Giancarlo Cappello - Una ficción desbordada

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Este libro aborda el fenómeno de las teleseries. Desde Twin Peaks hasta The Leftover, de Tony Soprano a Lester Nygaard, desde las batallas en Poniente hasta los juegos de la mafia en Atlantic City, el texto está atravesado por personajes y escenarios que aparecen convocados para explicar la complejidad de una ficción que tiende a lo elusivo, pero que no por ello resulta menos sólida y apasionante.

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Aristóteles es doxa , no episteme . La Poética establece un marco que cada autor manipula de acuerdo con su sensibilidad, talento y competencia. De ninguna manera puede verse como una fórmula, porque corre el riesgo de generar obras atávicas. Sus postulados surgieron de observar las obras de Agatón, Aristófanes, Crates de Atenas, Eurípides, Sófocles, entre otros, y tienen un tono orientador, pues señalan las características requeridas para componer un bello poema . Si en algún momento este compendio perdió su impronta de enfoque matriz para volverse un paradigma, fue a mano de los procesos que vinieron aparejados con la industrialización –en este caso, del relato audiovisual y, específicamente, del cine–, que lo convirtieron en una suerte de molde al otorgarle una infalibilidad que tiene más de facilismo que de asimilación de conceptos.

El llamado Paradigma normaliza la Poética , le otorga un orden, una secuencia. Establece una estructura donde los componentes más importantes del texto se vuelven dispositivos capaces de reunir públicos de distintas realidades, socioeconómicas y culturales. De ahí que Yves Lavandier (2003) llame modelo sintético al Paradigma, porque representa una síntesis del diseño clásico a partir de cierta experiencia generalizada de consumo.

El Paradigma se asentó gracias a los manuales de guion que aparecieron a inicios de los años ochenta en Estados Unidos, alentados por un aparato comercial que subía cada vez más sus apuestas y reclamaba beneficios. Es la época de la ley Reagan, que permitió a los estudios tener nuevamente control sobre la exhibición tras la ley del Tribunal Supremo de 1948. La adquisición de salas por parte de los estudios desató una guerra por las recaudaciones e hizo necesario que las películas se estrenasen en varios locales en simultáneo y que obtuvieran éxito inmediato durante al menos una o dos semanas.

La búsqueda del grial que asegurara la taquilla empezó, probablemente, en 1979, cuando Syd Field, guionista y productor para David L. Wolper Productions y director del Departamento de Guiones de Cine-mobile Systems, escribió la que sería considerada una biblia: El libro del guión . Field es autor de una pragmática férrea, sus enunciados son como comandos que deben ejecutarse indefectiblemente y jamás pierde de vista la importancia de enganchar al auditorio. Su base es la estructuración en tres actos: principio o arranque, medio o confrontación, final o resolución. A lo largo de este esquema, ordena distintos conceptos, como peripecias y lances patéticos, pautando el momento en que deben ocurrir y cuánto deben durar.

Junto a Field aparecen otros nombres, como Linda Seger, Doc Comparato, Robert McKee, Christopher Vogler e Irwin Blacker. Sin embargo, Field se destaca de todos ellos no solo por su influencia, sino porque, a diferencia de los otros que sí conceden diferencias y reformulaciones, ninguno como él pone el acento en la estructura, lo que dota de solidez a su planteamiento, pero al mismo tiempo lo encapsula. Comparato, por ejemplo, considera su texto De la creación al guión (1992) una suma de fundamentos, técnicas y normas que el guionista debe conocer para luego saltarlas y reinventarlas. McKee, aunque usa el mismo tono de Field en El guión: sustancia, estructura, estilo y principios de la escritura de guiones (2002), no postula una estructura definitiva en beneficio de un mejor desarrollo del personaje y de la historia. Todos ellos, y varios otros, en mayor o menor medida, han completado y afinado el modelo descrito por Field y asentado por la industria.

