arrom, 1988, pp. 79-80). Es interesante destacar, además, que la prohibición de participar de las actividades directrices de gobierno coloca a las mujeres en una situación análoga a la de otros excluidos, como los delincuentes, esclavos, menores de edad, inválidos, orates, etcétera, en tanto se sugiere que ellas eran incapaces de gobernar 50.
Por otra parte, y como quedó dicho, la legislación civil colonial percibió a las mujeres como seres sexuales. En esa lógica, la protección a ellas obedeció a la necesidad de preservar el honor de la familia y su posición social; de esta manera, se reconocía la importancia de resguardar la virtud sexual femenina. Por esos motivos, la mujer honorable debía tener una reputación adecuada, que asumía la virginidad previa al matrimonio, la fidelidad dentro de él y la castidad en la viudez. Por contraste, la conducta sexual masculina no tenía implicancias legales, a menos que se hubiera incurrido en algún delito de índole sexual. La fuerte carga sexual de la legislación relativa a las mujeres explica también por qué los delitos sexuales cometidos por ellas tenían igual o mayor severidad que los de los hombres, y el aborto se castigaba con pena de muerte si el feto había nacido con vida 51. Ciertas sanciones, además, afectaban solo a las mujeres, como ocurría en el caso del adulterio: podían llegar a perder su dote y su parte de la propiedad en común, e incluso terminar en la cárcel si el marido las enjuiciaba. Por contraste, el adulterio masculino solo era punible en determinadas circunstancias. En general, la ley estimaba “que la deshonestidad no es tan vituperable ni ofensiva en un hombre como en una mujer”, estableciendo criterios distintos para cada sexo (Arrom, 1988, pp. 81-84) 52.
El trasfondo de estas medidas tenía una base biológica fundada en la función reproductiva de las mujeres. Como madres potenciales, eran las perpetuadoras del linaje, de modo que un hijo nacido fuera del matrimonio, dado el sistema de herencia basado en el principio de legitimidad, introducía en el seno de la familia la duda de un falso heredero que alteraba la sucesión. Por ello, la virtud sexual femenina desempeñaba un rol primordial en el sostenimiento de la estructura de la herencia y de la clase; y, por ello también, la infidelidad del marido carecía de las mismas consecuencias.
Por otra parte, se requiere matizar sobre la temática del trabajo femenino, pues, independientemente de lo expuesto sobre las viudas, lo señalado hasta ahora puede generar equívocos sustentados en la creencia de que la mayoría de las mujeres debían quedarse en su hogar, incluyendo a las viudas mismas. En realidad, las mujeres pobres, como podrá suponerse, siempre trabajaron. Oficios como los de vivanderas, lavanderas, criadas, nodrizas, vendedoras de alimentos, entre otros, fueron una constante en las ciudades coloniales hispanoamericanas, y entre los sectores intermedios (aunque con evidentes carencias económicas) los oficios de costureras, profesoras, chinganeras, pulperas, no fueron menos comunes. Asimismo, aunque evidentemente en menor cantidad, mujeres de las élites, y no solo viudas, trabajaron eventualmente, lo que nos lleva a concluir que la imagen tradicional de la mujer colonial como personaje exclusivamente doméstico, dedicado al marido, los hijos y los quehaceres de la casa, es más una construcción intelectual de juristas, escritores, educadores y directores espirituales que, mediante una amplia gama de obras preceptivas, y también desde el púlpito y los estrados judiciales, difundieron un patrón o modelo del deber ser femenino. Por supuesto que las ideas y opiniones vertidas en este tipo de literatura tuvieron acogida y resonancia, especialmente entre los sectores intermedios y altos de la sociedad urbana colonial hispanoamericana, máxime si coincidían con los discursos de la Iglesia y el Estado, pero no es menos cierto que muchas mujeres, especialmente las pobres, trabajaron y tuvieron una relativa independencia. Si consideráramos, además de los empleos manuales y de servicios, que muchas de ellas eran propietarias de bienes muebles e inmuebles y de negocios, situación que implicaba la celebración de contratos, litigios judiciales, presencia en las notarías si es que no se contaba con apoderado, donaciones, financiamientos, relaciones públicas, entre otras actividades conexas al trabajo, concluiríamos que las mujeres no solo trabajaron, sino que participaron activamente del desenvolvimiento de la economía colonial 53.
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