Giancarlo Cappello - Una ficción desbordada
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La antitrama, a su vez, socava los elementos tradicionales narrativos y de estructuración para ofrecer apenas un tema que otorga sentido y relaciona los eventos que se ven en pantalla, pero no desarrolla una trama que el espectador pueda seguir. A la antitrama le interesa proponer una experiencia a partir de la atmósfera y las sensaciones que se generan durante la visualización. Aquí la realidad muchas veces resulta incoherente, el tiempo discurre fragmentado, lo coincidente y lo aleatorio parecen cómplices inimputables. Como una suerte de contrapartida audiovisual de la nouveau roman , la antitrama se esmera por lograr una visión orgánica del tópico que le interesa retratar, profundizando en el personaje, descartando lo indicativo y legando la construcción de la trama al espectador. L’Avventura (Antonioni, 1960) y L’Année dernière à Marienbad (Resnais, 1961) son dos de los ejemplos más ilustres.
El interés por narrar al hombre en su tiempo ha llevado al audiovisual a ir más allá de los linderos habituales, experimentando con técnicas utilizadas en otros soportes, actualizándolas, adaptándolas y otorgándoles expresiones particulares a través de la imagen y el sonido. Cada vez son más recurrentes los esquemas que abandonan la linealidad temporal y única para ramificarse, fragmentarse, multiplicarse y potenciarse a través de distintos sintagmas narrativos que quieren dar cuenta del «torbellino social»: intrincado, de formas poliédricas, polivalente, acaso inaprensible. Tramas no lineales y narrativas en paralelo como las de Slumdog Millionaire (Boyle, 2008), Inception (Nolan, 2010), Lost (ABC, 2004-2010) o Fringe (FOX, 2008-2013) resultan familiares, lo que da cuenta también de un público que, partiendo de la elipsis, el flashback y el flashforward , la tradición del cómic y los videojuegos, ha sabido ponerse a tono con los tiempos en boga.
La relativización y el espíritu de cambio han llegado a postular la desaparición del guion, aquel instrumento que expone, con los detalles necesarios para su realización, el contenido de una película o de un programa de televisión. Si bien es cierto que en los orígenes del audiovisual esta herramienta no existía –sencillamente, el equipo se instalaba en las locaciones y a partir de las posibilidades que encontraba, previa conversación de las partes, se resolvía in situ qué hacer y cómo lograrlo–, pronto las cosas cambiaron cuando el cine se convirtió en un arte costoso. Podemos enumerar méritos alrededor de esa suerte de improvisación que directores como Jean-Luc Godard y John Ford supieron capitalizar en películas o secuencias enteras, pero pretender su abolición para generar un cambio es emprenderla contra el mensajero y no discutir el mensaje. Paradójicamente, en la otra orilla, están los que reivindican al guion como género literario; sin embargo, habría que notar que el guion no es un producto final, el relato que contiene no está diseñado para el goce de la lectura y la introspección, sino que es materia permanente de trabajo y rediseño, forma parte de un proceso audiovisual que habrá de culminar en la pantalla.
El guion es un hermoso gusano de seda condenado a desaparecer para convertirse en mariposa. Se creó para encauzar y minimizar riesgos, pero trajo consigo aportes estructurales que complejizaron el relato. En todo caso, se puede pretender una narrativa sin guion, pero de ninguna manera una narrativa sin historia. Incluso en las experiencias más desconcertantes, en ausencia de todo control efectuado por la razón, fuera de cualquier preocupación estética o moral, como sugería André Breton, lejos de un orden y un significado aparente, el público se encargará de estructurar y dar sentido a lo que ve, del mismo modo que siempre, más allá de cualquier modelo o esquematismo, reconocerá tres actos –comienzo, medio y final–, sin adscribirse necesariamente a una teoría o corriente en particular.
Finalmente, el debate acerca de las estructuras debe contemplar la siguiente realidad: aquello que muestra la pantalla no es necesariamente lo que se planteó en las páginas de un guion, pues el trabajo colaborativo del audiovisual lo transforma. De modo que cuando hablamos de estructura cabe preguntarse, siguiendo a Daniel Tubau (2011), ¿de qué estructura estamos hablando?, ¿la que concibió el guionista antes de escribir el guion?, ¿la que le imponen al guionista?, ¿la que construyen el director, los actores y el equipo durante el rodaje?, ¿la que aprueban los productores después de la escritura del guion, el rodaje y la edición?, ¿o la que vislumbran los analistas?
7. Una narrativa distinta
Todas las consideraciones anteriores hoy se conjugan y redefinen en el medio del que menos luces se esperaron: la televisión. Su tendencia a las convenciones homogeneizadoras y su etiqueta de «caja boba» impidieron que se previera la inmensa capacidad narrativa que albergaba, no solo en cuanto a contenido, sino también en lo que se refiere a formas de producción y consumo.
Nos gusta pensar que la televisión ocupó el lugar que tuvo, a comienzos del siglo XX, la industria editorial a través de libros y revistas masivas que se producían en papel pulpa, amarillento, barato y poco vistoso, pero que garantizaban tiraje y consumo. El éxito de estas publicaciones, caracterizadas por la llamada «ficción de explotación», radicaba en su capacidad para conectar con la imaginación de sus lectores. Luego, el público fue seducido por el cine, pero su fascinación ancló definitivamente en la televisión al reconocer en ella la misma capacidad de sintonía de los pulps , que bebían de lo cotidiano y ofrecían puntos de encuentro con las mejores y mayores alegrías a la par de los más íntimos miedos y secretos. De ahí que los formatos populares resultaran siempre cómodos y dúctiles para la televisión, a sabiendas de que su institucionalización había ocurrido en aras de aquella proximidad.
Esa misma televisión es la que disfruta hoy de una era dorada gracias a la novedosa narrativa que propone. Le ha tomado mucho tiempo llegar a este momento, ya que durante buena parte de su historia la industria de la televisión comercial, especialmente en Estados Unidos, evitó arriesgarse con el fin de preservar la estabilidad económica, asumiendo una estrategia de imitación y fórmulas que generalmente daban como resultado un modelo de contenido «menos objetable» (Mittell, 2007). Durante décadas, la televisión generó grandes ganancias produciendo shows con una variedad formal mínima. Su mejor producto, la ficción por entregas, estuvo limitada a las comedias y los policiales convencionales, dejando de lado y relegando a un estatus inferior dentro de sus estrategias de desarrollo a las soap operas y las telenovelas –curiosamente, el germen de la narrativa serial que hoy destaca de manera excepcional–. La regla económica que privilegiaba los formatos episódicos autoconclusivos –debido a su rentabilidad al momento de las redifusiones, pues no requerían de la continuidad proveniente de un capítulo anterior– se torció ante el avance inevitable de las formas de consumo y la penetración de las nuevas tecnologías digitales, que obligaron a la industria a reformular su esquema de contenido y de negocios.
Ha corrido mucha agua bajo el puente desde que en 1999 se estrenara The Sopranos , de modo que no tiene sentido seguir hablando de un boom cuando todo indica que se trata de una tendencia. A decir de Xavier Pérez (2011), estamos ante el equivalente histórico del modelo constructor de imaginarios que el cine de Hollywood propuso a la civilización occidental a inicios del siglo XX. Es decir, el «espíritu de nuestro tiempo» se despliega todos los días por televisión. Estamos ante un salto cualitativo en la cultura popular que, a base de libertad, innovación y planteamientos flexibles, escenifican los mejores relatos acerca del hombre y su tiempo en las circunstancias actuales.
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