A la luz de estas ideas, el Paradigma puede describirse de la siguiente manera: toda historia ocurre en tres actos que se suceden en dramático in crescendo regido por una lógica causal. El personaje central o protagonista sirve de guía en el relato, desarrolla un punto de vista y es el gancho emocional para la audiencia. Al final del primer acto, ocurre una peripecia que altera su mundo y lo introduce de lleno en el desarrollo de acciones que le permitan retomar el control de su vida a través de la consecución de un objetivo. Durante el segundo acto, el protagonista da pelea, resiste, enfrenta y va venciendo cada una de las situaciones que amenazan cada vez más su éxito, hasta que se da de bruces contra el suelo, pues ocurre un lance que lo sumerge en un aparente punto sin retorno. El público teme que no alcance su objetivo. Esta situación crítica abre las puertas al tercer acto, donde ocurre algún tipo de revelación (anagnórisis): quién es él, qué significa realmente el objetivo que persigue, qué es lo que realmente importa, quiénes y cómo son los que le rodean, cuál es la clave para salir del foso en el que ha caído…, en fin, de modo que logra salvar el escollo y se enfrasca en una batalla final. Hace un último esfuerzo supremo y consigue la redención. No necesariamente implica un final feliz, pero la mayoría de las veces comporta un desenlace positivo para el establishment .

3. La estructura reparadora

Algunos autores como Ken Dancyger y Jeff Rush (1991) llaman al Paradigma estructura reparadora en tres actos, ya que al final de los eventos se restituye la tranquilidad, la felicidad, el equilibrio. Esto no debería tener ninguna connotación negativa, puesto que, desde los mitos, el efecto aleccionador de los relatos involucraba elementos de reparación. No obstante, al concentrarse en los aspectos físicos/externos del personaje, el Paradigma pierde de vista la transformación mental/interior y, de esta manera, convierte la reparación en una exposición y no en una experiencia para el espectador.

Esto es fundamental para el efecto poético que persigue el diseño clásico. La narrativa pone en juego el común denominador del acervo humano, de ahí que Robert McKee (2008 [2002]) insista en repetir que las historias son una metáfora de la vida. No se trata de que el público ría o llore en ciertos pasajes de la historia, sino que disimule la risa o el llanto para no evidenciar las verdades y miserias que anidan en él y que esa historia ha puesto al descubierto. En una exposición interesan los objetos. De hecho, estos han sido intervenidos, afectados, y lo que se muestra es el resultado de la afectación. En una experiencia, en cambio, el sujeto participa de la transformación y palpita como si fuera el personaje. Las historias deben proponer experiencias vitales.

El Paradigma suele evadir esta función con argumentos que pueden frasearse más o menos de la siguiente manera: profundizar el mundo interior genera distorsión, resta claridad a la exposición del relato, aletarga el desarrollo de la trama, es peligroso porque corre el riesgo de asumir impostaciones que puedan contravenir cierto estándar burgués. Sin embargo, todas estas consideraciones parten de un error de concepto. Lo que atenta contra el ritmo es la vaguedad de las acciones. La dimensión no aburre, lo que provoca modorra es el exceso de elocuciones en que se incurre para explicar con palabras lo que las acciones no han conseguido. El problema con la acción en el Paradigma, ya lo dijimos, es que se concentra en movilizar al personaje hacia su objetivo, no en transformarlo mientras da cuenta de los distintos pliegues del alma humana.

El Paradigma prefiere mundos de compartimientos estancos en los que todo tiene un lugar, una forma y una suerte. Las categorías universales del bien y el mal son sus agentes motores. Rehúye la escala de grises y la mayoría de veces reduce el carácter al maniqueísmo. Al Paradigma le acomodan los personajes claros, identificables, sin ambages. Atticus Finch, el protagonista de To Kill a Mockingbird (Mulligan, 1962), bien podría señalarse como el arquetipo ideal. Construido como un proverbial padre de familia, ejemplo de moral y modelo de integridad para los abogados de Estados Unidos, Atticus es un personaje que solo puede admitir objetivos venerables y positivos –por ejemplo, defender al hombre negro acusado de violación en un sur violentista y zarandeado por la crisis–, lo que sin duda reduce la posibilidad de cualquier ruido narrativo o ideológico entre el público y la pantalla. En cambio, alguien como Tony Soprano, el capo de Nueva Jersey en The Sopranos (HBO, 1999-2007), representa todo un problema. Tony se construye como una versión degenerada de los mafiosos que han poblado la pantalla. Tiene una madre autoritaria de la que intenta apartarse. Ama a su esposa, pero tiene una serie de aventuras. Sus hijos adolescentes lo desbordan. Es un sujeto preocupado y depresivo, víctima de constantes ataques de pánico. Su moral consiste en tener cerca a las personas que le son útiles, pero cree y repite que incluso en estos tiempos el concepto de familia todavía significa algo. En suma, Tony es alguien demasiado ingobernable para encajar en un esquema indispuesto para los entresijos y la filigrana. ¿Cómo narrar y hacer verosímil la reparación de un cínico? ¿Cómo definir acciones incontestables y acordes con el establishment ?

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